—Insisto.
Los Ryder vivían en el barrio exclusivo de Chevy Chase, que pertenece al estado de Maryland. La casa era una mansión blanca señorial de estilo neohelénico, con seis altas columnas rematadas por un frontón con relieves intrincados. El despacho de Jonathan estaba lleno de libros. Pero aquello no era nada en comparación con la biblioteca propiamente dicha. Tucker la contempló. Desde el suelo de parqué hasta el techo, a dos pisos de altura, se exhibían ante él miles de libros, muchos de ellos con encuadernaciones artesanales de piel.
—Esto es asombroso —dijo Tucker.
—Era coleccionista. Pero ¿ves lo gastado que está su sillón? No se limitaba a coleccionar libros; también leía mucho.
Tucker miró el sillón de cuero rojo, gastado y suavizado por el uso. Recordando su misión, volvió al despacho con Judd. Empezaron a revisar el escritorio de cerezo de Jonathan, sus archivadores a juego y las cajas de cartón con sus efectos personales que habían enviado desde su oficina en la sede central de la Bucknell.
—El Departamento de Estado es una buena tapadera —dijo Judd como sin darle importancia—. ¿Para quién trabajas de verdad, Tucker? ¿Para la CIA? ¿Para Seguridad Interior? ¿Para Inteligencia Nacional?
Tucker soltó una carcajada.
—Lamento desilusionarte, hijo. Trabajo de verdad para Estado. Y, no, no para la inteligencia de Estado. Me dedico, simplemente, a los papeleos, a ayudar a los diplomáticos a estar al día de los diversos cambios de política relacionados con Oriente Medio. Un experto en papeleos, como yo, es la persona ideal para revisar los documentos de Jonathan.
En realidad, Tucker era un agente encubierto, por lo que, si salía a relucir su situación real, podrían verse comprometidos otros espías, las operaciones, los informadores, los agentes y las personas que habían trabajado con él a sabiendas o sin saberlo.
—De acuerdo —dijo Judd, y dejó el tema.
A preguntas de Tucker, Judd describió a este la situación que había visto en Irak y en Pakistán, sin llegar a decirle, a su vez, nada tangible acerca de su trabajo.
—Apuesto que te quieren reclutar todas las agencias de la CIA —dijo Tucker. La CIA era la Comunidad de Inteligencia.
—Todavía hace poco tiempo que he vuelto a casa.
—Te buscarán. ¿No te tienta?
Judd se había quitado la chaqueta y, con los pantalones oscuros del traje y la camisa con gemelos, estaba agachado junto a una caja de cartón, leyendo nombres de carpetas.
—Papá me preguntó lo mismo. Cuando le dije que no, intentó convencerme para que trabajara con él en la Bucknell. Pero yo he ahorrado y tengo alquilada una casa adosada en La Colina
[2]
. Tenía pensado no hacer nada hasta que no aguantara más. Por entonces, ya sabré lo que me conviene hacer.
Tucker había estado revisando el escritorio de Jonathan. En el último cajón había carpetas. Leyó las etiquetas. La última no llevaba nombre. La sacó. Contenía media docena de recortes de periódicos y de revistas con fecha de la última semana; todos los artículos trataban del yihadismo en Afganistán y en Pakistán. Levantó la vista. Judd le daba la espalda. Plegó los recortes, se los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y volvió a dejar la carpeta vacía en el cajón.
Encendió el ordenador de Jonathan.
—¿Sabes la contraseña de tu padre?
Judd volvió la cabeza.
—Prueba con
Jeannine
.
Esto no dio resultado, y Judd sugirió otras contraseñas. Por fin, funcionó con la fecha de nacimiento de él. En cuanto Judd volvió a dedicarse a las cajas de cartón, Tucker lanzó una búsqueda general del término
Biblioteca de Oro
, pero no descubrió nada. Después, inspeccionó los datos financieros de Jonathan en su programa Quicken. No había ningún aviso de incidencia.
—La cena —anunció Jeannine desde la puerta abierta—. Tenéis que descansar.
Se sentaron con ella a la mesa de arce de la cocina para compartir una cena sencilla.
—Tenéis una casa muy bonita —comentó Tucker—. Jonathan llegó muy lejos desde su South Side de Chicago.
—Todo esto era importante para él —dijo Jeannine, con un gesto que abarcaba la casa y todo el mundo privilegiado en que vivían—. Ya sabes lo ambicioso que era. La empresa le encantaba, y también le encantaba poder ganar mucho dinero con ella. Pero, cosa rara, creo que no habría podido ganar nunca lo suficiente para ser verdaderamente feliz. Con todo, pasamos muy buenos ratos.
Las lágrimas le asomaban a los ojos, y dejó de hablar.
—Pero tenemos muchos recuerdos estupendos, ¿verdad, mamá? —dijo Judd.
Ella asintió con la cabeza y siguió comiendo.
—Jonathan debía de viajar mucho, supongo —dijo Tucker.
—Constantemente —dijo ella—. Pero siempre se alegraba de volver a casa.
Después de tomar café, Tucker y Judd volvieron al despacho. A las diez de la noche ya habían concluido la búsqueda, y Tucker estaba aburrido de aquella tarea tan monótona.
