—Tú eres más sabio que yo y sabes expresarte mejor —admitió ella—. Eso es exactamente lo que me ha sucedido.
—Todo está escrito. Confiar en la fuerza bruta y en el número es un error. El mismo error que han cometido tantos y tanto enemigos de los romanos. Los ven tan pocos en comparación que acuden como esos nómadas del otro día, dispuestos a barrerlos con su solo empuje, tal y como hacen los golpes de mar con los castillos de arena… ¿Conoces el mar, Senseneb?
—No —ella negó con la cabeza, haciendo destellar el sol en la media luna de plata de su tocado.
—Vete entonces algún día, cuando puedas, hacia el este, hasta llegar a las orillas del mar Eritreo. Nadie debiera morir sin ver antes el mar.
—Así lo haré.
Alto y más flaco que nunca, debido a ese viaje por los desiertos, Merythot era como la imagen del viejo Egipto, antiguo y siempre algo incomprensible. La cabeza rapada, el rostro de edad indefinible, el atuendo de lino inmaculado y el bastón entre las manos. Se quedó en silencio largo rato, sentado en esa avenida flanqueada por carneros de piedra que llevaba al gran templo de Amón, excavado en la ladera pétrea de la montaña sagrada. Senseneb, en pie, en esa postura majestuosa que solía adoptar en público, guardaba un silencio respetuoso, esperando a que el sacerdote se decidiera a continuar.
—Dime, Senseneb —preguntó por fin—. ¿Qué crees tú que hace tan poderosas a las legiones de Roma?
—Sus armas —aventuró ella—. Todos visten armaduras, mientras que los nómadas fueron a la batalla desnudos detrás de sus escudos.
—Las armas son una ventaja, sin duda; pero no son bastante explicación. Los macedonios, con sus poderosas falanges, no pudieron derrotarles en su día, como tampoco ha podido la caballería pesada de los partos.
—¿Qué entonces? ¿Lo sabes tú? Tú eres un sabio e incluso el emperador romano te ha enviado con esta expedición para que sirvas de consejero a sus jefes —pasó una ráfaga de aire caliente, e hizo ondear sus velos blancos—. He de contar a mis amos lo que he visto con mis propios ojos, y quisiera darles una opinión que pueda ayudarles.
—Yo no sé gran cosa de ejércitos, Senseneb. No soy más que un sacerdote ambulante, de bajo rango.
—Eres un sabio, ocupes el puesto que ocupes. Has viajado mucho, has vivido entre romanos, sabes observar, y seguro que has sacado tus propias conclusiones.
—He viajado muy lejos y visto mucho; sí, en eso tienes razón —agitó la cabeza afeitada y en sus ojos, tras los párpados de comisuras tatuadas, apareció por un momento una luz muy extraña—. ¿Crees haber presenciado el otro día una gran batalla? Pues yo las he visto grandes, grandes de verdad, en el norte, muy lejos de aquí. He visto a ejércitos formados por varias legiones enfrentarse a miles y miles de germanos que salían de sus bosques, entre la niebla. Los germanos son hombres gigantescos, Senseneb, de la misma raza que esos tres que protegen al tribuno. Ríen ante la muerte y esgrimen armas terribles. Y les he visto cargar contra los romanos, borrachos de alcohol y de ira, de forma que parecía que ningún poder humano era capaz de detenerles.
Hizo una pausa con el bastón entre las manos, los ojos ahora puestos en los recuerdos de la Germania, fría, húmeda y muy lejana.
—Y su destino fue el mismo que el de esos desgraciados nómadas. He visto a los hombres caer bajo la lluvia de
pila
, a cientos, y estrellarse y morir a miles contra los escudos romanos. He visto claros en mitad de los bosques llenos de cadáveres amontonados. Nadie puede enfrentarse a Roma, nadie. Y eso, Senseneb, es algo que debieras hacer entender a tus amos.
—Los romanos son hombres como los demás; muchos de ellos son más bajos que nuestros guerreros nubios; no son más fuertes que ellos, ni pueden tirar sus lanzas más lejos. ¿Cuál es su secreto?
—No es la fuerza, tú misma lo ha dicho. Los germanos o vuestros guerreros son más fuertes que ellos. Tampoco las armaduras, porque los catafractarios partos están más acorazados. Ni el número, desde luego, porque lo normal es que se enfrente a ejércitos muy superiores.
—¿Son sus generales entonces? Emiliano y Tito saben lo que se hacen, en tanto que los nómadas iban en bandas, y cada jefe mandaba a los suyos.
—Es verdad que la falta de un mando claro contribuyó al desastre. Pero tampoco está ahí la razón del triunfo de Roma. Comandantes poco brillantes, o con poca formación militar, han ganado grandes batallas para Roma.
Se quedó en silencio de nuevo, contemplando distraído la distancia, antes de fijar sus ojos en los de la sacerdotisa.
—El secreto, Senseneb, lo que hace invencible a Roma, es la disciplina de sus legiones: unas formas y unos métodos que han ido depurando a lo largo de generaciones.
