La bestia debe morir (10 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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¡El oficial Investigador! Por Dios; hay una trampa de la cual me había olvidado. Seguramente habrá de aparecer mi verdadero nombre durante la investigación, y Lena sabrá que soy el padre del niño que George atropello con ella en el coche.

¿Atará cabos y llegará a sospechar que el accidente no fue tan genuino como parecía? Tendré que arreglar esto de una manera u otra. ¿Me querrá lo suficiente como para no delatarme?

Es un asunto muy sucio emplear a Lena de este modo; pero ¿por qué diablos voy a preocuparme? Lo único que debo recordar es la pobre figurita de Martie, vacilante en medio de la calle, y el cartucho, roto, de caramelos. ¿Qué importan, comparados con esa muerte, los sentimientos de una persona?

Es muy doloroso, en los primeros momentos, ahogarse. Bien. Me alegro. Los pulmones de George, reventando; la parte de arriba de su cabeza, aullando de dolor; sus manos, tratando vanamente de arrancar del pecho el gigantesco peso del agua.

Espero que entonces se acuerde de Martie. ¿Nadaré hasta él y le gritaré: Martie Cairnes? No. Creo que puedo tranquilamente abandonarle a sus pensamientos de ahogado; ellos me vengarán suficientemente.

17 de agosto

Hoy, durante el almuerzo, le he echado el anzuelo a George. Estaban presentes Carfax y su mujer. La manera lastimosa que Violeta trataba de simular que no advertía el mutuo entendimiento entre Rhoda Carfax y George ha aguzado contra él mi ingenio. He dicho que Phil prometía llegar a ser un experto en el manejo del
dinghy
. En la cara de George se pudo ver una lucha entre la vanidad orgullosa y un desagradable escepticismo. Dijo, más bien rezongando, que se alegraba de que su hijo supiera hacer algo; así dejaría de haraganear por el jardín durante las vacaciones, etc., etc.

—Uno de estos días usted también debería probar su destreza —dije.

—¿Salir en esa cáscara de nuez? ¡Aprecio mucho mi pellejo! —rió, un poco demasiado estruendosamente.

—¡Oh!, es muy segura, si eso le preocupa. Es gracioso, sin embargo —proseguí, dirigiéndome a la mesa en pleno—, cómo algunas personas se asustan de un barquito; personas que nunca se han preocupado sobre las probabilidades de que les atropellen al cruzar la calle.

Ante esta broma mía, George bajó un poco la mirada; fue su única demostración. Violeta dijo:

—¡Oh, George
no tiene miedo
, estoy segura! Solamente que...

Era lo peor que podría haber dicho. Ante la idea de que su mujer tomara las armas para defenderlo, George se enfureció. Sin duda, ella estaba a punto de decir que George no sabía nadar; pero él la interrumpió, imitando desagradablemente su voz.

—No, querida, George no tiene miedo. No tiene miedo de un barquito, puedes estar segura.

—Muy bien —dije negligentemente—. Entonces, ¿vendrá usted uno de estos días, no? Estoy seguro de que va a divertirse mucho.

Ya está. Me sentí agitado y casi sin respiración. Todas las demás cosas de la habitación me parecieron difusas y lejanas: Lena conversando con Carfax, los vagos murmullos de Violeta, Rhoda sonriendo ociosamente al rostro de George, la anciana señora Rattery trinchando su pescado con un aspecto de desaprobación, como si le faltara
pedigree
, y dirigiendo de cuando en cuando alguna aguda mirada hacia George y Rhoda, por debajo de sus pestañas de invernadero. Tuve que permanecer inmóvil deliberadamente, para descansar mi cuerpo que temblaba como un alambre tenso. Miré por la ventana, hasta que la casa gris y el árbol por ella circundados se perdieron y confundieron en una especie de diseño tembloroso, cambiante y veteado, como las aguas de un río al sol.

