—Que voy a volver al campamento.
—¿Pero qué se te ha perdido ahí?
—Ramosis y sus amigos han desaparecido. No están en la caravana.
—¿Y
te vas a volver a ver si los encuentras? No seas tonto, Demetrio. Ya conoces a esos chavales: estarán por ahí, jugando o haciendo alguna trastada.
—No. No están en la caravana —y, ya con el escudo embrazado, una jabalina en la zurda y otra en la diestra, se detuvo y quedó atrás.
Agrícola aún anduvo unos cuantos pasos junto a la mula, dando a toda prisa algunas instrucciones al esclavo. Luego cogió su propia espada y la honda, y echó a correr detrás del griego, que ya caminaba hacia la retaguardia de la columna.
—¡Pero tú estás loco, Demetrio!
—Han desaparecido, no están. Algo ha ocurrido y voy a buscarles.
—¡Maldito seas! —rugió el romano, haciendo que los caravaneros mirasen con curiosidad a ese par que iba en sentido contrario al de la marcha, armados y discutiendo—. No podemos abandonar la columna.
—¿Cómo que no? ¿No ves que yo lo estoy haciendo?
—Demetrio, por los dioses. Hay ladrones acechando a la caravana y tú lo sabes perfectamente. Si nos apartamos del grueso de la expedición, van a caer como lobos sobre nosotros para matarnos y robarnos.
—Estamos ya en pleno reino de Meroe. Esto no es el desierto occidental.
—No seas necio. Donde hay caravanas, hay bandidos.
—No me vengas ahora con sentencias, Agrícola.
Llegaron a la altura de las últimas acémilas, y luego de los mercenarios de retaguardia; un puñado de arqueros montados que se les quedaron mirando entre desconcertados y curiosos, aunque ninguno les dijo nada.
Agrícola se detuvo. Demetrio siguió desandando camino con un paso tan rápido como sereno y su compañero, viéndole alejarse, comprendió que había sucumbido a eso que los veteranos llamaban la locura del desierto. Sólo que el griego lo había hecho de una forma tranquila y sin estridencias, acorde a su carácter, y no como otros, que veían visiones, se alejaban alucinados por las dunas o se peleaban a cuchilladas por cualquier minucia.
—¡Demetrio,
memtulam caco
!—gritó, al tiempo que echaba a correr para alcanzarle. Se puso a su altura, rezongando, pero el otro no le echó ni una mirada. Fueron distanciándose de la caravana y no tardaron en encontrarse solos en ese camino polvoriento que atravesaba las estepas soleadas. Se había hecho el silencio, roto sólo por el canto de los insectos, y Agrícola se encontró echando de menos el fragor que producen los gritos, mugidos, el entrechocar de arreos y las pisadas que acompañan a los grupos humanos y animales en movimiento. Ahora todo eso había desaparecido. Algunos buitres daban vueltas en el cielo, se oía el piar de alguna ave y las culebras se deslizaban con un crepitar áspero por entre las piedras recalentadas por el sol.
El romano se acomodó sobre el hombro izquierdo la espada y la bota de agua, y un par de veces se agachó a coger un canto adecuado para su honda. A cada momento echaba ojeadas recelosas a todos lados y, a pesar del calor y la atmósfera seca, estaba mojado en sudor. Agitó la honda con un respigo al ver aparecer camino adelante a media docena de jinetes; pero un parpadeo más tarde constató con alivio que se trataba de soldados de patrulla.
Los jinetes se llegaron a ellos al trote, con sus mantos, blancos ribeteados de rojo, flotando en el aire, y los cascos de bronce centelleando a cada roce del sol.
—¿Pero adónde vais, hombres? —les espetaron al encontrarse con ellos.
Demetrio se limitó a señalar camino adelante con la jabalina que portaba en la diestra. El jefe de los hispanos se apoyó en el pomo de su silla de montar y se le quedó mirando con gesto pensativo, mientras los demás refrenaban las monturas. Agrícola sí se paró para cambiar unas palabras con ellos.
—Volvemos al lugar en que hemos hecho noche.
—Eso, siendo dos hombres solos y a pie, es una tontería. Vais a ser presa de bandidos.
—Es muy posible. Pero tenemos que volver a ese lugar.
—¿Os ha dado también a vosotros la locura del desierto? —el jinete, enjuto, curtido por el sol, el aire y la arena, se tocó con el índice la sien.
—Es importante.
—Aunque lo sea. ¿Qué ganáis yendo a una muerte casi segura?
Agrícola puso en él una mirada de hastío, antes de pasarse la palma de la mano por las mejillas.
—¿Me harías un favor?
—¿Qué favor?
—¿Podrías encargarte de avisar a Salvio Seleuco o Antonio Quirino, los ayudantes del prefecto, de que Agrícola y Demetrio han tenido que abandonar la caravana y volver al lugar donde estuvo anoche el campamento, a comprobar algo?
—¿Afecta ese algo a la seguridad de la expedición? —el hispano le miraba ahora con otra luz en los ojos.
