Intenté cruzar el bar con andares de policía, pero probablemente solo conseguí dar la impresión de que tenía las piernas quemadas por el sol.
—¿Crees que ese tipo sabe que estás fuera de tu jurisdicción? —pregunté a Joe en un susurro.
—Calla y no te pongas nervioso; claro que no lo sabe. Ha visto la placa y ha decidido hacerme caso, nada más. Quédate detrás de mí. Si pasa algo, que me pase a mí primero.
Las escaleras traseras estaban destartaladas y polvorientas; cada peldaño crujía y gemía bajo nuestros pies. En lo alto había una puerta de madera pintada de gris desconchado y cerrada con una cerradura que Joe forzó en unos diez segundos.
Joe accionó el interruptor, y al brillo mortecino de la bombilla desnuda nos vimos en una inmensa estancia con suelo de madera, altos techos de hojalata y una chimenea frente a la entrada. Tenía las dimensiones del bar de la planta baja, lo bastante grande para entender que comprendía la totalidad de la vivienda. Podría haber sido elegante, incluso lujoso, de no ser por los trozos podridos de tarima, las manchas del techo y la pintura abombada y desprendida de las paredes. Carecía de mobiliario; en el extremo más alejado, varias tuberías sobresalían tristes y fútiles de la pared. Por lo visto, alguien había arrancado algo de la pared, un horno, una estufa o algo por el estilo. Sin embargo, no olía a gas, y hacía mucho más frío que en el bar. Junto a la estufa ausente había una puerta. Joe la abrió y se asomó a un pequeño cuarto de baño pintado de blanco.
—Al menos algo está limpio —comentó en un susurro.
—¿Por qué hablamos en susurros? —susurré.
Se volvió hacia mí con las cejas arqueadas y una sonrisa prudente, la misma expresión que su tío dedicaba a los alumnos que hacían bromas inoportunas o daban respuestas bienintencionadas pero estúpidas a sus preguntas. El baño estaba tan vacío como el resto de la vivienda, desprovisto por completo de pistas, como si no se hubieran limitado a limpiarlo, sino que lo hubieran desvalijado por completo. Paseé la mirada por toda la estancia desde el umbral en el momento en que un coche pasaba por la calle a toda velocidad y con música rock a pleno volumen.
Algo en el aullido descendente de las guitarras me recordó un pasaje de la pieza de violoncelo que Hannah me había puesto la primera noche, un pasaje que ni siquiera sabía que recordaba, y la imagen de Hannah me asaltó la memoria con tal fuerza e inmediatez que experimenté un dolor físico. La celeridad con que la coincidencia de un par de notas me dejó estupefacto, y me sentía a punto de comprender algo importante, pero de pronto Joe me tiró de la manga y me sacó de mi ensimismamiento.
—Aquí no hay nada. A ver si los de las huellas encuentran algo, pero a simple vista, parece todo muy limpio. Échale un vistazo a la bañera —indicó, señalándola con la cabeza.
Me agaché y la examiné tanto rato como me pareció apropiado antes de incorporarme.
—No veo nada —confesé.
—Exacto. ¿Cuándo has visto una bañera sin pelos, charquitos de agua o manchas alrededor de los grifos? Solo se da en las casas nuevas… o en las que han limpiado tan a conciencia que parecen nuevas.
Al volver abajo encontramos a Mike Venables durmiendo a pierna suelta, roncando con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta de par en par («Cazando moscas», como lo expresó Joe). Joe se llevó un dedo a los labios mientras avanzábamos hacia la puerta abierta.
—¿Llamamos a la policía? —pregunté.
—¿Es que yo no soy policía o qué?
—Sí, pero es que…
—Ya sé lo que quieres decir. ¿Qué les contamos, que hemos descubierto una bañera impecable?
—¿Que tenemos una persona desaparecida?
Joe lanzó un suspiro por entre los labios fruncidos, seguido de una especie de relincho.
—Bueno, puede que sí. Pero deberíamos hacer una amada anónima, porque este tipo de asunto podría costarme el empleo. Por otro lado, ¿cómo damos parte de una cosa así sin revelar quiénes somos?
—¿Y si llamamos desde una cabina?
—Buena idea. Pero sin prisas, ¿vale?
—¿Qué quieres decir?
—Que antes vamos a casa de Pühapäev, ¿no?
—Puede.
—Pues vamos… ¿Qué pasa?
Joe subió al coche, dio unos golpes rítmicos en el salpicadero y eructó dos veces a intervalos perfectos.
—Allen todavía patrulla su calle de vez en cuando, así que…
—¿A qué hora, a las once y cuarto? ¿Un poli de pueblo? Venga ya.
—Dice que le cuesta dormir.
—Que les den por el culo. Iremos por detrás. Si pasa algo, nos escondemos y nos largamos.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—Claro que sí, joder —exclamó, poniendo la marcha—. Yo no malgasté mi juventud yendo a la Universidad de Wickenden. Al igual que Clougham, Lincoln dormía tan profundamente como un pueblo de cuento. Aminoramos la velocidad al atravesar los distritos de la estación y el parque, y cuando bajé la ventanilla, lo único que oí fueron los neumáticos, mientras que el único olor era el del humo que salía de alguna que otra chimenea.
