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Authors: Ken Follett
—Eso no tiene sentido —dijo Billy, lo bastante alto para que Tommy y todos cuantos había a su alrededor lo oyesen—. En lugar de traernos hasta aquí, ¿por qué no han enviado la intendencia a casa en barco?
Fitz lanzó una mirada irritada en dirección al alboroto, pero siguió hablando.
—En segundo lugar, en este país hay muchos checos nacionalistas, algunos de ellos prisioneros de guerra y otros que ya trabajaban aquí antes de la guerra y que se han agrupado bajo la Legión Checa y que intentan embarcarse en Vladivostok para sumarse a nuestras fuerzas en Francia. Los bolcheviques los están hostigando, por lo que nuestra tarea consiste en ayudarlos a conseguir embarcar. Los cabecillas locales de la comunidad cosaca nos brindarán su apoyo.
—¿Los cabecillas de la comunidad cosaca? —exclamó Billy—. ¿A quién pretende engañar? ¡Pero si no son más que bandidos!
Una vez más, Fitz oyó los murmullos de discrepancia, y esta vez fue el capitán Evans quien, con aspecto contrariado, atravesó el comedor para colocarse junto a Billy y su grupo.
—Aquí en Siberia hay ochocientos mil prisioneros de guerra alemanes y austríacos que han sido puestos en libertad desde la firma del tratado de paz. Debemos impedir que vuelvan al campo de batalla europeo. Por último, sospechamos que los alemanes codician los yacimientos petrolíferos de Bakú, en el sur de Rusia. Tenemos que cortarles el acceso a esos yacimientos.
—Tengo la sensación de que Bakú está bastante lejos de aquí —señaló Billy.
El general de brigada preguntó afablemente:
—¿Alguno de ustedes tiene alguna pregunta?
Fitz lo fulminó con la mirada, pero era demasiado tarde.
—No he leído nada de esto en los periódicos —comentó Billy.
—Como muchas misiones militares —contestó Fitz—, es secreta, y no se les permitirá decir dónde están en las misivas que envíen a casa.
—¿Estamos en guerra con Rusia, señor?
—No, no lo estamos. —Fitz apartó la mirada de Billy deliberadamente. Tal vez se acordaba de cuando Billy lo había dejado en evidencia en el debate sobre la paz en el Calvary Gospel Hall—. ¿Alguien más aparte del sargento Williams tiene alguna pregunta?
Billy insistió.
—¿Estamos intentando derrocar al gobierno bolchevique?
Se oyó un murmullo de indignación entre los soldados, muchos de los cuales simpatizaban con la revolución.
—No hay ningún gobierno bolchevique —sostuvo Fitz con creciente exasperación—. El régimen de Moscú no ha sido reconocido por Su Majestad el rey.
—¿Ha sido autorizada nuestra misión por el Parlamento?
El general de brigada parecía incómodo, pues no esperaba aquella clase de pregunta, precisamente. El capitán Evans decidió intervenir.
—Ya basta, sargento. Deje que los demás formulen sus preguntas.
Sin embargo, Fitz no fue lo bastante inteligente para cerrar la boca. Al parecer, no se le pasó por la cabeza que las dotes como orador de Billy, heredadas del radicalismo inconformista de su padre, podían ser superiores a las suyas propias.
—Las misiones militares las autoriza el Ministerio de Guerra y no el Parlamento —respondió.
—¡De modo que esta misión se ha organizado a espaldas de nuestros representantes electos! —exclamó Billy con indignación.
—Ten cuidado, compañero —murmuró Tommy con angustia.
—Necesariamente —dijo Fitz.
Billy hizo caso omiso del consejo de Tommy; estaba demasiado enfadado. Se levantó y dijo en voz alta y clara:
—Señor, lo que estamos haciendo, ¿es legal?
Fitz se ruborizó y Billy supo que había dado en el blanco.
—Por supuesto que lo es… —empezó a decir el conde.
—Si nuestra misión no ha sido aprobada por el pueblo británico ni por el pueblo ruso —lo interrumpió Billy—, ¿cómo puede ser legal?
—Siéntese, sargento —ordenó el capitán Evans—. No estamos en uno de sus malditos mítines del Partido Laborista. Una palabra más y lo mando al calabozo.
Billy se sentó, satisfecho. Había conseguido lo que quería.
—Hemos sido invitados aquí —dijo Fitz— por el gobierno provisional panruso, cuyo brazo ejecutivo es un directorio de cinco hombres con sede en Omsk, en la frontera occidental de Siberia. Y ahí —terminó— es adonde van a dirigirse a continuación.
III
Había anochecido. Lev Peshkov esperaba, tiritando de frío, en un almacén de Vladivostok, la parte más infernal del ferrocarril Transiberiano. Llevaba un abrigo del ejército encima de su uniforme de teniente, pero Siberia era el lugar más frío donde había estado en su vida.
Estaba furioso por tener que estar en Rusia. Había tenido mucha suerte escapando de allí, cuatro años antes, y más suerte aún casándose con la heredera de una rica familia americana. Y ahora había vuelto… todo por culpa de una mujer. «¿Se puede saber qué diablos me pasa? —se dijo—. ¿Por qué nunca estoy satisfecho?»