—¿Seguro que no te animas a tomarte un coñac? —le preguntó Judd mientras lo acompañaba a la puerta principal—. Mi madre se sentará con nosotros.
—Me gustaría, pero tengo que volver a casa. Karen se va a creer que me he perdido.
Judd asintió con la cabeza en gesto de complicidad, y se dieron la mano.
Tucker se dirigió a su viejo Oldsmobile. Aquel coche le gustaba. Tenía un motor potente, de ocho cilindros, e iba como la seda. Se subió, recorrió el resto del camino particular circular, atravesó el portón electrónico y salió a la calle, dirigiéndose a su casa de Virginia, mucho más modesta. Estaba trabajando, y por eso no se había llevado a Karen al funeral. Pero ella lo estaría esperando con el fuego encendido en la chimenea. Sentía la necesidad de verla, de recordar los buenos tiempos y de olvidarse un rato del miedo que oyó en la voz de Jonathan, miedo a algún desastre inminente que no había tenido tiempo de nombrar.
Antes, cuando seguía a la limusina de Jeannine y Judd, camino de la casa de estos, le había parecido que un Chevrolet Malibu lo seguía durante la mayor parte del camino. Al entrar con el Oldsmobile por el portón de los Ryder había reducido la velocidad mientras miraba por el retrovisor. Pero el coche había pasado de largo sin que le dirigiera una sola mirada su conductor, cuyo perfil no se distinguía bien, pues llevaba una gorra de golf bien calada en la frente.
Ahora, mientras conducía, Tucker entró en alerta de segundo grado, vigilando a los peatones y a los demás coches. Después de recorrer diez manzanas hizo un giro brusco y entró por una calle tranquila. Volvía a tener detrás un coche, que podía ser el mismo. De color oscuro. También giró una moto que seguía al coche.
Tucker hizo otro giro brusco a la derecha y dobló después a la izquierda, entrando en una avenida residencial silenciosa. El coche todavía lo seguía, y la moto también. Pisó el acelerador. Se oyeron disparos que entraron por el parabrisas trasero. Recibió una lluvia de fragmentos de vidrio. Se agachó, sacó su Browning de nueve milímetros y la dejó en el asiento del pasajero. La llevaba siempre encima desde la muerte de Jonathan.
Pisó el acelerador a fondo, sintió que el gran motor de ocho cilindros se revolucionaba, y el coche salió despedido hacia delante entre la noche. Las casas pasaban a su lado como manchas borrosas. No hubo más balas, pero su perseguidor seguía con él, aunque se iba quedando atrás. Dio en silencio las gracias al potente motor del Oldsmobile. Tenía delante una cuesta. La subió a toda velocidad. Cuando llegó a lo alto, las ruedas delanteras se despegaron del suelo. La parte frontal del coche cayó de golpe, y siguió adelante velozmente, doblando para entrar en una calle, y después en otra.
Observó a su alrededor, expectante… Había un garaje abierto, y en la casa contigua no se veían luces encendidas. Observó por el retrovisor. Todavía no había rastro de su perseguidor.
Pisó bruscamente el freno y entró en el garaje, bajó del coche de un salto y tiró con fuerza de la cuerda de la entrada. La puerta del garaje se cerró con estrépito.
Apostado pistola en mano tras la ventana lateral del garaje, vio pasar velozmente a su perseguidor. Era el Chevrolet Malibu negro; pero solo vio el costado derecho del coche, no el lado del conductor, y no llegó a distinguir la matrícula. Seguía sin tener idea de quién iba al volante. La moto pasó inmediatamente después; el motorista tenía el rostro oculto bajo un casco negro.
Tucker siguió vigilando desde la ventana. Media hora más tarde, volvió a guardar la Browning en su funda y se dirigió al centro del gran portón del garaje. Levantó la puerta soltando un gruñido… y se quedó inmóvil, contemplando el cañón de una pistola Beretta semiautomática subcompacta.
—No intentes sacarla.
Judd Ryder lo miraba con rostro severo. Se había quitado el traje del funeral y llevaba pantalones vaqueros y cazadora de cuero marrón.
Tucker bajó la mano que había acercado a su arma.
—¿Qué demonios estás haciendo, Judd? ¿Cómo me has encontrado?
Ryder le dirigió una sonrisa torva.
—En los Servicios de Inteligencia Militar se aprenden algunas cosas.
—¿Me has puesto un chip en el coche?
—Ya lo creo. ¿Por qué no te mató a ti también el francotirador del parque Stanton?
—Tuve suerte. Me refugié debajo del banco.
—Mentira. Dices que te dedicas al papeleo; pero los que se dedican al papeleo se quedan paralizados. Se mean en los pantalones. Mueren. ¿Por qué tendiste una trampa a mi padre?
Tucker guardó silencio. Por fin, lo reconoció:
—Tienes razón. Soy de la CIA. Tu padre acudió a pedirme ayuda, tal como te conté. Cuando me escapé, el francotirador también intentó dispararme a mí. Lo atropellaron mientras me perseguía. Pero, cuando volví, el cuerpo había desaparecido. O bien sobrevivió y se marchó por sus medios, o lo recogió alguien. Me había visto, y por eso me he quitado la barba, para que fuera más difícil identificarme. Alguien acaba de intentar matarme; puede que fuera el mismo gilipollas.
