La biblioteca del cartógrafo (47 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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—Deja de mirarme el culo y ponte aquí. ¿Qué te parece esto?

Me acerqué a gatas desde el otro lado del piano, intentando avanzar con los puños cerrados para no dejar huellas. Joe alumbró con la linterna una zona de moqueta que me pareció idéntica a cualquier otra zona de moqueta y luego se volvió hacia mí. Me encogí de hombros y sacudí la cabeza.

Joe suspiró, me miró como si fuera a evaporarme de pura estupidez y trazó una línea con el dedo sobre la moqueta.

—Aquí. ¿Qué es esto?

Distinguí una línea apenas visible que discurría paralela al teclado, desde mis manos hasta las de Joe. Introdujo una mano en la línea y levantó la moqueta, dejando al descubierto el parquet.

—¿Qué te parece? —exclamó.

Intuí que existía una respuesta correcta a esa pregunta y también que la desconocía.

—No lo sé. Puede que dejara este trozo de moqueta sin encolar al colocarla.

—¿Tú crees? Hum, un trozo así, de este tamaño y justo aquí.. A ver, dime, ¿qué es lo que une? ¿Para qué sirve? —Volví a encogerme de hombros—. Vamos a probar una cosa.

Joe golpeó el suelo enmoquetado tras él y luego el suelo desnudo delante de él; este último sonaba hueco.

—¿Lo ves? Sujeta la linterna y alumbra este trozo de suelo. Bien. ¿Ves las vetas de la madera? Todas van de izquierda a derecha y todas son cortas. Ahora mira ese surco largo que va en dirección contraria. Apuesto algo a que… —Se interrumpió, metió los dedos en el surco y retiró un cuadrado perfecto de madera—. ¿Todavía crees que dejó este trozo de moqueta sin encolar por la cara?

Joe sostenía el cuadrado de suelo sobre lo que parecía un cuadrado idéntico de negrura. Creo que fue por la combinación del cansancio, la postura incómoda en que me encontraba y el surrealismo puro del día que tocaba a su fin, pero cuando escudriñé el agujero que se abría bajo el suelo de Pühapäev, mi visión periférica se tornó negra. Me incliné demasiado hacia adelante, y por primera y espero que última vez en mi vida, perdí el conocimiento. Lo recobré cuando mi frente chocó contra algo muy frío y muy duro, que contrastaba sobremanera con el agujero que Joe acababa de abrir en el suelo. Joe me asió por el cuello del jersey y me levantó la cabeza hasta situarme frente a él. Por un momento, antes de que recuperara la visión y pudiera decirle que me encontraba bien, en su rostro se pintó una expresión aterrorizada. Sentí un cosquilleo en el rostro, y al rascarme comprobé que los dedos se me habían manchado de rojo.

—Sí, nada sangra como una buena herida en la cabeza —comentó Joe en voz más alta y jocosa de lo habitual—. Vamos a hacer una cosa; tú te sientas allí, y dentro de un momento nos vamos. Solo quiero ver qué hay aquí abajo. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —Asentí—. Vale, pues dame dos minutos.

—Si no te importa, prefiero quedarme contigo.

—Vale, pero no me tapes la luz. Mira, siéntate al otro lado, así podrás estirarte un poco.

Me trasladé al otro lado, desde donde veía mejor lo que había en el agujero. Era una superficie de unos treinta centímetros cuadrados de piedra o metal, con una cerradura en el centro.

—Vaya, vaya —musitó Joe con ojos relucientes mientras se sacaba del bolsillo la ganzúa.

Al cabo de diez minutos se había quitado la chaqueta, aflojado la corbata y sacado la camisa de la cintura del pantalón. Trabajaba entre gruñidos mientras las medias lunas de sudor que le manchaban los sobacos se convertían en lunas llenas y más tarde en nubes que convergieron en su espalda.

—¡Joder! —masculló, arrojando la herramienta al suelo junto al agujero—. A prueba de cacos —Se levantó para desperezarse—. O eso o estoy perdiendo facultades. Prefiero pensar lo primero. Parece una cerradura anular con llave especial, combinación o las dos cosas. Lo único que se puede hacer es volarla.

—¿Crees que es una caja fuerte para guardar joyas?

—Joyas o cualquier otra cosa, pero sobre todo joyas, supongo. Venga, vámonos a casa. ¿Qué hora es, por cierto?

Me restregué los ojos y miré el reloj.

—Las cuatro menos diez.

De repente me sentía abrumado por el cansancio.

—Espera, que recojo esto —dijo, agachándose de nuevo bajo el piano para recoger la herramienta—. Uau… Joder. Eh, ven aquí, y cuidado con la cabeza.

Alumbró con la linterna los costados del orificio entre el suelo y la caja de seguridad. Allí, brillantes sobre las paredes negras como mica en la arena, se veían motas verdes más pequeñas que fragmentos de cristal y también menos relucientes. Joe barrió algunas sobre un trozo de papel, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Sabes una cosa…? No, da igual. Bueno, una cosa más —murmuró mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta principal—. La cerradura está intacta. Hace falta una llave para abrirla, pero el marco alrededor está liso, no parece que hayan intentado forzarla. Tampoco hay ninguna ventana rota ni tocada, por lo que parece. Claro que haría falta un forense para examinarlo todo con lupa, pero apuesto algo a que no encontraría ningún indicio de allanamiento.

