Lo encontró enseguida, y leyó la matrícula para cerciorarse. Satisfecho, y después de mirar a un lado y a otro, probó la puerta. Como esperaba, no estaba cerrada con llave. Subió al interior. La llave de contacto estaba puesta. Encendió el motor, observó que el depósito estaba lleno y se puso en marcha. En cuanto estuvo en la Interestatal, llamó por teléfono a Preston.
Condado de Howard, estado de Maryland
Martin Chapman oyó por fin el coche en el camino de entrada de su casa. Se asomó por su ventana del tercer piso; la luna arrojaba su luz plateada sobre la región hípica de Maryland. Su mujer estaba en el palacete que tenían en Saint Moritz, aprovechando el final de la estación de esquí, y había silencio en el interior de su gran casa, de estilo plantación. Sus pastores alemanes ladraban afuera, en los terrenos que rodeaban la casa, y los caballos relinchaban en los pastos y en los establos. Las luces de seguridad brillaban con fuerza, iluminando solo una pequeña parte de su inmenso criadero de caballos árabes.
Pulsó el botón del teléfono interior.
—Abriré yo la puerta, Bradley. Vuelve a acostarte.
Bradley era su mayordomo, empleado fiel con veinte años de servicio.
Chapman, que seguía vestido, miró la foto que estaba sobre su escritorio, en la que aparecía Gemma con un vestido de noche largo y ceñido, con diamantes relucientes en los pendientes y al cuello, y él con un esmoquin de alquiler. Sonreían abiertamente. Era el retrato favorito de él, tomado años atrás, cuando él estudiaba en la Universidad de California en Los Ángeles y ella en la Universidad del Sur de California, a kilómetros de distancia en el mapa, a mundos de distancia en lo económico, pero enamoradísimos. Ahora los dos habían cumplido los cincuenta. Apartó la vista lleno de emoción cálida. Era un hombre alto, de espeso cabello blanco que llevaba peinado hacia atrás en ondas, ojos azules y cara libre de arrugas y de preocupaciones.
Bajó apresuradamente y abrió la puerta. En el largo porche de ladrillo estaba Doug Preston, con la gorra de golf entre las manos. Preston, alto, delgado y atlético, irradiaba confianza tranquila. Tenía cuarenta y dos años y rasgos aristocráticos, bien torneados. En su rostro muy bronceado apenas se apreciaba más que su expresión habitual neutra; pero Chapman conocía a aquel hombre mejor que él se conocía a sí mismo. Tenía una tensión alrededor de los ojos y se le habían estrechado los labios. Había pasado algo que a Preston no le gustaba.
—Pasa —dijo Chapman sin más—. ¿Quieres tomar algo?
Preston le dirigió un gesto de asentimiento con la cabeza, y Chapman lo condujo a su enorme biblioteca, con las paredes cubiertas de altas estanterías llenas de volúmenes encuadernados en piel. Después de mirarlos con aprecio, se dirigió al bar, donde sirvió un
bourbon
con agua de manantial para cada uno.
Preston le dio las gracias educadamente, tomó su bebida, se dirigió a las puertas cristaleras y se puso a contemplar la noche.
Chapman, que lo observaba, sintió un momento de impaciencia, pero se contuvo. Era preciso tratar a Preston con cuidado; así era como lo manipulaba con la misma habilidad que dedicaba a su negocio, muy competitivo y que movía miles de millones de dólares.
—¿Qué has descubierto del desconocido del parque? —le preguntó Chapman para irlo animando. Preston había atropellado al francotirador con su Mercedes y se había llevado el cadáver. Había que eliminar al hombre; le había visto la cara demasiada gente.
Preston se volvió hacia él y le puso al día con detalle.
—Esperé ante el funeral de Jonathan Ryder, tomé fotos del tipo que estaba con el señor Ryder en el parque y las pasé por varios bancos de datos. Se llama Tucker Andersen. Trabaja para Estado. Seguí a Andersen hasta la casa de los Ryder y después fui por él cuando salió. No pude acabar con él; el hombre conduce como un piloto profesional de la NASCAR. Esa habilidad suya podría significar algo, o podría no significar nada. Así que llamé a un contacto de alto nivel en Recursos Humanos del Departamento de Estado. Andersen es especialista en documentos y va a salir esta noche para asistir en Ginebra a una conferencia de la ONU sobre asuntos de Oriente Medio. Dura tres semanas. Hice comprobaciones, y tiene una reserva en el hotel de la conferencia. Para asegurarme, he puesto a un equipo en su casa de Virginia y me mantendré en contacto estrecho con mi hombre del Departamento de Estado. Si Andersen no se marcha, sabremos que tenemos problemas. Lo estaré esperando, y lo quitaré de en medio.
Chapman percibió el desagrado en la voz de Preston. A aquel hombre, que aborrecía los cabos sueltos, le costaba trabajo digerir el no haber liquidado a Andersen.
Pero no todo estaba perdido.
—Buen trabajo.
Chapman hizo una pausa; observó el destello de agradecimiento en los ojos de Preston.