Se abrió una puerta, y un carro tirado por una mula salió del depósito de suministros. Lev se subió de un salto al lado del soldado británico que lo conducía.
—Eh, Sid —lo saludó Lev.
—¿Qué hay? —respondió Sid.
Era un hombre delgado de unos cuarenta años con un cigarrillo siempre en los labios y un rostro surcado prematuramente de arrugas. Un
cockney
, hablaba inglés con un acento muy distinto del habla del sur de Gales o el norte de Nueva York. Al principio, a Lev le costaba horrores entenderlo.
—¿Traes el whisky?
—Qué va… solo latas de cacao.
Lev se volvió, se inclinó sobre el carro y destapó una esquina de la lona. Estaba casi seguro de que Sid no hablaba en serio. Vio una caja de cartón con la inscripción: «Chocolates y Cacaos Fry’s».
—No debe haber mucha demanda de eso entre los cosacos —comentó.
—Mira debajo.
Lev apartó la caja a un lado y vio una inscripción distinta:
—«Teacher’s Highland Cream: el viejo whisky escocés hecho perfección» —leyó—. ¿Cuántas hay?
—Doce cajas.
Tapó la caja.
—Mejor que el cacao.
Dio instrucciones a Sid para que se alejase del centro de la ciudad. Echaba la vista atrás con frecuencia para asegurarse de que no los seguía nadie, y miraba con aprensión cada vez que veía a algún oficial estadounidense de alto rango, pero ninguno les hizo preguntas. Vladivostok estaba abarrotado de refugiados que huían de los bolcheviques, la mayoría de los cuales habían traído montones de dinero consigo. Se lo gastaban como si no fuesen a ver el día de mañana, lo cual seguramente era cierto para muchos de ellos. Como consecuencia, los comercios estaban siempre atestados de gente y las calles llenas de carros como aquel repartiendo mercancía. Puesto que casi todo escaseaba en Rusia, buena parte de lo que se comercializaba procedía del contrabando de China o, como en el caso del whisky escocés de Sid, eran productos robados a los militares.
Lev vio a una mujer con una niña y se acordó de Daisy. La echaba de menos. Para entonces ya hablaba y caminaba, y estaba explorando el mundo. Cuando hacía pucheros, enternecía a todos hasta derretirles el corazón, incluido el de Josef Vyalov. Llevaba seis meses sin verla. Ya había cumplido los dos años y medio, y debía de haber cambiado en el tiempo que hacía que él estaba fuera.
También echaba de menos a Marga, y era ella quien habitaba sus sueños, su cuerpo desnudo retorciéndose entre las sábanas de la cama. Era por ella por quien se había metido en líos con su suegro y por quien había acabado en Siberia, pero pese a todo, ardía en deseos de volver a verla.
—¿Tienes alguna debilidad, Sid? —le preguntó Lev, quien sentía la necesidad de trabar una amistad más íntima con el taciturno Sid: para ser cómplices de andanzas delictivas se precisaba cierto grado de confianza.
—Qué va —dijo Sid—. Solo el dinero.
—¿Y tu amor por el dinero te lleva a correr grandes riesgos?
—No, solo a robar.
—¿Y nunca te has metido en líos por robar?
—La verdad es que no. Estuve en prisión, una vez, pero eso solo fue durante seis meses.
—Mi debilidad son las mujeres.
—¿Tu debilidad son las mujeres?
Lev ya se había acostumbrado a aquella manía británica de formular la pregunta después de haber dado la respuesta.
—Sí —contestó—. Me resultan irresistibles. No sé entrar en un club nocturno sin ir agarrado del brazo de una chica guapa.
—¿De veras?
—Sí. No lo puedo remediar.
El carro entró en un barrio portuario lleno de calles sin asfaltar y hoteluchos de marineros, lugares que no tenían nombre ni dirección. Sid parecía nervioso.
—Vas armado, ¿verdad? —dijo Lev.
—Qué va —contestó Sid—. Solo llevo esto. —Se destapó el abrigo y dejó al descubierto una enorme pistola con un cañón de un palmo metida en el cinturón.
Lev nunca había visto un arma como aquella.
—¿Qué diablos es eso?
—Una Webley-Mars, la pistola más potente del mundo. Una pieza única.
—No hace falta que aprietes el gatillo, solo tienes que menearla un poco y seguro que todo el mundo se muere de miedo.
En aquella zona, no pagaban a nadie para que limpiase la nieve de las calles, y el carro seguía las huellas de los vehículos anteriores, o se deslizaba sobre el hielo de los carriles menos transitados. Estar en Rusia le hacía pensar en su hermano. No había olvidado su promesa de enviar a Grigori el pasaje a América. Estaba ganando mucho dinero vendiéndoles a los cosacos mercancía militar robada. Con la transacción de ese día, ya habría suficiente para el billete de Grigori.
Había cometido multitud de fechorías en su corta vida, pero si podía compensar a su hermano por todas las malas pasadas, se sentiría mucho mejor consigo mismo.
