La biblioteca de oro (37 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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—¿Dónde llevas el dinero? —le preguntó Tucker.

—En mi coche. Está aparcado donde empecé a seguirle.

En otras palabras, aparcado cerca de Catapult. Tucker reflexionó.

—¿Quién te contrató?

—Mire, esto no era más que un encargo. No es cosa personal.

—Para mí, sí que es personal. ¿Quién coño te contrató?

El tono de amenaza mortal impresionó al hombre. Se le dilataron las pupilas.

—Hijito, yo sé matar sin dejar huellas —le dijo Tucker con seriedad fúnebre—. Hace mucho tiempo que no lo hago. Esta noche parece buen momento para volver a practicar el deporte. ¿Quieres que te haga una demostración?

El asesino a sueldo frustrado se revolvió, inquieto.

—Preston. Me dijo que se llamaba Preston. Me hizo una transferencia a una cuenta mía.

Tucker asintió con la cabeza.

—¿Cuándo recibiste su llamada?

—Hoy. A última hora de la tarde.

Con un movimiento brusco, Tucker avanzó un paso y golpeó al hombre en la sien con su Browning. El hombre se tambaleó, y Tucker lo golpeó de nuevo. El hombre cayó de rodillas sobre el asfalto; después, se deslizó hacia atrás hasta quedar sentado, y por último se derrumbó, inconsciente.

Tucker extrajo la munición del arma del hombre y se la guardó en el bolsillo. De nueve milímetros. Podría resultar útil más adelante. Sacó unas bridas de plástico y ató con ellas al hombre las manos a la espalda y los tobillos. Lo hizo rodar hasta dejarlo contra el tronco de un árbol, donde era más densa la sombra.

Tucker activó su móvil y pulsó el número de Gloria. En cuanto esta respondió, le dijo:

—No digas mi nombre. Ponme en espera y ve a mi despacho y cierra la puerta. Habla conmigo desde allí.

Hubo una pausa de sorpresa.

—Claro, Ted. Tengo tiempo para una charla privada, si es breve.

Ted era su marido.

Cuando volvió a hablarle, Tucker le dijo:

—Estoy detrás del mercado de Capitol Hill, afuera. Voy a dejar aquí a un
limpiador
que ha intentado acabar conmigo. Está atado, y le he quitado la munición. Ven por él.

—¿Qué? Ay, demonios, ¿en qué te has metido ahora?

—Hudson Canon es un traidor.

—¿Hudson quería que salieras por lo del
limpiador
?

—Sí.

Gloria soltó una maldición.

—Ya sabía yo que algo andaba mal. ¿Qué quieres que haga con ese tipo cuando llegue allí?

—Seguirá inconsciente. Está atado. Mételo a rastras en tu coche, y déjalo aparcado en el sótano de Catapult. No quiero que Canon se entere de nada de esto, por razones evidentes. Tampoco se lo digas a Matt Kelley. Puede que en Langley haya otro topo, y podría conducir hasta la gente de la Biblioteca de Oro. Estamos haciendo un cortafuegos de seguridad, ¿entendido?

—Entendido.

—El chico dejó aparcado su coche en alguna parte cerca de Catapult. Dejaré sus llaves en el reborde por encima de la puerta trasera de la tienda. Localiza el coche y regístralo. Llámame si encuentras algo.

—He de suponer que no vas a volver.

—No, hasta que haya terminado la operación de la Biblioteca de Oro. Oficialmente, me estoy tomando unas vacaciones cortas y merecidas.

CAPÍTULO
46

Roma, Italia

El pequeño apartamento estaba en un rincón olvidado de Roma, oculto en una de las callejuelas del monte Janículo, al sur de la basílica de San Pedro. Mientras Yitzhak Law se acercaba a la ventana abierta del apartamento, se oyó la sirena ronca de una embarcación que surcaba el Tíber. Yitzhak se pasó las dos manos por la cabeza calva y miró por la ventana aquel terreno que no le resultaba familiar.

—Estás intranquilo,
amore mio
—dijo a sus espaldas la voz de Roberto Cavaletti.

Yitzhak se volvió. Roberto lo observaba desde la mesa que estaba junto a la pila, la única que tenían. Era un estudio de una sola habitación, tan pequeño que cuando se abría la puerta del horno no se podía entrar al minúsculo baño. Hacía recordar a Yitzhak sus tiempos de estudiante en la Universidad de Chicago, pero aquello era su único encanto. Aquello, y que era seguro. Bash Badawi los había llevado hasta allí el día anterior, después de que un médico curase a Roberto la herida del hombro.

—Esta tarde tengo que impartir una clase —dijo Yitzhak—. Más tarde, a última hora, una reunión. Si no aparezco, se preocuparán.

Aquel problema no había surgido el día anterior, en el que no tenía más clases ni reuniones. Era profesor del Departamento de Estudios Histórico-Religiosos de la Universidad de Roma-La Sapienza, y se tomaba en serio sus responsabilidades.

Roberto se frotó la barba castaña, que llevaba muy corta, reflexionando.

