—¡Lo derribó como un rayo, lo derribó! —aulló.
—Eres un estúpido —dijo Lena—. ¿Para qué quieres sacarle los ojos a la gente? El eslabón perdido, presumiendo.
George me golpeó la espalda con atención burlona, diciéndome:
—¡Pobre amigo Pussy! Discúlpeme, amigo. No he querido ofenderle.
Yo estaba furioso, especialmente porque utilizaba aquel sobrenombre ridículo delante de la gente. Le dije con rabia:
—No es nada, rata, no es nada, amigo. No sabe la fuerza que tiene, eso es todo.
No le gustó nada. Así aprenderá a guardar para sí su lengua grosera y torpe. Me inclino a creer que está celoso de mí y de Lena. No sé. Tal vez esté solamente perplejo; no puede comprender qué hay entre nosotros.
11 de agosto
Hoy Lena me pidió que me quedara en casa de los Rattery hasta fin de mes. Le dije que temía que a George no le entusiasmara gran cosa el proyecto.
—¡Oh, no le importa!
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo he preguntado —Luego me miró seriamente, y dijo—: Querido, no debes preocuparte. Hace tiempo que he terminado con George.
—¿Quieres decir que hubo algo entre ustedes?
—Sí —confesó—. Yo era su amante. Ahora, haz tu equipaje y vete a tu casa, si lo prefieres.
Lloraba, casi. Traté de consolarla. Después de un momento, me dijo:
—¿Vendrás entonces, no?
Dije:
—Sí, si no le importa a George.
No sé si fue una estupidez de mi parte; pero es bastante difícil resistirse a Lena. Tendré que guardar mi diario bien escondido; pero es muy cómodo vivir en el lugar del hecho: cuesta poco hablar de accidentes, pero es arduo, cuando llega el momento, organizar el tipo apropiado de accidente para George. Por ejemplo, no sé de coches lo suficiente como para atreverme a hurgarle el suyo. Me están vedados los accidentes mecánicos. Quizá el vivir en su casa me proporcione la inspiración necesaria. Dicen que pueden suceder accidentes aun en las familias más respetables, y nadie puede dar ese nombre a la familia Rattery. Además, será muy agradable estar con Lena, viviendo en la misma casa; aunque espero que no me reblandezca; no quiero que haya lugar ahora en mi corazón para el amor. Estoy solo, y quiero seguir solo.
12 de agosto
Una bonita tarde en el río, con el
dinghy
del joven Carfax. Como sospeché la última vez que lo saqué (aunque no había viento suficiente para probarlo), se desvía un poco a sotavento; debe ser difícil de manejar en un día de ráfagas fuertes. Pronto llevaré a Phil; tiene muchas ganas de acompañarme, pero no hago más que retrasar la salida, quizá porque en este mismo mes estaría enseñando a Martie como se maneja un barco, si... Razón de más para salir con Phil; quiero que todo me lo recuerde.
Hoy me pregunté cómo puedo seguir día tras día viendo a George, odiándole con cada fibra de mi cuerpo tan amarga y encarnizadamente que casi me asombra la plácida expresión de mi cara, cuando la encuentro en un espejo; odiándole así, en cuerpo y alma, y sin embargo, tratándole correctamente; sin esfuerzo por dominarme o por disimular, sin impaciencia por acabar. No es que tema las consecuencias; tampoco desespero de encontrar el método adecuado. Y, no obstante, me doy cuenta de que trato de retrasar el cumplimiento de mi obligación.
Creo que ésta es la explicación: así como se entretiene el amante, no por timidez, sino para prolongar la dulce anticipación del cumplimiento del amor, así el hombre que odia desea saborear su venganza antes de realizar el acto por el que ésta será consumada. Parece muy rebuscado, tanto que no me atrevo a decirlo a nadie sino a mi fantástico confesor, mi diario. Pero estoy convencido de que es la verdad: esto puede hacerme pasar por una criatura neurótica, anormal, un sádico perfecto; sin embargo, corresponde tan exactamente a mis sensaciones ante George, que no dudo de que es la explicación adecuada.
¿No explica esto, además, la larga «indecisión» de Hamlet? No sé si algún erudito habrá sugerido que ella se debe al deseo de prolongar la anticipación de la venganza, de apurar gota a gota el dulce, peligroso y jamás empalagoso néctar del odio. Creo que no. Sería una ironía por mi parte escribir un ensayo sobre Hamlet, donde propusiera esta teoría, después de acabar con George. ¡Por Dios, no me faltan ganas de hacerlo! Hamlet no era un neurótico vacilante, tímido e indeciso. Era un hombre con un talento especial para el odio, capaz de convertirlo en un arte. Mientras le creíamos vacilante, absorbía hasta la última gota el cuerpo de su enemigo; la muerte final del rey no fue más que el acto de arrojar a un lado una piel vacía: la piel de un fruto consumido y seco.