—De forma indirecta, sí —volvió la mirada a las anchas espaldas de Demetrio, que seguía alejándose imperturbable, la túnica flotando, el escudo y una de las jabalinas en la izquierda, y la otra en la derecha—. ¿Les darás el aviso?
—Estamos cubriendo la retaguardia, hombre. No podemos abandonar nuestra posición así por las buenas.
—Ya lo sé, pero sí puedes enviar a un jinete con el mensaje. Yo mismo me ocuparé de que no te pese.
El hispano, aún apoyado en el pomo de la silla, le contempló con párpados entornados.
—De acuerdo —aceptó luego—. Cuenta con ello.
—Entonces ven a visitarme esta tarde a mi tienda, y ya verás como tú también sales ganando algo de esto.
Echó a correr, sofocado por el aire seco y ardiente, hasta llegar de nuevo a la altura de Demetrio. Y de nuevo se encontraron caminando en solitario por aquel camino de tierra pisoteada, oyendo a los insectos y viendo cómo el calor hacía temblar la atmósfera. Agrícola calculaba que la columna habría recorrido entre cuatro y cinco mil pasos cuando ellos la abandonaron, y comenzó a echar cuentas mentales de cuánto podía tardar en llegar la ayuda que les enviasen, en caso de que alguien se decidiera a hacerlo.
Así caminando, llegaron a la vista del lugar donde estuviera el campamento de marcha: un cuadrilátero visible aún a distancia, pese a que los legionarios habían echado la tierra de los taludes de vuelta a las zanjas. Algo más había que fijarse para poder distinguir los sitios que habían ocupado las pernoctas de la caravana de mercaderes y los nubios. Y, como se había estado temiendo Agrícola durante todo el camino, había algunos individuos rondando por el terreno, rebuscando con la esperanza de encontrar objetos abandonados u olvidados por los viajeros.
Demetrio se detuvo en seco, armas en mano, y se quedó estudiándoles con ojos tranquilos, mientras Agrícola, el gesto torcido, paseaba la mirada entre su compañero y aquellos merodeadores, éstos no podían tener peor catadura; un puñado de sujetos flacos y sucios, de cabelleras enmarañadas, túnicas harapientas que algún día fueron blancas y pieles de animales.
—Ladrones, Demetrio, ladrones —anunció con voz crispada.
—Puede que no. A lo mejor no son más que lugareños que se han acercado a la busca.
Agrícola se permitió una mueca irónica al tiempo que examinaba de nuevo a aquellos nubios, que se habían vuelto a su vez hacia ellos, con expresiones que iban desde el cálculo frío al recelo. Llevaban demasiadas armas encima —mazas de madera nudosa, hachas, lanzas, arcos— para ser gente pacífica y ahora estaban haciéndoles gestos para que se acercasen, con sonrisas desdentadas que resultaban falsas incluso a aquella distancia.
—¿Así que lugareños, eh? —gruñó, al tiempo que aprestaba con discreción la honda—. Tú eres tonto, Demetrio.
El griego se quedó todavía un instante observando a aquella caterva de harapientos que, desparramados por todo el solar del campamento, les llamaban con aspa— vientos y voces. Luego sacudió la cabeza como hombre que ahuyenta el sopor. Alzó un poco el escudo, sopesó la jabalina con la diestra y echó una ojeada a su acompañante.
—Me parece que estamos en un buen apuro, Agrícola.
—¿Y ahora te das cuenta? —a pesar de que tenía ya una piedra en la honda, el romano agitó sonriente la mano, tratando de ganar un poco de tiempo—. Nosotros nos lo hemos buscado.
—A ver cómo salimos de ésta.
—Eso. A ver.
—Tú eres el de las ideas. ¿No se te ocurre nada?
—Pedico te
! —con la garganta seca, contempló como aquellos desarrapados comenzaban a acercarse a ellos, desplegados por el campo, con gran algarabía y demostraciones de falsa amistad—. ¿Eres tú el que nos mete en la boca del lobo y ahora tengo que ser yo el que nos saque de ella?
Demetrio, a pesar del trance en el que se hallaban, aún sonrió ligeramente, y Agrícola inspiró con fuerza, dispuesto ya a voltear la honda —aunque de poco le iba a valer si los nubios usaban sus arcos—, cuando oyeron a sus espaldas el largo mugido de un cuerno.
Los merodeadores se detuvieron en seco y se quedaron mirando con desconfianza más allá de donde estaban los dos compañeros. De nuevo sonó un cuerno y Agrícola, al echar una ojeada muy rápida por encima del hombro, vio que por la carretera, rebasando una de las ondulaciones del terreno, llena de matojos, llegaba un jinete romano al trote, seguido por una decena de libios a paso ligero, armados con escudos y jabalinas. El romano se llevó el cuerno a los labios y por tercera vez oyeron ese mugido largo y bronco, que se quedó reverberando con ecos largos en aquel aire recalentado.
—¿No es ése Flaminio? —inquirió Demetrio que, tras haber echado también un vistazo atrás, tenía puestos los ojos en los nubios que, a pesar de ser más de veinte, vacilaban ante los nuevos llegados.