—Te respeto, Merythot, pero me cuesta creer que se deba sólo a eso.
—¿Sólo? ¿Te parece poco? —sonrió—. ¿Has visto alguna vez esas máquinas de guerra que usan los romanos? ¿Las catapultas, las balistas, los onagros?
—Sí.
—La próxima vez que veas una, examínala con detenimiento. Te darás cuenta de que no hace falta que sus distintas piezas sean de materiales de gran calidad, o de una artesanía exquisita. Ni tampoco que el artillero que las maneja sea un hombre excepcional. Tan sólo es necesario que las primeras encajen bien, unas con otras, y que el segundo sepa sacar partido a la máquina.
—Ya te entiendo.
—El ejército romano es igual que esas máquinas de guerras. Sus tropas son como las piezas, que encajan unas con otras a la perfección y sus generales son como esos artilleros, que tan sólo necesitan saber cómo funcionan para abatir cuanto se ponga a tiro.
—¿No hay nada que pueda derrotar a los romanos?
—Han perdido batallas, pero nunca una guerra. La lucha de guerrillas les hace más daño que el enfrentamiento directo, como has podido ver con tus propios ojos en este viaje. Plantar batalla a las legiones romanas es abocarse al desastre.
—¿Y qué puedo decir a mis amos? ¿Qué consejo puedo darles?
—Tú cuéntales lo que has visto y que sean ellos los que saquen sus conclusiones. Pero si piden tu opinión, yo en tu lugar les instaría a usar cualquier arma contra Roma, menos la guerra.
—¿Y si esta embajada fuese un tanteo previo a una invasión?
—Eso es sólo una suposición.
—Está en boca de los propios soldados romanos.
—¿Y desde cuándo los soldados saben lo que planean sus reyes?
—Es cierto… —le miró pensativa con sus ojos oscuros, sujetándose los velos para que las ráfagas de aire ardiente no se los alzasen del rostro—. Tú conoces en persona al emperador Nerón.
—Así es, él mismo me envió a esta expedición.
—No te pido que traiciones ninguna confidencia…
—Puedes estar tranquila. Nerón nunca me confió sus planes.
—Bien. ¿Y tú crees que puede tener pensado invadir nuestro reino?
El sacerdote suspiró y volvió a dejar vagar los ojos por los lejanos arenales, inundados de luz.
—El césar Nerón es un hombre extraño, y no creo que nadie pueda saber qué es lo que tiene exactamente en la cabeza. Es también caprichoso como un dios: hoy piensa una cosa y mañana otra.
Se quedó un momento en silencio, jugueteando con su báculo.
—Hay aquí tres cosas que pueden parar a los romanos: las distancias, el tiempo y algún enemigo que les distraiga.
—¿Qué significa eso?
—Roma se ha detenido en los bosques germanos, no por temor a sus habitantes, sino por la inmensidad de esas selvas. Por la misma razón se retiró de grandes territorios al otro lado del Rhin. Hay dos cosas que pueden contener aquí a los romanos: los desiertos que tendrían que controlar militarmente para asegurarse una posible Nubia romana, y la cuestión judía, si es que eso último significa algo para ti.
—¿Los judíos? ¿Cuáles? ¿Los de Elefantina, los de Alejandría?
—Ni unos ni otros, mujer —sonrió—. Hablo de los judíos de Judea. Hay mucha agitación en esas tierras y sus jefes religiosos, y un montón de profetas, están incitando a las gentes a la rebelión.
—Serán aplastados, si tú tienes razón.
—Cierto. Pero lo que a nosotros nos interesa es que se está hablando de enviar a Judea a una de las legiones estacionadas en el Delta. Si eso llega a suceder, sólo quedará una legión en Egipto, además de los auxiliares, y la posibilidad de que los romanos invadan Nubia se volverá muy remota.
—Es cierto —suspiró, llena de repente de un gran alivio—. ¿A eso te referías al hablar del tiempo?
—Eso es. Quizá convenga, aun en el peor de los casos, esperar.
—Haré saber esto a mis señores, en Meroe.
—Trata de que comprendan que la guerra con los romanos sólo puede conducir al desastre y a la pérdida de independencia de Nubia —golpeó de repente, con fuerza, el suelo con el bastón, y sus ojos, que habían estado vagando perdidos por el desierto, se clavaron con gran intensidad en los de su interlocutora—. No quiero ver cómo el último lugar en el que la religión, las costumbres y las leyes egipcias aún rigen supremas cae ante las legiones romanas. Nubia no es Egipto, pero es cuanto queda ahora de Egipto.
Se quedó en silencio.
—Aconseja con tino a tus reyes.
—Así lo haré.
Y mirando a esos ojos oscuros, tan hondos y tan antiguos, Senseneb, aunque no le debía nada, no pudo evitar hacer una reverencia a ese sacerdote ambulante, antes de marcharse por la avenida de los carneros, rodeada por sus arqueros.