—A excepción del nuestro, querrás decir —puntualicé desde el sofá.

Ahora era yo quien tenía la cabeza apoyada entre las manos y la sensación de que empezaba a ponerme de mala baba.

—Claro, a excepción del nuestro. Venga, larguémonos de aquí, que te llevo a casa. De todos modos, solo nos quedan un par de horas de oscuridad.

Salimos por donde habíamos entrado, cerramos la puerta, y Joe consiguió devolver la cerradura a su posición original, aunque se veía a la legua que el marco de la puerta estaba manipulado. Mis huellas estaban por toda la casa, y aunque Joe se había puesto guantes, había caminado y gateado lo suficiente para que también su presencia fuera evidente a cualquiera que se molestara en mirar. Y lo único que habíamos encontrado era más polvo verde. Joe dijo que pondría al corriente a Sal a la mañana siguiente y llamaría a los federales para que fueran a echar un vistazo para ver si podían relacionar alguna cosa de la casa de Pühapäev con algún robo de joyas conocido en la zona. Sin embargo, parecía una posibilidad bastante remota, o quizá tan solo estaba cansado y resuelto a caer en el pesimismo. Joe me dejó delante de mi casa. Creo que me dio las buenas noches, pero el corto trayecto desde casa de Pühapäev me había sumido en el más profundo sueño.

Abrí la puerta del piso y entré, sin molestarme siquiera en encender la luz, lavarme los dientes ni quitarme los zapatos. A medio camino de mi dormitorio, la lámpara de lectura del salón se encendió.

—Trabaja hasta mucho más tarde de lo que habría esperado —comentó una voz que me resultaba familiar.

LA MEDIKO ROJA

Al ver su sangre en el campo de batalla, algunos hombres muestran toda suerte de conductas femeninas, tales como desmayarse, dar alaridos, vomitar o taparse los ojos. Otros encuentran de repente un valor del que antes carecían. Los samurais de Toyama, por ejemplo, eran famosos por escribir el nombre de su señor con su propia sangre justo antes de morir. Los hombres se enfrentan a la muerte tal como han vivido, pero tanto para cobardes como para valientes, la sangre anuncia el fin.

YAMAZAKI HIDEO,

Batallas famosas

Objeto 14: La Mediko roja. Una moneda grande (de 5,3 centímetros de diámetro) más o menos circular. Una cara es de cobre vulgar, mientras que la otra aparece revestida con una capa de esmalte rojo sobre la que se ve la figura de una mujer con dos niños bajo un brazo. En la otra mano sostiene una botella verde ligeramente inclinada hacia los niños.

Fecha de fabricación: Véase «La Mediko blanca».

Fabricante: Véase «La Mediko blanca».

Lugar de origen: Véase «La Mediko blanca».

Último propietario conocido: Véase «La Mediko blanca».

Valor aproximado: Véase «La Mediko blanca».

Por esto fui llamado Hermes Tres Veces Grande, poseedor de las tres partes de la filosofía de todo el mundo.

Debe de estar muy cansado. ¿Está cansado?

Tonu estaba sentado en mi butaca de lectura, fumando su pipa, el blanco de su barba reluciente como filamentos de oro al doble fulgor de lámpara y pipa.

—¿Cómo ha entrado? —pregunté, de pie en el umbral entre el salón y el resto del piso—. ¿Cómo ha entrado?

—Bah —masculló, cerrando los ojos y agitando la mano como si desechara un cumplido—. Esa cerradura —continuó mientras señalaba la puerta con el bastón— es una auténtica porquería. Tendrá que ponerse una nueva.

—Sí, todo el mundo me lo dice.

—Claro que no parece poseer nada de valor —observó y me miró como si esperara una respuesta que no le di—. ¿Posee algo de valor?

Me encogí de hombros.

—¿Qué hace en mi casa?

—¿No quiere sentarse? —propuso, ofreciéndome la silla menos cómoda.

—No, lo que quiero es acostarme y que se vaya.

—Sí, sí, sí, sí —exclamó en tono imperioso—. Y a mí me gustaría dejarlo dormir, pero primero debo reconvenirlo.

De nuevo me indicó que me sentara. Yo sentía las piernas rígidas y gelatinosas a la vez por la fatiga, pero seguí de pie.

—Reconvenirlo por no hacer caso del buen consejo de su amiga —prosiguió con voz clara y aterciopelada—. Lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar a una chica guapa. ¿Tan difícil era? —Extendió una mano con gesto inquisitivo y sacudió la cabeza con falsa compasión—. Podría haber tenido una vida larga y feliz.

—Pero ¿qué…? —balbuceé.