—A juzgar por el olor, parece que al menos alguien sigue despierto a estas horas —observó Joe—. Este sitio me pone de los nervios. ¿Dónde están los banjos y los hermanos ejerciendo el incesto a tiempo completo?
—Esas cosas no suelen pasar en el norte. Lincoln es un pueblo tranquilo y sano.
—Si esto fuera un pueblo tranquilo y sano, yo no estaría aquí, lo cual no me importaría, por cierto.
—No te creo —me metí con él.
Joe encendió un cigarrillo, sonrió de oreja a oreja y tiró la cerilla por la ventanilla.
—¿Dónde está la casa, listillo?
Lo guié hasta una calle paralela a la de Pühapäev (y Hannah), y Joe aparcó justo después de las casas adormiladas, en un bosquecillo que separaba ambas calles y desde el que podíamos ver la fachada posterior de la casa de Jaan. Cruzamos el bosquecillo con el mayor sigilo posible, que no era mucho en el caso de Joe, hasta llegar a la decrépita puerta trasera de Jaan.
—Un ladrón de joyas ya podría contratar a un pintor —masculló Joe, recogiendo virutas de pintura marrón de los resquicios de la puerta compuesta de cuatro paneles de vidrio.
Golpeó con los nudillos la parte superior, la inferior y los costados del marco antes de agarrar el pomo y tirar de él con los labios apretados y blancos por el esfuerzo.
—Más resistente de lo que imaginaba —comentó antes de sacar la linterna tipo lápiz que le hacía las veces de llavero y alumbraba con ello la casa a través del cristal.
—Ya me lo figuraba. Ven a echar un vistazo.
Me acerqué adonde estaba apoyado contra el marco para mirar hacia abajo por la ventana. Varios cilindros metálicos, como en el despacho de Pühapäev, atravesaban la cara interior de la puerta. Joe golpeteó el vidrio, y fue como si golpeara hormigón.
—Mierda. En fin, no tenemos prisa —suspiró al tiempo que me arrojaba la linterna, que no cacé—. E intenta que no se te caiga. Alumbra el picaporte.
—¿Qué haces?
—¿A ti qué te parece? Forzar la cerradura.
Con una mano introdujo una llave maestra en la cerradura y con la otra se sacó del bolsillo de la chaqueta una tira metálica con la que empezó a manipular las bisagras interiores.
—¿Por qué? ¿Te da vergüenza? ¿Miedo, acaso?
—No, es que…
—Tranquilo, que soy policía. Si alguien te pregunta, dices que te he secuestrado. ¿Hueles eso?
Husmeé el aire y percibí un olor acre.
—Alguna chimenea.
—¿Tú crees? A mí no me huele a fuego acogedor de chimenea, más bien a que alguien está quemando algo que no debe.
—¿Qué hacemos?
—Lo que tienes que hacer tú es no mover la puta mano y quedarte quieto. Casi lo tengo; esta no es tan difícil como la del despacho.
Apoyó su considerable peso contra la puerta, que cedió. Las luces se encendieron. Nos encontrábamos en una cocina repugnante.
—Detectores de movimiento —dijo mientras se incorporaba y se limpiaba las manos en los pantalones—. Es raro que no se haya activado ninguna alarma.
Sobre los fogones se veían dos sartenes con sendas capas gruesas de grasa solidificada («beicon», dictaminó Joe tras olisquearlas), y en el fregadero se apilaban otras tres, cuyo contenido empezaba a pudrirse. Una cucaracha asomó la cabeza al borde de la pica, avanzó un par de pasos vacilantes, se lo pensó mejor y volvió a esconderse en el fregadero.
—Alguien debería rociar este sitio con gasolina y prenderle fuego —declaró Joe—. Apesta y está lleno de grasa. ¿Tú cocinarías en alguna de estas sartenes asquerosas? Odio las cocinas sucias.
Una cocina sucia indica no solo soledad, sino también la expectativa de que dicha soledad se perpetúe. O eso o la expectativa de que quien la visite se muestre indulgente, de que quien vea que tienes una cocina tan repugnante esté dispuesto a aceptarlo como algo encantador o cuando menos irrelevante. En mi caso, creo que esperaba soledad, pero ya no me gustaba tanto la idea.
—¿A qué esperas, a hacerte amigo de las cucarachas o qué? Ven aquí —ordenó Joe desde la habitación contigua.
Por lo visto, el dormitorio había quedado atrapado en una tempestad de ropa de anciano, variaciones sobre el tema de monotonía y deformidad que alfombraban tanto la cama como el suelo. Habían sacado y volcado los cajones de la cómoda, el colchón aparecía apoyado contra la pared, y alguien había utilizado una hoja de afeitar para rasgar la estructura forrada de la cama, de la que sobresalían tiras de tela en todas direcciones, como cabellos de la cabeza de un ahogado. Joe apartó algunas prendas con el pie. Yo recogí un jersey marrón manchado de ceniza, pero Joe me ordenó que lo soltara.
—No hagas eso. Joder, debería haberlo pensado…
Se interrumpió con un suspiro exasperado.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?
