Después de la universidad, los dos se habían alistado en la CIA y habían participado en operaciones; pero Jonathan lo había dejado a los tres años para sacarse un máster en Administración de Empresas en la escuela universitaria Wharton, de la Universidad de Pensilvania. Con aquello y su licenciatura en Química, había trabajado en diversas empresas farmacéuticas y después había fundado la suya propia. Ahora era director y presidente del Consejo de Administración de Tecnologías Bucknell. Tenía dinero y poder, frecuentaba la vida social de Washington y asistía regularmente al Desayuno de Oración anual del presidente.
—Me alegro de haber hecho aquella buena obra —dijo Tucker—. Mira dónde has terminado tú, de magnate del sector farmacéutico, mientras yo sigo rondando por los barrios bajos y por los callejones que huelen a meados.
Jonathan asintió con la cabeza.
—A cada uno lo suyo. Pero si hubieras querido, podrías haber llegado a director en Langley
[1]
. Tu problema es que eres un burócrata malísimo. ¿Has oído hablar de un videojuego que se llama
Burocracia
? Si te mueves, pierdes.
Tucker se rio por lo bajo.
—Vale, viejo amigo. Ya es hora de que me digas de qué se trata.
Jonathan miró su café y lo dejó después sobre el banco, a su lado.
—Ha surgido una situación. Me tiene muerto de miedo. Es más de tu competencia que de la mía.
—Tú tienes muchos contactos. ¿Por qué yo? —le preguntó Tucker, y tomó un trago de café.
—Porque esto hay que llevarlo con cuidado. En eso tú eres maestro. Porque somos amigos, y voy a hundirme. No quiero morirme también.
Miró a Tucker, y apartó después la mirada.
—He dado con una cosa… —siguió diciendo—. Una cuenta de unos veinte millones de dólares en un banco internacional. No tengo claro del todo de qué se trata, pero estoy convencido de que tiene que ver con el terrorismo islámico.
Jonathan quedó en silencio.
—Sigue —le dijo Tucker con impaciencia—. ¿En qué banco? ¿Por qué crees que los veinte millones tienen relación con el yihadismo?
—Es complicado —dijo Jonathan. Volvió la cabeza a un lado y a otro, observando el parque. Tucker miró también. La amplia extensión seguía desierta.
—Has venido hasta aquí —dijo Tucker, reprimiendo el impulso de sacarle información a la fuerza—. Tú sabrás lo que me quieres decir.
—Yo no tuve nada que ver con ello. No es que yo sea un angelito… Pero no entiendo cómo alguien ha podido…
Jonathan se estremeció.
—¿Qué sabes de la Biblioteca de Oro?
—No he oído hablar de ella nunca —dijo Tucker.
—Es la clave. Yo he estado allí. Fue donde me enteré de esto…
Mientras Jonathan hablaba, Tucker lo observaba con atención. Estaba inclinado levemente hacia delante, con la vista perdida a media distancia.
No hubo ningún ruido. Ningún aviso. De pronto, apareció un punto rojo en la frente de Jonathan, y la parte posterior de la cabeza le explotó con un chasquido fuerte. La sangre, los tejidos y los huesos salieron despedidos por el aire.
Tucker reaccionó inmediatamente, aplicando su preparación. Antes de que el cuerpo sin vida de Jonathan hubiera tenido tiempo de derrumbarse, Tucker ya se había tirado a la acera y había rodado sobre sí mismo para refugiarse bajo el banco. Dieron en el hormigón dos disparos más del francotirador que hicieron saltar esquirlas. El corazón le palpitaba con fuerza. La sangre de su amigo goteaba a su lado. Tucker tragó saliva y blasfemó. Había venido desarmado.
Marcó el 911 en su móvil y dio parte del atentado. Después, se despojó de su chaqueta, la enrolló formando un bulto y la levantó para llamar la atención. Era de color beis claro y contrastaba con las sombras. Cuando vio que no había más disparos, salió reptando de debajo del banco. Corrió por el parque hacia la avenida Massachusetts, de donde le parecía que habían salido los tiros. Por el camino pensaba en lo que le había dicho Jonathan: terrorismo islámico… veinte millones de dólares en un banco internacional… la Biblioteca de Oro… ¿Qué demonios sería la Biblioteca de Oro?
Tucker recorrió la zona con la vista mientras cruzaba la calle. Una pareja joven tomaba café en vasos de Starbucks; él llevaba un maletín. Otro hombre iba empujando un carrito de supermercado. Una mujer madura con ropa de deporte y una mochila pequeña pasó corriendo y dio la vuelta. Cualquiera de ellos podía ser el que había disparado; el rifle, desmontado rápidamente, podría ocultarse en el maletín, en el carrito de supermercado, en la mochila. O podía ser otra persona que lo estuviera siguiendo todavía.
Cuando Tucker llegó a la calle Sexta, se adentró corriendo en el tráfico veloz. Oyó entre el estruendo de las bocinas el sonido característico de una bala que le pasaba por encima de la cabeza. Agachado entre los carriles por los que pasaban aprisa los coches, se volvió y miró hacia atrás. Había un hombre de pie en la acera, en la esquina, empuñando una pistola con las dos manos.