14 de agosto
¡Hablando de ironías trágicas! Esta noche surgió en la mesa una conversación extraordinaria. No sé cómo empezó, ni por quién; pero llegó a ser un discurso sobre el Derecho de Matar. Creo que empezamos hablando de la eutanasia. ¿Debían los médicos, en los casos incurables, tratar de prolongar la vida?
—¡Los médicos! —exclamó la anciana señora Rattery, con su voz pesada, plúmbea—. Ladrones, todos ladrones. Charlatanes. No les tengo ninguna confianza. Recuerden a ese tipo de la India, ¿cómo se llamaba?, que descuartizó a su mujer y escondió los pedazos bajo un puente.
—¿Buck Ruxton, madre? —dijo George—. Ése fue un caso extraño.
La señora Rattery cloqueó roncamente. Me pareció que entre ella y George pasaba una mirada de complicidad. Violeta se ruborizó. Fue un momento difícil. Violeta dijo tímidamente:
—Yo creo que si una persona está desahuciada, habría que permitir a los médicos que le eviten más dolores. ¿No cree usted, señor Lane? Después de todo, lo hacemos con los animales.
—¿Los médicos? ¡Bah! —dijo la anciana señora Rattery—. Nunca he estado un solo día enferma en mi vida. La mitad es imaginación (George rió un poco), y te diré, George, sería mejor que terminaras con todos esos tónicos tuyos. ¡Un animal grande y sano como tú, pagando a un médico para que le dé frascos con agua coloreada! ¡Y lo que valen! No sé qué pasa con esta generación. Un montón de hipocondríacos.
—¿Qué es un hipocondríaco? —preguntó Phil. Supongo que todos nos habíamos olvidado de su presencia. Acababa de ser admitido a la sobremesa de la noche.
Advertí que George tenía en la punta de la lengua alguna observación aplastante, y me apresuré a contestar:
—Una persona a quien le gusta suponer que está enferma cuando no lo está.
Phil pareció desconcertado. Supongo que no comprendía que a nadie le pudiera interesar tener dolor de estómago. La conversación siguió un rato al azar; ni George ni su madre escuchan lo que los demás dicen; siguen su propia línea de ideas, si pueden llamarse ideas. Me sentí bastante irritado por este opresivo método de conversación y, con malevolencia, dije suavemente, a toda la mesa:
—Pero dejando aparte los incurables físicos o mentales, ¿qué podemos decir del incurable social, la persona que hace desgraciada la vida de todos y de cada uno de los que la rodean? ¿No les parece justificado matar a una persona así?
Hubo un interesante momento de silencio. Luego varias personas empezaron a hablar a la vez.
—Me parece que se están poniendo todos morbosos —dijo Violeta, agitada, en tono de dueña de casa y con histeria mal disimulada.
—¡Oh!, pero piensen cuántos serían; quiero decir, por dónde habría que empezar —dijo Lena, mirándome muy largamente, como si me viera por primera vez. ¿O ha sido sólo una idea mía?
—Tonterías. Ideas perniciosas —declaró la señora Rattery, francamente escandalizada; quizá la única reacción franca en la reunión.
George no se sintió afectado. Evidentemente, ni siquiera se imaginaba que la flecha disparada al azar iba dirigida contra él.
—Lena, ¡qué hombrecito más sanguinario es tu Felix!, ¿eh? —dijo.
Es típico de la cobardía moral de George no hacer nunca estas observaciones cuando estamos solos; y cuando estamos acompañados las hace oblicuamente, agrediéndome desde detrás de Lena, por decirlo así.
Lena no le hizo caso. Todavía me miraba de una manera perpleja, más bien especulativa, torciendo un poco los rojos labios.
—Pero, ¿lo harías realmente, Felix? —preguntó, por fin, con acento sombrío.
—¿Haría qué?
—Destruir una peste social: el tipo de persona que has descrito.
—Como todas las mujeres —intervino George—. Siempre refiriéndose a casos particulares.
—Sí. Lo haría. Esa clase de persona no tiene derecho a vivir —y agregué ligeramente—: Es decir, lo haría si no corriera ningún riesgo.
En este momento, la madre de Rattery entró en acción.
—¿Así que usted es un librepensador, señor Lane? Y ateo también, supongo.
Dije suavemente:
—¡Oh, no, señora! Soy muy convencional. Pero, ¿no cree usted que hay circunstancias que justifiquen el asesinato, aparte de la guerra, por supuesto?
—En la guerra es una cuestión de honor. Matar, señor Lane, no es asesinar, cuando se trata del honor.
La vieja dio a luz esas penosas antiguallas de una manera más bien honrosa. Con sus rasgos cargados y su nariz dominante pareció durante un momento una matrona romana.
—¿Del honor? ¿Se refiere a su propio honor, o al de alguna otra persona? —pregunté.
—Me parece mejor, Violeta —interrumpió la señora Rattery, con su estilo más mussolinesco—, que dejemos a los caballeros de sobremesa. Phil, abre la puerta. No te quedes ahí soñando.
Con el oporto, George se puso confidencial. Sería sin duda el alivio de verse libre de aquel tema, morboso y molesto para una conversación.