—¿Qué hay de la Policía de Washington? —le preguntó.
Preston sonrió por primera vez.
—Siguen sin hacer preguntas sobre la biblioteca, y, si supieran algo, ya las estarían haciendo. Empieza a parecer que el señor Ryder no contó o no pudo contar nada importante a Andersen.
Preston, que había sido jefe de seguridad de la Biblioteca de Oro durante más de diez años, era hombre apasionado por los libros y absolutamente leal, rasgos estos que no solo se valoran, sino que se exigen a todo aquel que trabaje en una biblioteca.
—Ese sería un buen resultado —dijo Chapman, y pasó a su tema de interés siguiente—. ¿Y qué hay de la cena de la biblioteca?
Preston tomó un largo trago, relajándose.
—Todo va como debe. La comida, los cocineros, los transportes.
Durante el último mes habían ido llegando por aire miembros del club de bibliófilos para visitar la biblioteca y trabajar con los traductores, preparando y documentando las preguntas para el torneo del banquete anual. En la visita que había hecho Jonathan a la biblioteca, pocos días antes, había sido cuando este se había enterado del nuevo negocio de Chapman y se había alarmado.
—¿Cómo vas con el proyecto de Jost?
Jost era una provincia del oriente de Afganistán, fronteriza con Pakistán. Era allí donde Chapman pensaba recuperar con creces las grandes pérdidas que había sufrido con la crisis económica mundial.
—Según el plan. Ya se han recogido los uniformes y el material. Se expedirán mañana por la mañana. Lo tengo bien controlado.
—Procura que siga así. No debe surgir ningún tropiezo. Ninguno. Y sigue atento a la situación con Tucker Andersen. No queremos que nos estalle en la cara.
Chowchilla, estado de California Dos semanas más tarde
A las 13:32 de la tarde, Tucker Andersen terminó de poner en antecedentes a la directora de la Cárcel de Mujeres de California Central. Era una mujer gruesa, de cabello castaño encanecido y que tenía la costumbre de plegar las manos ante sí. Salió con él de su despacho privado.
—Hábleme de Eva Blake —dijo Tucker.
—No protesta ni ha tenido ningún expediente por el artículo 115
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—dijo la directora—. Empezó en el patio principal, recogiendo y vaciando las papeleras. Hace diez meses la premiamos con un puesto en la cadena de montaje de nuestra fábrica de artículos electrónicos. En su tiempo libre escucha la radio, sigue practicando el karate y hace trabajos voluntarios; enseña en las clases de alfabetización y lee en voz alta a las ingresadas en la enfermería. Hace un par de meses envió una serie de currículos, pero ninguna otra presa lo sabe. Aquí hay una regla no escrita: no se pregunta a una compañera presa ni lo que ha hecho ni lo que hace. Blake ha sido lista y no ha dicho nada de sí misma.
—¿Quién viene a visitarla? —preguntó Tucker cuando pasaban ante el puesto de guardia.
—Familiares, de cuando en cuando, de otro estado. A veces venía en coche cada varios meses una amiga de Los Ángeles, Peggy Doty, antigua colega suya. La señora Doty lleva tiempo sin verla. Creo que ahora trabaja en la Biblioteca Británica, en Londres. Este es el módulo de alojamiento de Blake.
Entraron en un mundo de largas extensiones de suelo de linóleo, puertas cerradas, luz fluorescente dura y ruido ensordecedor: interfonos que crujían, televisores a todo volumen en los cuartos de estar, y gritos y palabrotas sonoras.
La directora se volvió a mirarlo.
—Chillan tanto por hacer algo, además de para expresarse. Aquí estamos al doble de nuestra capacidad, y por eso hay el doble de ruido del que debería haber. Blake está en el patio del módulo. Puede salir tres horas al día, si quiere. Siempre quiere.
La directora hizo un gesto con la cabeza al guardia que estaba de pie junto a la puerta. Este la abrió, y les llegó una bocanada del olor crudo de los abonos agrícolas. Salieron; el sol del Valle Central caía a plomo sobre un espacio abierto de césped, hormigón y polvo. Algunas mujeres estaban sentadas; otras dormitaban o se movían sin rumbo. Más allá se alzaban altos muros de ladrillo rematados por alambre de cuchillas electrificado.
Tucker buscó con la vista a Eva Blake entre las presas. Había visto fotos suyas, además de un vídeo de su aparición ante el tribunal por la muerte de su marido, en la que se había declarado culpable de homicidio por imprudencia de tráfico. Buscaba su cabellera pelirroja, su cara bonita, su cuerpo larguirucho.
—No la reconoce, ¿verdad? —le dijo la directora—. Es aquella.
La señaló con un gesto de la cabeza, y él, siguiéndolo, vio a una mujer, vestida con la camisa y los pantalones holgados de la cárcel, que caminaba alrededor del perímetro del patio. Llevaba el pelo completamente oculto, recogido dentro de una gorra de béisbol. Tenía el rostro inexpresivo, el aire inofensivo. Se parecía muy poco a aquella mujer tan viva que había visto él en las fotos y en el vídeo.