Mientras el hombre volvía a disparar, Tucker aceleró, corriendo en el mismo sentido del tráfico. Sonaron más bocinas. El aire se llenó de maldiciones. Un taxi había dejado a su pasajero y se disponía a incorporarse al tráfico. Tucker lo golpeó en la aleta para que redujera la marcha, abrió la puerta trasera de un tirón y se arrojó al interior.
El taxista volvió la cabeza bruscamente.
—¿Qué demonios…?
—Siga.
Mientras el taxi se ponía en marcha, Tucker miró por el parabrisas trasero. Por detrás de ellos, el asesino entraba corriendo entre el tráfico denso, mirando a todas partes, buscando todavía su objetivo con la pistola. Apareció una furgoneta que lo ocultó a la vista de Tucker. Cuando la furgoneta se apartó y dobló la esquina, volvió a verlo, tres manzanas más atrás. Un coche lo esquivó, haciendo sonar la bocina. Otro coche patinó. El hombre giró sobre sí mismo, y un sedán que circulaba a toda velocidad le dio de lleno. Desapareció bajo las ruedas del coche.
—Déjeme aquí —ordenó Tucker. Arrojó dinero al taxista y se apeó de un salto.
Volvió corriendo e inspeccionó el flujo del tráfico. Deberían haberse detenido. Al menos, deberían estar sorteando al asesino atropellado.
Mientras llegaban al parque dos coches de Policía haciendo sonar las sirenas, Tucker recorrió toda la acera de aquella manzana bordeada de árboles. Por ambos lados. Seguía pasando el tráfico ruidosamente. No había ningún indicio de un cadáver.
El funeral de Jonathan Ryder se celebró en la iglesia presbiteriana Chevy Chase, en el noroeste de Washington. Una multitud sombría llenaba el templo: hombres de negocios, abogados, inversores, filántropos y políticos. En la primera fila se sentaba Jeannine, la viuda de Jonathan; el hijo de este, Judd, y diversos parientes. Tucker Andersen, por su parte, se buscó un sitio al fondo desde donde podría observar y escuchar.
Después de que mataran a Jonathan, la Policía había registrado los edificios que rodeaban el parque Stanton y había interrogado a todos los posibles testigos. Entrevistaron a la viuda, al hijo, a sus vecinos y a sus socios y compañeros de trabajo, que no comprendían por qué habría querido alguien asesinar a un hombre bueno como era Jonathan. La investigación policial seguía en marcha.
Al documentarse sobre las últimas palabras de Jonathan, Tucker solo había encontrado una alusión a la Biblioteca de Oro en la base de datos de Langley. Después había buscado en la biblioteca
online
y había hablado con historiadores de las universidades de la zona. Había consultado también a los analistas de objetivos de la unidad de antiterrorismo. Hasta el momento, no había encontrado nada útil.
—En Jesucristo se ha vencido a la muerte y se ha reafirmado la promesa de la vida eterna.
La voz del pastor, que oficiaba la liturgia de Testigos de la Resurrección, retumbaba en las altas paredes.
—Este es el tiempo de celebrar los dones maravillosos que recibimos de Dios en nuestro trato con Jonathan Ryder…
Tucker sintió una oleada de duelo. Concluyó por fin la celebración de la vida de Jonathan, y los acordes de
La cruz vieja y tosca
llenaron el templo. La familia salió en primer lugar. Judd Ryder ayudaba a su madre, que iba con la cabeza baja.
Tucker salió tras ellos en cuanto hubo pasado un tiempo prudencial.
La recepción se celebró en el salón Chadsey, de la misma iglesia. Tucker charló con los asistentes, presentándose como viejo compañero de estudios de Jonathan. Duró una hora. Cuando Jeannine y Judd salían por la puerta, solos, Tucker les salió al encuentro.
—Tucker, cuánto me alegro de verte —le dijo Jeannine con una sonrisa—. Te has quitado la barba.
Era una morena menuda y llevaba un vestido de tubo negro con una gargantilla de perlas sencilla. Había cambiado mucho; ya no era aquella esposa vivaracha que recordaba Tucker. Tenía la edad de él; pero daba una sensación de haberse asentado, de que ya no quedaba nada por preguntar.
—Karen se quedó conmocionada —reconoció Tucker con una sonrisa. Durante los últimos años se había estado dejando y quitando la barba a temporadas—. Hacía ya bastante tiempo que no me veía la cara entera.
Dio la mano a Judd, el hijo de Jonathan.
—La última vez que nos vimos estabas estudiando en Georgetown —le dijo. Recordaba cuando nació Judd, que era el ojito derecho de Jonathan. Su nombre completo era Judson Clayborn Ryder.
—Hace mucho tiempo de eso —asintió Judd con cordialidad—. ¿Tú sigues con Estado?