Llegaron a un callejón y doblaron la esquina de un edificio bajo. Lev abrió una caja de cartón y extrajo una botella de whisky escocés.
—Quédate aquí y vigila la carga —le dijo a Sid—. De lo contrario, habrá desaparecido para cuando salgamos.
—No te preocupes —dijo Sid, pero parecía intranquilo.
Lev hurgó bajo su abrigo para tocar la pistola semiautomática Colt 45, que llevaba enfundada en el cinturón, y acto seguido se coló por la puerta trasera del edificio.
El lugar era lo que en Siberia se consideraba una taberna. Se trataba de una estancia pequeña con unas cuantas sillas y una mesa. No había barra, pero una puerta abierta revelaba la existencia de una cocina sucia con un estante con botellas y un tonel. Había tres hombres sentados junto a la chimenea, vestidos con jirones de pieles. Lev reconoció al de en medio, un hombre al que conocía como Sótnik. Llevaba unos pantalones holgados metidos por dentro de unas botas de montar. Tenía los pómulos muy marcados y los ojos rasgados, y lucía un elaborado bigote además de patillas. La tez se le veía enrojecida y curtida por el clima, y podía tener cualquier edad entre los veinticinco y los cincuenta y cinco años.
Lev estrechó las manos de todos los hombres. Destapó la botella y uno de ellos, supuestamente el dueño del bar, trajo cuatro vasos disparejos. Lev sirvió unas cantidades generosas y todos se pusieron a beber.
—Es el mejor whisky del mundo —dijo Lev en ruso—. Viene de un país donde hace mucho frío, como en Siberia, donde el agua de los arroyos de la montaña es pura nieve derretida. Es una pena que sea tan caro.
La cara de Sótnik era inexpresiva.
—¿Cuánto?
Lev no pensaba dejarle volver a regatear.
—El precio que acordamos ayer —dijo—, todo en rublos de oro, ni más ni menos.
—¿Cuántas botellas?
—Ciento cuarenta.
—¿Dónde están?
—Por aquí cerca.
—Deberías tener cuidado, en este barrio hay muchos ladrones.
Aquello tanto podía ser una advertencia como una amenaza: Lev supuso que la ambigüedad era intencionada.
—Sé moverme entre ladrones —dijo—. Soy uno de ellos.
Sótnik miró a sus dos compañeros y luego, tras una pausa, se echó a reír. Los demás también rieron.
Lev sirvió otra ronda.
—No te preocupes —dijo—. Tu whisky está a salvo… detrás del cañón de un arma. —Eso también era deliberadamente ambiguo: podía ser una garantía para tranquilizarlo o una advertencia para ponerlo nervioso.
—Eso está bien —dijo Sótnik.
Lev se bebió el whisky y luego consultó su reloj.
—Tiene que venir una patrulla militar por esta zona de un momento a otro —mintió—, así que tengo que irme.
—Una última copa —propuso Sótnik.
Lev se levantó.
—¿Quieres el whisky? —Esta vez dejó traslucir su irritación—. Porque puedo vendérselo a otro… —Era verdad, siempre había alguien dispuesto a comprar el alcohol.
—Me lo quedo.
—El dinero, encima de la mesa.
Sótnik recogió unas alforjas del suelo y empezó a contar monedas de cinco rublos. El precio acordado era de sesenta rublos la docena, de modo que Sótnik colocó despacio las monedas en pilas de doce hasta que tuvo doce pilas. Lev supuso que lo que pasaba era que no sabía contar hasta 144.
Cuando Sótnik terminó, miró a Lev, quien asintió con la cabeza. Sótnik devolvió las monedas a la saca.
Salieron a la calle, Sótnik con la bolsa al hombro. Había anochecido, pero brillaba la luna, y se veía con toda claridad. Lev se dirigió a Sid en inglés:
—Quédate en el carro y mantente alerta.
En una transacción ilegal, aquel era siempre el momento más delicado y peligroso: la ocasión en que el comprador podía llevarse la mercancía y quedarse con el dinero. Lev no pensaba correr ningún riesgo con el dinero para el pasaje de su hermano Grigori.
Lev destapó la lona del carro y apartó a un lado tres cajas de cacao para dejar al descubierto el whisky. Sacó una caja del carro y la puso en el suelo, a los pies de Sótnik.
El otro cosaco se acercó al carro y buscó otra caja.
—No —dijo Lev, y miró a Sótnik—. La bolsa.
Se produjo una larga pausa.
En el asiento del conductor, Sid se destapó el abrigo y enseñó su arma. Entonces, Sótnik le dio a Lev la bolsa.
Lev miró en el interior, pero decidió no volver a contar el dinero; al fin y al cabo, se habría dado cuenta si Sótnik hubiese sustraído algunas monedas a escondidas. Le dio la bolsa a Sid y luego ayudó a los otros a descargar el carro.
Estrechó las manos de todos y estaba a punto de subirse al carro cuando Sótnik lo detuvo.
—Mira —dijo, señalando a una caja abierta—. Aquí falta una botella.