—Es una mujer notable, mi madre —dijo—. Nunca olvida que su padre era primo lejano del conde de Evershot. Nunca ha podido acostumbrarse a la idea de que yo me dedicara a los negocios. Pero la necesidad... Perdió su dinero en una quiebra, pobre vieja. Si no fuera por mí estaría ahora en el asilo; mejor no hablar de eso. Por supuesto, hoy los títulos nobiliarios no significan nada. No soy un esnob, gracias a Dios. Uno tiene que estar de acuerdo con su época, ¿no? Pero hay algo hermoso en el modo con que la vieja se aferra a su orgullo.
Noblesse oblige
, y todo eso. Y ahora que me acuerdo, ¿conoce el cuento del duque y de la criada y tuerta?
—No —dije, tratando de contener las náuseas.
15 de agosto
Esta mañana he salido con Phil en el barco. Viento fuerte; más tarde, lluvia. El
dinghy
me ha dado bastante trabajo. Phil no es muy diestro, pero aprende rápidamente y tiene la valentía —la entrega a la extraña fascinación del peligro— de los sensitivos. Además, me ha dicho cómo podía matar a su padre.
Por supuesto ha sido inconscientemente. De boca de los niños, etc. Acababa de tomar el timón, y una ráfaga extraordinariamente fuerte inclinó la borda hasta la superficie del agua: tomó por avante, como le había enseñado, luego me miró, riendo, con los ojos brillantes de alegría.
—Esto es bastante divertido, ¿verdad, Felix?
—Sí. Lo has hecho muy bien. Ahora tendría que verte tu padre. ¡Cuidado! Tienes que mirar siempre por encima del hombro. Si miras a barlovento verás llegar las ráfagas.
Phil se sentía feliz. George le considera, o simula considerarle, un cobarde consumado.
Es notable hasta qué punto el carácter de un muchacho como Phil se modifica por la necesidad de justificarse a sí mismo ante los ojos de un padre antipático, con tal de demostrarle que está equivocado.
—¡Oh, sí! —gritó—. ¿No te parece que podríamos pedirle que viniera un día con nosotros? —Luego su rostro se ensombreció—. No, me había olvidado. No creo que venga. No sabe nadar.
—¿No sabe nadar? —dije.
Esta frase se repetía constantemente en mi pensamiento, gritándome cada vez más y más desde una enorme distancia, y, sin embargo, en el núcleo más secreto de mi ser. Como las voces que uno oye cuando está bajo los efectos de un anestésico; o como el enloquecido golpear de mi corazón, o como un espíritu vengador abriéndose paso a través de su cárcel.
Nada más por esta noche. Tengo que planearlo cuidadosamente; mañana escribiré mi plan. Será simple y mortal. Ya lo veo formándose ante mis ojos.
16 de agosto
Sí. Creo que es perfecto. La única dificultad reside en lograr que George me acompañe en el
dinghy
; pero unas burlas bien aplicadas conseguirán el milagro. Y una vez que esté a bordo del
dinghy
la función habrá terminado.
Tendré que esperar un día ventoso como el de ayer. Supongamos un viento del sudoeste: es el viento que aquí prevalece. Ascenderemos por el río más o menos un kilómetro y luego volveremos a favor del viento; ésa será mi oportunidad: esperaré una ráfaga, y trataré de mantener la dirección. El defecto que lo hace girar a sotavento sin duda hará volcar el barco.
Y George no sabe nadar.
Primero pensé hacerlo volcar yo mismo, pero generalmente hay pescadores diseminados a lo largo de las orillas, y alguno podría ver el accidente, saber algo de navegación, y hacerme preguntas molestas: por qué un marino experimentado como yo permitió que el barco volcara. ¡Cuánto más convincente si en el momento de zozobrar George estuviera manejando el timón!
Así lo he dispuesto. Cuando empecemos a correr, daré el timón a George, y me ocuparé de la vela mayor y de los foques. Tan pronto como vea aproximarse una ráfaga de viento, diré a George de poner timón arriba: esto hará que el viento quede detrás del gratil de la vela mayor y el botalón se correrá a la derecha, con terrible violencia; la única esperanza de evitar que el barco vuelque será poner timón abajo; pero George no lo sabe, y no tendré tiempo de quitarle el timón antes de que el barco vuelque. Tengo que acordarme de levantar la tabla central en cuanto empecemos a correr: es la cosa más natural, y asegurará por partida doble la volcadura del barco. George se verá arrojado limpiamente al agua; si tengo suerte, golpeado por el botalón. Le será imposible regresar y agarrarse al casco. Tendré que apañármelas para caer debajo de la vela o enredarme con las cuerdas, o algo semejante, de modo que no pueda libertarme para salvar al pobre hombre sino cuando ya sea tarde. Tengo que cuidar también de no estar demasiado cerca de alguno de los pescadores de las orillas cuando giremos.
Será un crimen perfecto, un accidente con todas las de la ley. Lo peor que puede pasar es que el oficial que investigue el caso me amoneste por haber permitido a George que saliera con un viento tan traicionero.