Me sentí bruscamente arrancado de ese éxtasis por una voz que parecía venir desde muy lejos. Era Rhoda Carfax, que me decía:

—¿Y qué hace usted durante todo el día, señor Lane, cuando no está instruyendo a la juventud?

Me preparaba para una respuesta, cuando George intervino:

—¡Oh!, se queda sentado arriba, planeando su crimen.

En mis novelas he usado a veces el cliché sobre cómo toda la sangre parece vaciarse bruscamente del corazón de alguien. Nunca comprendí, sin embargo, cuan adecuado era. La frase de George me hizo sentir —y parecer, supongo— como si mi carne hubiera sido desangrada. Le miré absorto, durante un tiempo que me pareció durar horas, con la boca temblando y fuera de control. Sólo cuando Rhoda dijo: «¡Ah!, usted trabaja en un libro nuevo, ¿no?», comprendí que George se había referido a un crimen literario. ¿O quizá no? ¿Es posible que haya descubierto o sospechado algo? No; temer esto sería ridículo. En ese momento, mi alivio fue tan grande que me sentí agresivo e irritable, furioso con George, por haberme dado semejante susto. Dije:

—Sí, estoy preparando un crimen muy hermoso. Creo que ha de ser mi obra maestra.

—Ciertamente, se lo guarda muy escondido —dijo George— Puertas bajo llave, labios sellados, y todo eso. Por supuesto, él
dice
que está escribiendo una novela; pero no tenemos ninguna prueba, ¿no? Creo que debería enseñarnos los originales, ¿no te parece, Rhoda? Sólo para que nos cercioremos de que no es un fugitivo de la justicia, o un criminal disfrazado, o algo por el estilo.

—Yo, no...

—Sí, léenos algo después del almuerzo, Felix —dijo Lena—. Nos sentaremos alrededor y gritaremos en coro cuando desciende la daga del villano.

Era insoportable. La idea se propagó y avivó como el fuego en un rastrojo.

—Por favor. Sí, usted debe hacerlo.

—Vamos, Felix, sé amable.

Tratando de parecer firme, pero, supongo, con todo el aspecto de una gallina asustada, dije:

—No, no puedo. Lo siento. Odio que alguien vea un manuscrito mío inconcluso. Tengo esa manía.

—No nos arruine la diversión, Felix. Le diré cómo; yo mismo lo leeré, ya que el ruboroso autor es demasiado tímido. Leeré el primer capítulo, y luego haremos una tómbola acerca de quién es el asesino: un chelín cada uno en el pozo. Supongo que el asesino aparece en el primer capítulo, ¿no? Subo y lo traigo.

—Ni piense en hacerlo —Mi voz parecía cambiada—. Se lo prohíbo. No quiero que nadie hurgue mis manuscritos.

El rostro estúpidamente sonriente de George me enfurecía. Debí de haberle mirado con ostensible odio.

—A usted no le gustaría que alguien hurgara su correspondencia particular, así que puede dejar la mía tranquila, ya que me obliga a ser tan explícito.

George estaba encantado, por supuesto, por haber conseguido que me enfadara.

—¡Ah, conque ésas tenemos! Correspondencia particular. Cartas de amor. ¿Escondiendo su amor entre las matas? —rió estrepitosamente, celebrando su ocurrencia—. Será mejor que tenga cuidado, porque si no, Lena se pondrá celosa. Cuando la provocan es terrible; hablo por experiencia.

Hice un esfuerzo desesperado para mantenerme tranquilo y hablar de una manera negligente.

—No. No son cartas de amor, George. ¡Cómo se nota que esas cosas son su única obsesión! —Algo me hizo seguir—: Pero yo no le leería mi manuscrito, George. Suponga que le introdujera en la historia; sería muy molesto para usted, ¿no es así?

Carfax intervino inesperadamente:

—No creo que se reconociera. Generalmente nadie lo hace. Salvo que fuera el héroe, por supuesto.