—Es él, sí —dejó escapar el aire ruidosamente. Aquel casco de modelo antiguo, con la cresta roja y las dos largas plumas blancas que surgían a ambos lados de la misma, era inconfundible.
El
praepositus
azuzó a su caballo y los libios se desplegaron detrás de él, al tiempo que empuñaban las jabalinas como si se dispusieran a lanzar. Eso fue suficiente para aquellos bandidos, que primero recularon mientras se miraban unos a otros, y luego se volvieron y echaron a correr, cada uno por su lado. Demetrio, con el escudo y las jabalinas en las manos, se quedó contemplando cómo huían a campo traviesa, en tanto que Agrícola, que ahora sentía las piernas algo flojas, iba a sentarse en una roca, con un suspiro.
Flaminio, la montura ahora de nuevo al paso, llegó a su altura seguido por los libios, con una expresión mezcla de perplejidad y fastidio en el rostro moreno.
—Más a tiempo no has podido llegar, prepósito —le saludó Agrícola, sentado en la piedra y con la honda en las manos.
—Habéis tenido suerte —se apoyó en el pomo de su silla de montar, en una postura muy parecida a la del jinete hispano con el que se habían cruzado antes—. Si no llego a estar con Seleuco cuando le dieron vuestro mensaje, mis hombres y yo no hubiéramos llegado a tiempo más que de enterraros.
—Ni que lo jures. Creí que no lo contábamos.
Demetrio, tras cerciorarse de que los ladrones se habían dado a la fuga de verdad, y no pensaban en otra cosa que en alejarse, les dio la espalda, cogió la bota que llevaba Agrícola al hombro y, luego de echar un trago de agua, se quedó mirando aquellos andurriales resecos, con el pellejo en las manos y haciendo rodar el líquido en la boca, sin tragarlo. Flaminio se le quedó mirando a su vez, lleno de curiosidad, y, al cruzar los ojos con Agrícola, éste hizo una mueca y un gesto con la mano, dándole a entender que era mejor dejarlo correr. El prepósito se encogió de hombros y sacudió la cabeza, haciendo ondear la cresta roja de su casco.
—Bueno, bueno. ¿Se puede saber qué es ese asunto tan importante que os ha hecho abandonar la columna de repente, sin escolta?
—Ramosis y sus amigos han desaparecido —le contestó el griego, hablando por primera vez.
—¿Y esos quiénes son? —le miró desconcertado.
—Los chavales que nos servían de espías en la caravana.
Agrícola contempló medio de través al legionario, temiendo que su temperamento volcánico estallase al saber que todo aquel embrollo se debía a la desaparición de unos cuantos ratones de caravana. Pero Flaminio lo único que hizo fue asentir con solemnidad, con los ojos oscuros ahora pensativos.
—¿Y qué crees que puede haberles ocurrido?
—Es lo que trato de averiguar; por eso nos hemos vuelto. Ayer mismo por la tarde se acercaron a nuestra tienda y yo mismo les di las sobras de la cena. Y hoy por la mañana ya no estaban en la columna. Así que algo tiene que haberles pasado esta noche.
—Sí. ¿Pero qué?
—Aristóbulo Antipax tiene al menos un cómplice en la caravana, eso lo sabemos desde hace tiempo. Ese cómplice, al menos en una ocasión, salió de noche al desierto para entrevistarse con Aristóbulo o alguno de sus hombres. Ramosis y sus amigos les vieron y nos lo contaron, y les pedimos que estuviesen atentos.
Hizo una pausa.
—Pero también les advertí de que fuesen prudentes, y de que no le siguieran, sino que viniesen a avisarme —se golpeó con la bota en la mano—. ¡Maldita sea!
—¿Crees que les han matado?
—Eso me temo.
—En ese caso, quizá debiéramos empezar a buscarles por ahí —el soldado señaló con cierta desidia a un lugar situado un poco al este de donde la noche anterior estuviera el campamento caravanero.
Agrícola y Demetrio se volvieron en esa dirección, sin ver otra cosa que no fuesen rocas cuarteadas, tierra reseca y matorrales espinosos.
—¿Por qué ahí en concreto? —inquirió el primero.
—Por los buitres —indicó ahora al cielo, a las motas oscuras que daban vueltas en el cielo de la mañana.
Agrícola se quedó mirando con los brazos en jarras a esos heraldos alados de la muerte, en tanto que Demetrio, después de echar una ojeada rápida al cielo, se encaminaba en la dirección indicada. Agrícola echó a andar a buen paso detrás de él y lo mismo hicieron Flaminio, a caballo, y los libios de escudos de pieles, jabalinas de hojas caladas y rostros embozados.
—Vas a tener razón —no tardó en comentar el mercader, pues había advertido varias huellas en la tierra. Pisadas de un par de pies grandes y de otros tres más pequeños, todas revueltas, que se dirigían hacia donde había señalado el prepósito.
Agrícola se arrodilló para estudiarlas, mientras que Flaminio se limitaba a observar desde lo alto del caballo, con el ceño fruncido. El primero, entre el revoltijo de huellas, descubrió una perfecta: la impronta bien perfilada de una sandalia, y memorizó las características de aquella suela, por si algún día se topaba con otra igual.