Me restregué los ojos y sentí que los intestinos se me licuaban en cuanto puso mi vida en pasado condicional. Tonu se levantó, e involuntariamente, retrocedí un paso sobre piernas temblorosas. Al hacerlo, tropecé con la pelota de béisbol, que por alguna razón, la guardara donde la guardara, siempre aparecía en los lugares más inoportunos del piso. Caí hacia atrás como un personaje de dibujos animados, aterrizando de culo y con las piernas levantadas. Con una risita pomposa, Tonu avanzó hacia el umbral que separaba la cocina del salón, donde yo yacía cuan largo era.

—Espero que no se haya roto nada.

Doblé las muñecas y moví los pies para comprobarlo. No me había roto nada excepto el orgullo. Negué con la cabeza y me dispuse a incorporarme, pero Tonu me oprimió el hombro con la punta del bastón.

—Despacio, si no le importa —advirtió, haciendo girar la empuñadura del bastón.

De repente apareció un gatillo de aspecto ominoso, y reparé en que la punta del bastón era hueca. El anciano me estaba encañonando con un arma de fuego.

—Pero ¿qué es esto?

—Una pieza magnífica —comentó, apartándola un segundo de mi cuerpo para admirarla—. La compré cuando servía en la Guardia de Honor Otomana.

—¿La qué?

—Levántese despacio y camine hasta la silla que está frente a la butaca, tal como le he dicho. Sostendremos una última conversación como personas civilizadas.

—¿Va a matarme?

Me gustaría poder decir que formulé aquella pregunta con valentía.

—No nos preocupemos ahora del futuro. Siéntese.

De hecho, me preocupaba bastante el futuro, sobre todo el hecho de que el mío se estuviera acortando a marchas forzadas.

Me levanté, cogiendo la pelota para tener algo en que ocupar las manos y me senté donde me había ordenado. Las tendencias autoritarias suelen evaporarse ante el poder de convicción de un arma.

Tonu se dirigió hacia la puerta y me apuntó con el bastón sin poner el dedo en el gatillo, como si tan solo verificara la alineación del cañón. Luego se puso unos guantes de cuero negro y el abrigo oscuro. Se disponía a irse, e imaginaba que yo también.

—Bueno, bueno —dijo, mirándome con una expresión entre divertida y compasiva—. ¿Hay algo que desee saber? ¿Algún mensaje que quiera transmitirle a su amiga, por ejemplo?

Sentía la boca como un almohadón, y la sangre me palpitaba en los oídos como una catarata furiosa. Me temblaban las manos, y un hilillo de sudor frío me bajó desde la sien hasta la clavícula, pasando por la cara interior de la mandíbula. Las películas en las que la víctima pronuncia una última frase ingeniosa son una patraña. No creo que pudiera haber hablado por mucho que lo hubiera intentado.

—La verdad es que nadie lo hace, ¿sabe? —observó Tonu con un encogimiento de hombros.

En aquel momento, movido más por la rabia que por la desesperación, me enjugué la mano empapada en los vaqueros, así la pelota y se la arrojé con todas mis fuerzas. A decir verdad, no sé qué esperaba conseguir. Supongo que solo quería dejar constancia de mi protesta, aunque fuera de un modo tan débil, romper una ventana, golpear la pared, llamar la atención de alguien. Pero lo que sucedió fue que efectué el lanzamiento más impresionante de mi inexistente carrera de jugador de béisbol y lo alcancé en plena nariz. Su cabeza cayó hacia atrás como tirada por una polea, y se llevó ambas manos a la nariz, que de inmediato empezó a sangrar. El arma cayó al suelo, y aunque en retrospectiva sé que debería haberla cogido, lo que hice fue apartarla de un puntapié, y entonces la adrenalina se apoderó de mí.

Hay que comprender que la última persona a la que había pegado era mi hermano cuando yo tenía doce años y él, diecisiete. Pero si me había licenciado en una universidad liberal, por el amor de Dios. Prefería el béisbol al fútbol americano, detestaba el boxeo, y cuando me cabreaba tendía a sumirme en un huraño silencio. Sirvan estos antecedentes para explicar que sin apenas darme cuenta de lo que hacía, tenía el brazo izquierdo en torno al cuello de Tonu, apretando con todas mis fuerzas, mientras con el puño derecho lo golpeaba una y otra vez en el rostro. Sentía un extraño cosquilleo en la cabeza, como si estuviera electrificado, y veía toda la escena desde el final de un túnel largo y silencioso. Fue la sensación más satisfactoria de mi vida, y estoy seguro de que habría continuado hasta matarlo de no ser porque mi casera se puso a aporrear el techo de su piso en la planta inferior.

—¡Deja de hacer ruido de una puta vez! ¿Sabes qué hora es?

—Lo siento —me disculpé, el puño aún alzado a nivel del ojo para golpear de nuevo a Tonu.

Había pasado muchas noches en vela por culpa de la espantosa música de mi vecino, pero por alguna razón no me parecía el momento apropiado para recordárselo a la casera. Cuando me detuve comprobé que ambos respirábamos al compás. Yo jadeaba, impresionado por mí mismo, por esa capacidad de hacer daño que desconocía, mientras que él respiraba entre siseos y bufidos cargados de mucosidad. Volví el rostro hacia él, y Tonu se apartó instintivamente, lo cual me hizo sentir genial.

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