—Se pasa las horas dando vueltas al patio, una vuelta tras otra. Está sola porque lo prefiere así. Como ya le he dicho, es lista; ha aprendido a hacerse invisible, a no llamar la atención. Aquí, cualquiera que llama la atención puede convertirse en blanco de la violencia.
«Impresionante, tanto por su actitud como por su capacidad para pasar desapercibida», pensó Tucker.
La directora juntó las manos ante sí.
—Le voy a dar un consejo —dijo—. En la cárcel, los presos varones obedecen las órdenes, o las desafían. Las presas preguntan el por qué. No le mienta. Pero, si le miente, asegúrese bien de que no le pilla la mentira, al menos mientras usted esté intentando convencerla para que haga lo que usted quiere. ¿De verdad no va a decirme de qué se trata?
—Es una cuestión de seguridad nacional.
Ella asintió secamente con la cabeza, y Tucker caminó por el césped hacia Eva Blake, suscitando un coro de silbidos y de abucheos. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que se dirigía hacia ella. Cuando Blake estaba a unos cien metros, su paso se volvió nervioso, y alzó la cabeza. Se detuvo y se volvió hacia él girando despacio y con parsimonia. Los brazos le colgaban a los costados, en reposo aparente, pero su postura era firme y equilibrada, una postura de karate. Tenía unos reflejos excelentes, y su manera de moverse indicaba que seguía en buena forma física.
Caminó hasta ella.
—Doctora Blake, me llamo Tucker Andersen. Me gustaría hablar con usted. La directora nos ha cedido una sala de visitas.
—¿Por qué?
Su cara era una máscara.
—Quizá tenga una propuesta para usted. En tal caso, sospecho que le gustará.
Ella dirigió la vista detrás de él, y él miró atrás.
La directora seguía en la puerta. Hizo una seña con la cabeza a Blake, con aire severo. Con aquello, lo convertía en una orden.
—Como usted diga —dijo Blake, relajando un poco la postura.
Cuando ella se dispuso a rodearlo, tropezó, se torció el tobillo y cayó contra él. Él la asió de los hombros para ayudarla. Ella recobró el equilibrio, pidió disculpas, se apartó y caminó con paso firme hacia la prisión.
La sala de entrevistas tenía las paredes en tono pastel, una única mesa de metal con cuatro sillas también metálicas, y cámaras que observaban desde dos rincones del techo.
Tucker se sentó ante la parte ancha de la mesa e indicó las otras sillas.
—Sírvase usted misma.
Ni una sonrisa. Eva Blake se sentó ante el extremo de la mesa.
—Dice usted que se llama Tucker Andersen. ¿De dónde es?
—De McLean, en Virginia. ¿Por qué?
Ella se sacó de debajo de la camisa la cartera de él, la abrió y consultó el permiso de conducir, comprobando su identidad. Dispuso sobre la mesa las tarjetas de crédito, todas con el mismo nombre. Asintió con la cabeza para sí misma, volvió a guardar las cosas en la cartera y se la entregó.
—Es la primera vez que veo un
visitante
en el patio fuera de los días de visita.
Él no había notado cómo le robaba, pero al chocarse con él le había hecho sospechar. Mientras la seguía hacia la prisión, se había llevado la mano a la chaqueta y había comprobado que le faltaba la cartera.
—Buena limpiada —dijo él con suavidad—; pero tiene experiencia, ¿verdad?
Ella abrió los ojos un poco más.
Bien. La había sorprendido.
—Su historial juvenil está sellado. Debería haberlo hecho destruir.
—¿Ha podido acceder a mi historial juvenil? —le preguntó ella.
—He podido, y he accedido. Cuénteme lo que pasó.
Ella se quedó callada.
—De acuerdo; se lo contaré yo —dijo él—. Cuando tenía catorce años era lo que se suele llamar una revoltosa. Tomaba cerveza sin tener edad. Fumaba algo de hierba. Algunos amigos suyos robaban en las tiendas. Usted también lo probó. Hasta que un hombre que parecía un guardia de seguridad de paisano la localizó en los almacenes Macy’s. Pero en vez de entregarla, la felicitó y le preguntó si tendría valor para hacerlo a lo grande. Resultó que no trabajaba en los almacenes; era un maestro carterista que dirigía media docena de equipos. Le enseñó el oficio. Trabajaban los aeropuertos, los partidos de béisbol, las estaciones de tren, esos sitios. Como era guapa, solía hacer de tapia para poner en banda al primo. Pero cuando tenía dieciséis años, un bolsillero de su equipo huía con el botín cuando lo vieron unos polis. Entró corriendo entre el tráfico para huir…
Ella bajó la cabeza.
—Lo atropelló una camioneta y lo mató —siguió contando Tucker—. Todo el mundo se largó por pies. Usted también se marchó… Pero, por algún motivo, cambió de opinión, volvió y habló con la Policía. La detuvieron, claro. Después, le pidieron que les ayudara a desarticular la banda, y usted lo hizo. ¿Por qué?