Joe levantó las manos y separó los dedos como si acabara de contar hasta diez. Se había puesto guantes de látex.
—Estás contaminando el escenario de un crimen. Debería haberte dado guantes.
Dejé el jersey como si quemara.
—¿Y ahora qué hacemos?
Por alguna razón me asaltaron chistes sobre lo de tener cuidado al recoger la pastilla de jabón en la ducha, pero en aquel momento no me hicieron ninguna gracia.
Joe esbozó una sonrisa torva y arqueó las cejas.
—No perder la esperanza, supongo. Mira, no te preocupes, ¿vale? Lo hecho, hecho está. Echemos un vistazo y larguémonos.
Me quedé petrificado; no podía ir a la cárcel.
—¡Eh! —espetó Joe—. ¿Me has oído o qué? Es tarde, quiero irme a casa, ni siquiera debería estar aquí, así que mueve el culo. Si no quieres ayudarme, pues vale. Te sientas en esa banqueta y me dejas trabajar.
Caminé hasta la banqueta del piano y me senté mientras Joe recorría despacio el salón, que ofrecía el mismo aspecto que la primera vez que lo viera. Levantó un par de platos y examinó la cara inferior, deslizó el dedo a lo largo de varios estantes, sacando de vez en cuando algún libro para hojearlo, lo cual levantaba nubes de polvo que se perdían en el aire enrarecido de la casa. Examinó unos papeles tirados sobre la mesilla baja y declaró que eran «cosas de esas históricas; Abe las entendería mucho mejor que yo».
Por fin se dejó caer pesadamente en el sofá, hinchó los carrillos y exhaló una bocanada de aire, relajando los músculos de la cara de tal modo que parecía algo derretido. Se quedó del todo inmóvil; era la primera vez que lo veía quieto, sin hacer algo con las manos, carraspear, fumar o comer. Me pregunté a qué dedicaría el tiempo libre, qué tipo de música y de mujeres le gustarían, si prefería caminar sobre asfalto o hierba, ir de vacaciones a la ciudad, la montaña o la playa. Aparte de Art y el profesor, era el primer adulto (sin contar a mis parientes) con el que pasaba algún tiempo, y sin embargo no sabía nada de él que no fuera evidente. Para bien o para mal (concluí que para mal), podía decir lo mismo de casi todas las personas a las que conocía salvo una, e incluso en su caso solo a toro pasado, después de que se pusiera de manifiesto que nunca le importaría a nadie más que a mí cuánto me caldeaba, emocionaba y conmovía.
Joe apoyó la cabeza entre las manos, se frotó los ojos y tosió dos veces con potencia de león marino. El estruendo me sobresaltó de tal modo que di un respingo y tiré al suelo un lápiz colocado sobre la tapa del piano. Al agacharme para recogerlo, reparé en cuatro pedazos de barro justo detrás de los pedales del piano, bajo la parte más ancha del cuerpo del instrumento. Los dos más próximos a los pedales tenían forma de gofre y a todas luces se habían desprendido de las suelas de un par de botas; más cerca de la pared se veían dos manchas de forma más indefinida, pero más hundidas en la moqueta blancuzca y teñida de ceniza.
—Joe.
—Qué —masculló, aún con la cabeza entre las manos y sin moverse un ápice.
—¿Eso es algo? Debajo de la banqueta.
Abrió un ojo con expresión escéptica, respiró hondo y se levantó.
—¿Qué es? ¿Qué has encontrado?
Miró por encima de mi hombro, y advertí la fatiga que exudaba su cuerpo.
—Mira eso. ¿Sabes por qué tienen ese aspecto estas huellas?
—¿Qué quieres decir?
—Como un entramado aquí y más marcadas allá.
—Ni idea.
—Porque alguien se agachó bajo el piano, descansando el peso sobre los dedos de los pies —explicó, señalando el barro con un bolígrafo—. Por eso están más hundidas aquí. Cuando te agachas llevando botas, al doblar las suelas el barro se desprende. Por eso estas tienen forma de gofre.
—No está mal —alabé al tiempo que me volvía hacia él.
Agitó la mano para desechar el cumplido.
—Pero mira esto —añadió, aún inclinado sobre el suelo—. Acércame la linterna. Aquí, ¿lo ves?
Alumbró el suelo desde el piano hasta la puerta; aparecía salpicado de huellas de barro recientes, pero a diferencia de las del piano, eran lo bastante borrosas para pasar inadvertidas a menos que las buscaras ex profeso.
—Mierda, debería haber traído una cámara —masculló antes de incorporarse con una mueca—. Siempre llevo los bolsillos llenos de cosas y me olvido de lo único que nos habría resultado útil. En fin…
Estiró un brazo, se desperezó, bostezó y me empujó a un lado con el otro brazo, con suavidad y firmeza al mismo tiempo.
—Bueno, ya que estamos aquí, déjame echar un vistazo ahí abajo.
Se embutió en el espacio que quedaba entre el suelo, los pedales, la banqueta y la carcasa del piano de tal forma que parecía haber cambiado de forma para caber. Por un instante temí que se quedara encallado.