—Puede que pase algo peor —dijo—. Llamarán por teléfono a casa, dejarán un mensaje y, cuando nadie devuelva la llamada, irán a buscarte.

—También lo había pensado. Pero los que más me preocupan son los estudiantes. No habrá nadie para impartirles clase.

—¿Quieres avisar al departamento? Tenemos el teléfono móvil que nos dio Bash. Dijo que no debíamos salir y que nadie debía enterarse de dónde estamos. Una llamada por móvil no es salir. Y no hace falta que des detalles —concluyó Roberto, mostrando el móvil a Yitzhak.

—Sí, claro; tienes razón.

Yitzhak, sintiéndose aliviado, se acercó y tomó el aparato. Se instaló en la silla que estaba frente a Roberto mientras hacía la llamada. Hacía un rato que había cambiado el vendaje de la herida de Roberto. Afortunadamente, se iba curando bien, y Roberto había pasado bien la noche.

Atendió la llamada Gina, secretaria del departamento. Reconoció al instante la voz del profesor.

—Come sta, professore
?

Yitzhak explicó en italiano que había tenido que marcharse con una hora de preaviso por una emergencia.

—Tendrá que encargarse de mi lección un sustituto, Gina. Y le ruego que avise al profesor Ocie Stafford de que no podré asistir a su reunión, y le pida disculpas de mi parte.

—Así lo haré. Pero ¿qué hago con su paquete?

—¿Qué paquete? No entiendo.

—A la vista y al tacto parece un libro; pero no puedo saberlo con certeza, claro está. Viene en un sobre acolchado. Vino a entregarlo esta mañana un sacerdote, de parte del monseñor Jerry McGahagin, de la Biblioteca Vaticana. Dijo que era muy importante. El monseñor quiere pedirle asesoramiento.

Monseñor McGahagin era director de una biblioteca que no solo era una de las más antiguas del mundo, sino que contenía una colección preciosa de textos históricos, muchos de los cuales no veía nunca el público ajeno a la biblioteca.

Pensó rápidamente.

—Envíemelo con alguien a la
trattoria
Sor’Eva, de la Piazza della Rovere. Ahora estoy allí cerca, casualmente.

Bash le había señalado aquel lugar como buen restaurante donde servían una excelente pasta casera.

—Sí, eso haré. Media hora, no más.

Yitzhak cortó la conexión y contó la conversación a Roberto.

Este sacudió la cabeza.

—Qué malo eres. Se supone que debemos quedarnos aquí.

—Quédate tú. Así habremos cumplido, al menos a medias.

Roberto se encogió de hombros con gesto expresivo de romano.

—¿Qué voy a hacer contigo? Siempre eres como un perrito que busca otro hueso.

—Volveré pronto —le prometió Yitzhak dándole una palmadita en la mano, y salió.

Caía el crepúsculo sobre la ciudad, y las sombras se alargaban. Yitzhak se había esforzado en no pensar en Eva ni en Judd; pero mientras caminaba, pasando ante casas de pisos y tiendas, tenía una sensación extraña de vulnerabilidad que lo llevaba a preocuparse por ellos. Solo volvería a sentirse a gusto cuando Bash le comunicara que habían arreglado su situación peligrosa y volvían a estar a salvo.

Veinte minutos más tarde, llegó a la
piazza
y se detuvo ante la
trattoria
, al otro lado de la calle. Todo parecía normal, pero lo normal en Roma era el bullicio; las calles eran un ciclón de tráfico, abarrotadas de gente que iba de compras, de habitantes del barrio, de profesionales, de coches aparcados en doble y triple fila. Por los ventanales de la
trattoria
se veía a los parroquianos que comían y bebían en el interior.

Vio entonces a Leoni Vincenza, uno de sus alumnos avanzados, que venía aprisa hacia el restaurante con un sobre acolchado bajo el brazo. El sobre era amarillo vivo, un color muy poco usado en el Vaticano. El monseñor estaría empleando materiales de papelería donados, quizá.

Yitzhak se forzó a apresurarse y atravesó la calle por el paso de peatones.

—¡Leoni! ¡Leoni!

El joven levantó la vista; la larga cabellera negra le flotaba alrededor del rostro.

—¿Me ha tenido que esperar,
professore
?

Yitzhak no respondió y aflojó el paso para recobrar el aliento. Cuando Leoni llegó hasta él, le dijo:

—Me alegro de verte, muchacho. ¿Es este mi paquete?

—Sí, señor —dijo el joven, entregándoselo.

—Grazie
. Tengo el coche aparcado a la vuelta de la esquina. Te veré en la universidad dentro de unos días.

Leoni asintió con la cabeza.

—Ciao
—dijo, y se volvió por donde había venido.

Yitzhak se marchó en el otro sentido, pensando que había sido listo al dar una pista falsa al estudiante. En la subida del monte Janículo se detuvo. El corazón le palpitaba con fuerza. Hacía años que tenía la intención de perder peso. Ahora, resultaba evidente que más le valía llevarla a la práctica pronto.