—¿Qué te dijo mi padre, exactamente?
—Que estaba muy preocupado. Me dijo: «He dado con una cosa… una cuenta de unos veinte millones de dólares en un banco internacional. No estoy seguro de qué se trata exactamente, pero creo que tiene algo que ver con el terrorismo islámico».
Judd tomó aire vivamente.
Tucker asintió con la cabeza.
—Le dieron el tiro antes de que hubiera tenido tiempo de decir nada más, aparte de que había encontrado la información en la Biblioteca de Oro.
Judd enarcó las cejas.
—A mí me contaba el cuento de la biblioteca como si fuera una ficción —dijo—. ¿Estás seguro de que dijo que lo había encontrado en la biblioteca?
—Dijo que la biblioteca era la clave. Que él había estado allí.
Advirtió una chispa de resentimiento en los ojos de Judd.
—Todos tenemos nuestros secretos. Tu padre no era ninguna excepción.
—Y este secreto lo mató. Quizá.
—Quizá.
A Tucker le vino una idea a la cabeza.
—¿Ibas tú en la moto que me seguía? —preguntó.
—La he dejado al final de la manzana. Tengo la matrícula del Chevrolet que te perseguía. Yo no puedo localizarlo por la matrícula; tú sí. Me dio esquinazo en Silver Spring, maldita sea.
Se guardó la pistola en el bolsillo interior de la cazadora.
—Lo siento, Tucker —dijo—. Tenía que asegurarme de ti.
Tucker advirtió que tenía perlas de sudor en la frente.
—¿Cuál es la matrícula?
Judd se la dio. Tucker cruzó el garaje hacia la puerta del lado del conductor de su coche. Judd lo siguió.
—Vamos a trabajar juntos en esto —le dijo.
—De ninguna manera, Judson. Tú te has retirado de este juego, ¿recuerdas? Tienes una casa adosada en La Colina y te estás tomando algo de tiempo libre.
—Eso fue hasta que un condenado francotirador mató a mi padre. Voy a encontrar a su asesino, aunque tenga que buscarlo por mi cuenta.
Tucker se volvió hacia él y le dirigió una mirada severa.
—Eres impulsivo, y esto te toca demasiado de cerca. Era tu padre, por Dios. No puedo trabajar con nadie de quien no pueda fiarme.
—¿Lo habrías llevado tú de otra manera, en realidad?
Antes de que Tucker hubiera tenido tiempo de responder, Judd siguió diciendo:
—Mis sospechas eran muy lógicas. Bien podías haber sido responsable de la muerte de mi padre. También podrías haber intentado liquidarme a mí. Míralo de este modo: no querrás estarte tropezando conmigo. Yo tengo bien claro que tampoco quiero que me estorbes tú.
Tucker abrió la puerta del coche y suspiró.
—Está bien. Lo pensaré. Pero, si estoy de acuerdo, seguirás mis órdenes.
Mis órdenes
, ¿entendido? Se acabó el actuar para la galería. Ahora, quítame ese chip del coche.
—Claro… si me llevas hasta mi moto.
—Dios bendito. Sube.
En cuanto hubo dejado a Judd Ryder, Tucker Andersen llamo por teléfono al cuartel general.
—Voy ahora para allá.
Vigilando atentamente los alrededores, aparcó el Oldsmobile en la parte trasera de un centro comercial concurrido de las afueras de Chevy Chase, tomó un taxi y llamó por teléfono a su mujer. Después tomó otro taxi, y a este lo hizo volver a Capitol Hill.
El equipo Catapult, de alto secreto, tenía su cuartel general en un edificio de ladrillo de estilo federal, al nordeste del Capitolio, en un vecindario vibrante, lleno de bares animados, de restaurantes y de tiendas especializadas. Un vecindario tan frecuentado servía de buena tapadera a Catapult, que era una unidad especial antioperativa de la CIA: antiterrorismo, antiespionaje, contraespionaje, contramedidas, antiproliferación, antiinsurgencia. Catapult trabajaba de manera encubierta y entre bastidores, tomando medidas agresivas para dirigir o impedir los hechos negativos, tanto en fase de reparación como de planificación.
Tucker pasó con el taxi ante el edificio de la unidad, de ladrillo erosionado por la intemperie, con su puerta y sus contraventanas negras y brillantes. Las lámparas del porche estaban encendidas. Un letrero discreto sobre la puerta anunciaba CONSEJO DE ENSEÑANZA POR PARES.
Detuvo el taxi tres manzanas más allá, se apeó y volvió paseándose, aparentando la mayor despreocupación. Pero en cuanto hubo cruzado la verja del edificio, pasó apresuradamente ante las cámaras de seguridad para llegar a la puerta lateral, donde marcó su código en el teclado electrónico. Después de una serie de clics suaves, empujó la puerta y la abrió. Era muy pesada, de acero, diseñada para la cámara de seguridad de un banco.