Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—¿Qué demonios hacen estos aquí? —preguntó.
Unos minutos después, el padre de Ethel se subió a una silla y pidió silencio.
—Sé que algunos de vosotros os sorprendéis de verme aquí, pero las ocasiones especiales requieren actos especiales. —Les mostró una pinta—. No voy a cambiar las costumbres de toda una vida, pero el dueño ha sido tan amable de darme un vaso de agua del grifo. —Todos rieron—. Estoy aquí para compartir con mis vecinos el triunfo que ha tenido lugar en Rusia. —Alzó su vaso—. Un brindis: ¡por la revolución!
Todos lo vitorearon y bebieron.
—¡Bueno…! —dijo Ethel—. ¡Mi padre en el Two Crowns! Nunca imaginé que llegaría a ver este día.
En la modernísima casa campestre de Josef Vyalov en Buffalo, Lev Peshkov se sirvió una bebida del mueble bar. Ya no bebía vodka. Desde que vivía con su adinerado suegro, había empezado a sentir predilección por el whisky escocés. Le gustaba como lo bebían los americanos, con cubitos de hielo.
A Lev no le entusiasmaba vivir con sus suegros. Habría preferido que Olga y él tuvieran casa propia, pero ella lo había querido así, y su padre lo pagaba todo. Hasta que Lev lograra acumular unos ahorros, se encontraba atado de manos.
Josef leía el periódico y Lena estaba cosiendo. Lev levantó su vaso hacia ellos.
—¡Larga vida a la revolución! —exclamó con euforia.
—Cuidado con lo que dices —comentó Josef—. Será malo para los negocios.
Olga entró.
—Sírveme una copita de jerez, por favor, cariño —dijo.
Lev reprimió un suspiro. A Olga le encantaba pedirle que realizara pequeños servicios, y delante de sus padres él no podía negarse. Le sirvió jerez dulce en una copita y se lo dio, inclinándose como un camarero. Ella lo obsequió con una sonrisa encantadora, sin captar la ironía.
Lev dio un trago de whisky, paladeando su sabor y disfrutando de su ardor.
—Lo lamento por la pobre zarina y sus hijos. ¿Qué harán ahora? —dijo la señora Vyalov.
—No me extrañaría que la turba los matara a todos —contestó Josef.
—Pobrecillos. ¿Qué les ha hecho el zar a esos revolucionarios para merecer esto?
—Yo puedo contestar esa pregunta —dijo Lev. Sabía que debería callar, pero no podía, sobre todo porque el whisky le caldeaba las entrañas—. Cuando tenía once años, la fábrica donde trabajaba mi madre se declaró en huelga.
La señora Vyalov chasqueó la lengua en un gesto de desaprobación. No creía en las huelgas.
—La policía se llevó en una redada a todos los hijos de los huelguistas. Jamás lo olvidaré. Estaba aterrorizado.
—¿Por qué habrían de hacer algo así? —preguntó la señora Vyalov.
—La policía nos azotó a todos —explicó Lev—. En las nalgas, con bastones. Para darles una lección a nuestros padres.
La mujer se quedó blanca. No soportaba la crueldad con los niños ni con los animales.
—Eso fue lo que el zar y su régimen me hizo a mí, madre —dijo Lev. El hielo sonó cuando movió su vaso—. Por eso brindo por la revolución.
—¿Tú qué piensas, Gus? —preguntó el presidente Wilson—. Eres el único de por aquí que ha llegado a estar en Petrogrado. ¿Qué es lo que sucederá?
—Detesto parecer un funcionario del Departamento de Estado, pero la situación podría decantarse en cualquier dirección —respondió Gus.
El presidente rió. Se encontraban en el Despacho Oval; Wilson tras su escritorio, Gus de pie delante de él.
—Venga —dijo el presidente—. Aventura algo. ¿Se retirarán los rusos de la guerra o no? Es la pregunta del año.
—De acuerdo. Todos los ministros del nuevo gobierno pertenecen a partidos políticos que espantan, con «socialista» y «revolucionario» en el nombre, pero la verdad es que son empresarios y profesionales de clase media. Lo que quieren en realidad es una revolución burguesa que les dé libertad para fomentar la industria y el comercio. Pero la gente quiere pan, paz y tierra: pan para los obreros de las fábricas, paz para los soldados y tierra para los campesinos. Nada de eso les dice nada a hombres como Lvov y Kérenski. De modo que, respondiendo a su pregunta, me parece que el gobierno de Lvov intentará promover cambios graduales. En concreto, creo que seguirán adelante con la guerra. Pero los obreros no quedarán satisfechos.
—Y ¿quién ganará al final?
Gus recordó su viaje a San Petersburgo, y al hombre que le había enseñado cómo se fabricaba una rueda de locomotora en una fundición sucia y medio en ruinas de la fábrica Putílov. Después, Gus había visto a ese mismo hombre peleándose con un policía por una chica. No recordaba el nombre de aquel obrero, aunque sí su aspecto: sus anchos hombros, sus fuertes brazos y su dedo cortado, pero, sobre todo, la implacable determinación de su fiera mirada de ojos azules.