Siguió andando, despacio esta vez, y llegó por fin al edificio de apartamentos. Abrió el portal y levantó la vista hacia la larga escalera. Tenía que subir dos tramos, y el segundo era tan largo como el primero. Sopesó el paquete…; parecía pesado, tenía el peso propio de un libro. Sentía curiosidad, y aprovecharía para descansar un momento.

Arrancó las grapas y extrajo el volumen. Y se quedó mirándolo con sorpresa. El libro era una gruesa colección de
Las aventuras de Sherlock Holmes
, tan descabalado que parecía que había salido de una librería de lance. No se trataba de una primera edición, decididamente. ¿Por qué le habría enviado aquello el monseñor? Buscó alguna nota, pero no la encontró.

Sacudiendo la cabeza, volvió a meter el libro en el sobre y ascendió las escaleras. Oyó a su espalda que se abría y se cerraba la puerta del portal. Cuando llegó a su piso, oyó pasos que ascendían apresuradamente por las escaleras. Por algún motivo, optó por correr por el pasillo. Cuando metió la llave en la cerradura, volvió la vista atrás y se quedó helado.

Corrían hacia él dos hombres que lo apuntaban con pistolas.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Yitzhak, aunque con una voz que hasta a él mismo le pareció débil—. ¿Qué quieren?

No obtuvo respuesta. Uno de los hombres era grande, robusto y de aspecto feroz; el otro era pequeño y nervudo, de cara maligna. El hombre de menor estatura arrebató la llave de la mano de Yitzhak y abrió la puerta, y el hombre grande le hizo entrar de un empujón. La puerta se cerró a sus espaldas con un clic ominoso.

CAPÍTULO
47

Atenas, Grecia

El amigo del Carnívoro llevó a Eva y a Judd en su avioneta hasta el aeropuerto internacional de Atenas, y allí tomaron el ferrocarril de cercanías Proastiakos hacia el noroeste, a través de la noche, e hicieron transbordo a la línea tres de metro, que los llevaría hasta la ciudad. Habían estado bien atentos a la presencia de cualquier persona que pareciera demasiado interesada por ellos. El vagón del metro estaba abarrotado; los viajeros dormían o hablaban en voz baja. Eva estaba impaciente por llegar a un hotel donde pudieran estar solos y ella tuviera la oportunidad de enrollar la tira de cuero alrededor de la escítala para traducir el resto del mensaje de Charles.

Iba mirando por la ventanilla; el metro pasaba velozmente ante casas y edificios de pisos construidos con el estilo arquitectónico de bloque de cemento, generalizado en la arquitectura griega moderna. De cuando en cuando se apreciaban ruinas antiguas, iluminadas entre la noche. La yuxtaposición de lo nuevo con lo antiguo resultaba tranquilizadora en cierto modo; el pasado venía al encuentro del presente y hacía que pareciera posible el futuro. Eva se aferró a sus esperanzas de futuro, sentada junto a Judd y muy consciente de su presencia. Judd tenía muchas cosas que le gustaban…, pero también algo que le daba miedo.

Le miró las manos, que Judd llevaba apoyadas en los muslos, y recordó la estatua de David, gran obra maestra de Miguel Ángel, en Florencia. Miguel Ángel había dicho que, cuando se había puesto a tallar el mármol, este había dejado al descubierto las manos de un matador. Las manos de Judd se parecía a las del
David
, muy grandes y fuertes, con venas destacadas. Pero al tallar el rostro de David, Miguel Ángel había desvelado una dulzura y una inocencia sutiles. Eva echó una mirada al rostro curtido de Judd, cuadrado y rudo bajo sus cabellos teñidos de rubio; su nariz aguileña, su buena mandíbula. Allí no había dulzura ni inocencia; solo fuerza de voluntad.

—¿Cuántos años tienes, Judd? —le preguntó.

A pesar de su estado constante de atención, el cuerpo de Judd parecía relajado. No había manera de saber con certeza cuánto tiempo tardaría Preston en enterarse de que el Carnívoro no los había eliminado. Preston podría estar persiguiéndolos ya.

—Treinta y dos —dijo él—. ¿Por qué?

—Yo también. Apuesto a que eso ya lo sabías.

—Figuraba en el
dossier
que me pasó Tucker. ¿Importa para algo mi edad?

—No. Pero pensé que podrías ser mayor. Has pasado por muchas cosas, ¿verdad?

Él la miró fijamente.

—¿Por qué dices eso?

—En la cárcel había mujeres que tenían un aire de… Es difícil describirlo. Supongo que diría que de haber tenido un pasado arduo. Tú eres algo así.

Lo que no le dijo era que aquellas mujeres procedían de entornos violentos, y que muchas de ellas estaban condenadas por asesinato u homicidio. No obstante, parecía que tenían la necesidad de pelearse, a pesar de que las consecuencias eran graves para ellas, ganasen o perdiesen en la pelea. Pero ella no había visto nunca a Judd comenzar una pelea, ni siquiera buscarla. Después, recordó con un escalofrío lo que había dicho él, que no quería tener más sangre en las manos.

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