Judd tenía treinta y dos años. Medía un metro ochenta y cuatro, era ancho de hombros y se movía con soltura. Tenía el rostro cubierto de finas arrugas y moreno por haber pasado demasiadas horas al sol. Sus cabellos eran ondulados y castaños, y sus ojos pardos se habían desvaído hasta quedar en un gris oscuro, reflexivo. Tenía la mirada firme como una roca, pero se le apreciaba un aire de desencanto y un atisbo de cinismo. Tucker recordaba que estaba retirado después de pasar por los Servicios de Inteligencia Militar.
El Departamento de Estado era la tapadera de Tucker desde hacía mucho tiempo.
—Si se quieren librar de mí, tendrán que despegarme de mi mesa con una palanca.
—La Policía dice que estabas con papá cuando le dispararon.
Judd dijo aquello con tono de leve curiosidad, pero Tucker percibió algo más profundo.
—Sí. Vamos a charlar un rato fuera.
Caminaron hasta el prado. Solo quedaban unas pocas personas que iban subiendo a los coches y las limusinas que esperaban junto a la acera.
Tucker acompañó a los dos a un lugar a la sombra de la iglesia de piedra.
—¿Alguno de los dos habéis oído hablar de la Biblioteca de Oro?
—Era uno de los cuentos que me solía contar papá al acostarme, como los de
Lorna Doone
y
La Pimpinela Escarlata
—dijo Judd—. ¿Y tú, mamá?
Jeannine frunció el ceño.
—Lo recuerdo vagamente —dijo—. Lo siento, pero no recuerdo gran cosa. Era una cosa entre Jonathan y Judd.
—¿Tuvo algo que ver la Biblioteca de Oro con el asesinato de papá? —preguntó Judd.
Tucker se encogió de hombros.
—La Policía cree que puede haberle disparado un imitador de los Francotiradores de la Circunvalación.
Los Francotiradores de la Circunvalación habían sido responsables de una oleada de asesinatos aleatorios, algunos años antes.
—Es horrible —dijo Jeannine, llevándose la mano a la garganta.
Judd le pasó un brazo por los hombros.
—Jonathan me dijo que quería que lo ayudara en algo relacionado con la biblioteca —siguió explicando Tucker—. Pero murió sin poder decirme exactamente de qué se trataba. ¿Qué te contó a ti tu padre de la biblioteca, Judd?
Judd cambió de postura sobre sus pies.
—Voy a resumir lo esencial. Todo empezó en el Imperio bizantino. A lo largo de un milenio, mientras los emperadores conquistaban el mundo, recogieron y produjeron manuscritos iluminados. Pero en 1453 el Imperio cayó bajo los turcos otomanos. Aquello podría haber significado el fin de la biblioteca de la corte; pero una sobrina del último emperador huyó llevándose los mejores libros. Estaban recubiertos de oro y de joyas. Cuando la sobrina se casó con Iván el Grande, se llevó consigo a Moscú ochocientos libros.
Judd hizo una pausa.
—La leyenda nació con el nieto de ambos, Iván el Terrible —siguió contando—. Después de que este heredara la biblioteca, añadió más manuscritos iluminados y empezó a permitir que algunos visitantes europeos importantes vieran la colección. Estos, impresionados, hablaban de ella al volver a sus países. Corrió por todo el continente la voz de que solo entre los libros dorados de Iván se podía llegar a entender de verdad la sabiduría, el arte, la riqueza y el poder eterno. Así adquirió la colección su nombre, la Biblioteca de Oro. Era un buen cuento de aventuras con final feliz, que se convirtió en misterio. Iván murió en 1584, quizá por intoxicación mercurial. Hacia la misma época, varios de sus espías y asesinos a sueldo murieron de enfermedad o fueron ejecutados… y la biblioteca desapareció.
Tucker se había ido inclinando hacia delante mientras escuchaba. Retrocedió de nuevo y volvió la vista hacia Jeannine.
—¿Es eso lo que recuerdas tú? —le preguntó.
—Es mucho más de lo que había oído nunca.
—He consultado en la biblioteca y he encontrado aproximadamente esos mismos datos —reconoció Tucker—. La biblioteca de la corte bizantina existió, en efecto, pero muchos historiadores opinan que no llegó ningún libro a Moscú. Algunos consideran que unos pocos terminaron en Roma y que los turcos otomanos quemaron muchos, se quedaron con algunos y vendieron los demás.
—Me gusta más la versión de Jonathan —opinó Jeannine.
—¿Preguntaste a tu padre cómo había conocido la historia, Judd?
—Nunca se me ocurrió.
—¿Dónde decía Jonathan que está ahora la biblioteca?
Judd miró a Tucker con severidad.
—He terminado de contártela como terminaba de contármela mi padre: con la muerte de Iván el Terrible y la desaparición de la biblioteca.
—¿Te importaría que mirara los papeles de Jonathan? —preguntó Tucker a Jeannine.
—Te lo ruego, si crees que puedes encontrar algo —respondió ella.
—Yo te ayudaré —le dijo Judd.
—No es necesario… —intentó decir Tucker.