—El pueblo ruso —dijo Gus—. Son ellos quienes ganarán al final.
Abril de 1917
I
Un agradable día de principios de primavera, Walter paseaba con Monika von der Helbard por el jardín de la casa que tenían los padres de ella en Berlín. Era un edificio magnífico y el jardín era muy grande, con pabellón de tenis, campo de bochas, un picadero para ejercitarse con los caballos y un parque infantil con columpios y un tobogán. Walter recordaba haber ido allí de niño y pensar que era el paraíso. Solo que ya no era un parque idílico. Todos los caballos, salvo los más viejos, habían acabado en el ejército. Las gallinas rebuscaban entre las losas de la amplia terraza. La madre de Monika estaba engordando a un cerdo en el pabellón de tenis. Por el campo de bochas pastaban las cabras, y se rumoreaba que la
Gräfin
en persona las ordeñaba.
Sin embargo, los viejos árboles empezaban a recuperar su follaje, el sol brillaba y Walter iba en chaleco y mangas de camisa, con la americana echada sobre un hombro. Su madre no habría aprobado semejante informalidad, pero la mujer estaba dentro de la casa, chismorreando con la condesa. Greta, la hermana de Walter, también había estado paseando con ellos dos, pero les había puesto una excusa y los había dejado solos; otra cosa que su madre no habría visto con buenos ojos, al menos en teoría.
Monika tenía un perro al que llamaba Pierre. Era como todos los caniches, elegante y de patas largas, con muchísimo pelo rizado de color herrumbre y ojos castaño claro. Walter, a pesar de lo hermosa que era Monika, no podía evitar pensar que perro y dueña se parecían.
Le gustaba cómo trataba la joven a su perro. No le dedicaba mimos ni le daba de comer sobras, y tampoco le hablaba igual que si fuera un niño pequeño, como hacían algunas chicas. Ella solo dejaba que caminara a sus pies, y de vez en cuando le lanzaba una pelota de tenis vieja para que fuera a buscarla.
—Qué decepcionante ha resultado lo de Rusia —comentó la muchacha.
Walter asintió con la cabeza. El gobierno del príncipe Lvov había anunciado que seguirían adelante con la guerra. El frente oriental de Alemania no quedaría liberado, así que no podrían enviar refuerzos a Francia. La contienda se alargaría más aún.
—Ahora, nuestra única esperanza es que el gobierno de Lvov caiga y la facción pacifista se haga con el poder —repuso él.
—¿Lo crees probable?
—Es difícil de decir. Los revolucionarios de izquierdas siguen exigiendo pan, paz y tierra. El gobierno ha prometido unas elecciones democráticas para formar una Asamblea Constituyente… pero ¿quién ganará?
Recogió una rama del suelo y se la lanzó a Pierre. El perro saltó a por ella y se la trajo de vuelta con orgullo. Walter se agachó para darle unas palmaditas en la cabeza y, al erguirse de nuevo, Monika estaba muy cerca de él.
—Me gustas, Walter —dijo, mirándolo muy fijamente con sus ojos color ámbar—. Tengo la sensación de que nunca nos quedamos sin tema de conversación.
Él sentía lo mismo, y también sabía que, si intentaba besarla en ese momento, ella se lo permitiría.
Se apartó.
—También tú me gustas a mí —aseguró—. Y me gusta tu perro. —Se echó a reír para hacer notar que hablaba desenfadadamente.
Aun así, vio que sus palabras habían herido a Monika, que se mordió el labio y se volvió de espaldas. Acababa de rozar el límite del atrevimiento que una muchacha de buena educación no podía rebasar, y él la había rechazado.
Siguieron paseando. Tras un largo silencio, Monika dijo:
—Me pregunto qué secreto guardas.
«Dios mío —pensó él—. Qué lista es.»
—No guardo ningún secreto —mintió—. ¿Y tú?
—Ninguno que valga la pena contar. —Levantó una mano y se la pasó a él por el hombro, como quitándole algo—. Una abeja —dijo.
—Es todavía muy pronto para que haya abejas.
—A lo mejor es que este año el verano se va a adelantar.
—No hace tanto calor.
Ella fingió sentir un escalofrío.
—Tienes razón, hace fresco. ¿Querrías ir a buscarme un chal? Si vas a la cocina y se lo pides a la doncella, te dará uno.
—Desde luego.
No hacía frío, pero un caballero nunca se negaba a atender una petición así, por muy antojadiza que fuera. Era evidente que Monika quería estar unos momentos a solas.
Walter caminó de vuelta a la casa. Estaba obligado a rechazar las insinuaciones de ella, pero le dolía herirla. Era cierto que hacían muy buena pareja (sus madres tenían mucha razón en eso) y estaba claro que Monika no lograba comprender por qué Walter no hacía más que apartarse de ella.
Entró en la casa y bajó al sótano por la escalera trasera. Allí encontró a una anciana criada vestida de negro y con cofia de encaje que fue a buscarle un chal.