* * *
Nápata había sido durante siglos la capital de los nubios; residencia de sus reyes y de los todopoderosos sacerdotes del dios Amón-Ra. Los segundos aún seguían allí, aunque con su influencia muy mermada, pero los primeros se habían marchado ya hacía muchos años para instalarse en una nueva capital: Meroe.
Unos cien años antes, siendo Augusto emperador de Roma y Petronio el gobernador de Egipto, los nubios, irritados por un protectorado que en la práctica ponía bajo dominio romano sus territorios más septentrionales, se habían lanzado a la guerra. Grandes masas de guerreros napatanos y nómadas, al mando de la mismísima Amanishakhete, la legendaria Candace tuerta, habían invadido el nomo de Elefantina, en un golpe de mano bien calculado, ya que parte de las tropas romanas estaban en esos momentos ausentes, empeñadas en una conquista de Arabia que al final resultó infructuosa.
En un principio, las cohortes de auxiliares habían tenido que ceder ante esa marea de guerreros negros que llegaba del sur y los nubios se apoderaron de Syene, Elefantina y las fortalezas fronterizas. Pero, en cuestión de días, el voluntarioso Petronio se había presentado en el sur de Egipto con sus legiones y éstas, aunque muy inferiores en número, habían aplastado literalmente a ejércitos de decenas de miles de nubios.
Más tarde, los comentaristas romanos habrían de atribuir esas victorias al mal armamento de los nubios, así como al escaso talento militar de sus jefes. Pero, fuese o no ésa la razón, lo cierto es que Petronio pulverizó a sus enemigos y no se conformó con expulsarles de la provincia, sino que se lanzó a una campaña en la que sus legionarios tomaron los caminos del sur, bajo el sol, demoliendo las fortalezas napatanas y derrotando a cuantas fuerzas trataron de cerrarles el paso. Llegaron hasta la propia capital, que tomaron y saquearon, antes de imponer su paz a los reyes nubios y retirarse hacia el norte, dejando algunas guarniciones en la Baja Nubia.
Esa guerra calamitosa supuso el golpe final para una Nápata que ya vivía horas bajas. Los reyes se mudaron definitivamente a la ciudad de Meroe que, situada más al sur y al este, se encontraba por tanto más a salvo de un posible ataque romano. Esa maniobra les alejó también de la influencia de los sacerdotes de la montaña sagrada, cuyo poder pesaba como una losa sobre la corona nubia.
Nápata era ya una sombra de lo que había sido cuando la visitaron los expedicionarios, y se mantenía viva gracias a que era escala obligada en la ruta de caravanas que, bajando de Egipto y los oasis por la margen occidental, cruzaba el río a la altura de Kawa, para volver a pasarlo precisamente en Nápata y, desde allí, atravesar las estepas hasta la ciudad de Meroe. El otro factor que mantenía habitada la vieja capital era el templo de la montaña, consagrado al gran Amón-Ra, y reverenciado tanto por nubios como por egipcios, así como por los nómadas de los desiertos.
La ruta entre Nápata y Meroe discurría por el corazón del reino y, a diferencia de la desolada carretera de la ribera occidental del Nilo, estaba vigilada y mantenida por el estado, de forma que los viajeros encontraban no sólo pozos a cada cierta distancia, sino también puestos de vigilancia e incluso alguna que otra fortaleza. El tránsito por ella debía ser, por tanto, mucho más tranquilo; y lo fue para la mayor parte de los expedicionarios, aunque no así para Agrícola y Demetrio.
Al tercer día de salir de Nápata, de primera mañana, el primero de ellos caminaba junto a la mula que cargaba los efectos de ambos, cambiando algunas palabras a veces con el esclavo encargado de la misma, pues era un bárbaro nacido al norte del Ponto Euxino y Agrícola siempre había estado interesado en el comercio de esa zona. La columna entera marchaba al paso de las bestias de carga, sin fatigar a éstas ni a los hombres que iban a pie, envuelta en el polvo y soportando el castigo del sol y el calor. El paisaje era bastante árido, aunque fértil en comparación con los desiertos libios, y los viajeros avistaban con frecuencia gacelas y avestruces a lo lejos, corriendo entre los matorrales espinosos.
Pero ese viaje sin sobresaltos se trastocó cuando Agrícola vio llegar a Demetrio. Porque el griego venía en sentido contrario al de la marcha, a trancos largos y con una expresión que dio que pensar al romano. No era de mal humor, ni de preocupación, pero sí muy peculiar. Llegó a su altura, se puso a su paso y, sin mediar palabra, comenzó a trastear en los bultos que cargaba la mula.
Agrícola le observó hacer sin despegar los labios, en tanto que el esclavo, vara en mano, le miraba desconcertado, hasta que el griego sacó su escudo redondo y dos jabalinas.
—¿Qué haces, hombre? —le espetó entonces el romano.
Demetrio le miró con ojos mansos durante unos instantes, sin aflojar el paso.
—Hola, Agrícola —le saludó luego, como si sólo entonces se hubiera percatado de su presencia—. Voy a volverme a donde hemos acampado esta noche.
—Que vas a… —le miró estupefacto—. ¿Qué dices, hombre?