Walter esperó en el vestíbulo. Aquella casa tenía una moderna decoración
Jugendstil
, que había puesto fin a las florituras rococó que tanto adoraban los padres de él y que se decantaba por las salas bien iluminadas y de colores suaves. El vestíbulo con columnas era todo él de un frío mármol gris, y con alfombras color champiñón.
Walter tenía la sensación de que Maud estaba a un millón de kilómetros, en otro planeta. Y así era, en cierto modo, puesto que el mundo de antes de la guerra no volvería jamás. Hacía casi tres años que no veía a su mujer ni recibía noticias suyas, y existía la posibilidad de que nunca volvieran a estar juntos. Aunque su recuerdo no se había desvanecido (jamás olvidaría la pasión que habían compartido ambos), le angustiaba darse cuenta de que sí le resultaba muy difícil rememorar los delicados detalles de los momentos que habían pasado juntos: qué vestido había llevado puesto ella, dónde habían estado cuando se habían besado o se habían dado la mano, qué habían comido o bebido o comentado cuando coincidían en aquellas interminables veladas londinenses, que eran todas iguales. A veces se le cruzaba por la cabeza que la guerra los había divorciado, por así decir. Sin embargo, enseguida desterraba ese pensamiento: era vergonzosamente desleal.
La criada le entregó un chal de cachemir amarillo. Walter volvió con Monika y la encontró sentada en el tocón de un árbol, con Pierre a sus pies. Le dio el chal y ella se lo echó sobre los hombros. Ese color le sentaba bien, hacía que sus ojos relucieran y su piel brillara.
La chica tenía una extraña expresión en el rostro, y entonces le entregó a Walter su cartera.
—Debe de habérsete caído de la americana —dijo.
—Vaya, gracias. —Él volvió a guardarla en el bolsillo interior de su americana, que todavía llevaba echada sobre un hombro.
—Volvamos dentro —añadió Monika.
—Como desees.
El ánimo de la muchacha había cambiado. A lo mejor sencillamente había decidido darse por vencida. Aparte de eso, ¿qué más podía haber sucedido?
A Walter se le pasó por la cabeza una idea espantosa. ¿De verdad se le había caído la cartera de la americana? ¿O se la había hurtado ella, con mano de carterista, cuando le había apartado del hombro aquella improbable abeja?
—Monika —dijo. Se detuvo y se volvió hacia ella—. ¿Has curioseado en mi cartera?
—Has dicho que no tenías secretos —contestó la joven, que se puso muy colorada.
Debía de haber visto el recorte de periódico que llevaba encima: «Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda».
—Eso ha sido muy descortés por tu parte —le espetó Walter enfadado.
Estaba furioso sobre todo consigo mismo. No debería conservar esa foto incriminatoria. Si Monika era capaz de adivinar su significado, también otros podrían hacerlo y, entonces, caería en desgracia y lo expulsarían del ejército. Puede que lo acusaran de alta traición y lo encarcelaran, o que lo ejecutaran incluso.
Había sido un necio. Sin embargo, sabía que jamás se desharía de esa fotografía. Era todo lo que tenía de Maud.
Monika le puso una mano en el brazo.
—Nunca había hecho nada semejante en toda mi vida, y me avergüenzo de ello. Pero debes comprender lo desesperada que me encontraba. Ay, Walter, me sería tan fácil enamorarme de ti… Y veo que también tú podrías amarme… Lo veo, en tus ojos y por la forma en que sonríes cuando me ves. ¡Pero no me decías nada! —Se le saltaban las lágrimas—. Me estaba volviendo loca.
—Lo siento mucho. —Ya no podía sentirse indignado. Monika había sobrepasado las fronteras del decoro y le había abierto su corazón. Se sentía muy triste por ella, triste por los dos.
—Tenía que comprender por qué no haces más que apartarte de mí. Ahora lo veo, desde luego. Es muy guapa. Incluso se parece un poco a mí. —Se secó las lágrimas—. Ella te encontró antes que yo, nada más. —Se quedó mirándolo con esos penetrantes ojos ámbar—. Supongo que estáis prometidos.
Walter no podía mentirle a alguien que estaba siendo tan sincero con él. No sabía qué decir.
Ella adivinó el motivo de su titubeo.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. Estáis casados, ¿verdad?
Aquello era un desastre.
—Si se llegara a saber, me vería en serios apuros.
—Ya lo sé.
—¿Puedo confiar en ti para que guardes mi secreto?
—¿Cómo puedes preguntarlo? —replicó ella—. Eres el mejor hombre que he conocido jamás. No haría nada que pudiera perjudicarte. No diré una sola palabra.
—Gracias. Sé que mantendrás tu promesa.
Monika apartó la mirada e intentó contener las lágrimas.
—Vayamos dentro.
Ya en el vestíbulo, le dijo:
—Ve tú delante. Tengo que lavarme la cara.
—Está bien.
—Espero… —Su voz se deshizo en un sollozo—. Espero que sepa lo afortunada que es —murmuró. Después dio media vuelta y entró en una sala auxiliar.