Una observación agradablemente ácida. Carfax es un personaje tan indiferente, que no la hubiera esperado de él. La puntilla, no hace falta decirlo, era demasiado fina para que la espesa piel de George pudiera sentirla. Empezamos a hablar de cómo y hasta qué punto los escritores sacan sus personajes de la vida real, y la tormenta pasó. Pero mientras duró fue muy desagradable. Espero, por Dios, no haberme delatado al enfadarme tanto con George. Espero que el lugar donde escondo este diario sea verdaderamente seguro. Dudo que una cerradura y una llave sean capaces de contener a George, si éste se sintiera realmente interesado en el «manuscrito».

18 de agosto

¿Puede usted imaginarse,
hypocrite lecteur
, en situación de poder cometer un crimen impunemente? ¿Un crimen que, tanto si tiene éxito su consumación, su manera de realizarse, como si por alguna desgracia imprevisible, no lo tiene, será considerado, de todos modos, como un accidente, sin la menor sombra de sospecha? ¿Puede imaginarse viviendo, día tras día, en la misma casa que su víctima, un hombre cuya existencia —aparte de lo que ya sabemos acerca de su especial infamia— es una maldición para cada uno de los que lo rodean y un insulto al Creador? ¿Puede imaginar cuán fácil es vivir con esta detestada criatura? ¿Cuán pronto la familiaridad con la víctima origina el desprecio hacia ella? A veces, quizá, él le mira a usted extrañamente; usted le parece distraído, y le contesta con una sonrisa amable y vacua, distraída, porque en ese mismo momento usted está imaginando, por quincuagésima vez, los movimientos exactos del viento, del timón y de las velas, los movimientos que han de causar su destrucción.

Imagine todo eso, si puede, y luego trate de concebirse detenido, frustrado, impedido, por una pequeña cosa sin importancia. ¿La sutilísima voz de la conciencia? Tal vez lo haya supuesto usted, amable lector; un pensamiento generoso, pero incorrecto. Créame, no siento el menor remordimiento por la supresión de George Rattery. Aunque no hubiera tenido otra razón, me justificaría la manera en que está arruinando e hiriendo la vida de Phil, ese niño encantador; ha matado a un niño maravilloso, no le dejaremos que destruya a otro. No, no es la conciencia lo que me retiene. Ni siquiera mi timidez natural. Es un obstáculo más elemental aún que esto: ni más ni menos que el tiempo.

Aquí estoy, y aquí estaré, no sé cuántos días, silbando para que surja el viento, como un antiguo marino. (Supongo que silbar al viento es un acto de magia simpática, tan viejo como el primer barco de vela; lo mismo que cuando los salvajes golpean sus tambores para atraer la lluvia, o cumplen en los campos sus ritos de fertilidad.) No es tan cierto que yo silbe para que venga el viento; hoy el viento soplaba del sudoeste, pero, por desgracia, demasiado, como un huracán. Ésa es la dificultad. Tengo que elegir un día en que haya bastante viento como para hacer girar a un barco mal pilotado, pero no tanto como para que parezca una locura salir con un novicio a bordo. ¿Y cuánto tendré que esperar para conseguir la cantidad exacta de viento? No puedo quedarme aquí para siempre. Aparte de todo lo demás, Lena se está impacientando. A decir verdad, empiezo a descubrir que me aburre un poco. Decirlo es abominable; ella es tan dulce y amorosa; pero últimamente parece haber perdido un poco de su ánimo; está demasiado infantil y apasionada e intensa para mi actual estado de ánimo. Esta tarde me ha dicho: «Felix, ¿no podríamos irnos a alguna otra parte? Estoy cansada de toda esta gente. ¿No quieres?» Estaba muy excitada al decírmelo; no me extraña; para ella no debe ser muy divertido ver todos los días a George, que le recordará la vez que atropellaron a un niño con el coche, hace siete meses. Tuve que conformarla con promesas vagas, por supuesto. No me siento muy inclinado hacia Lena; pero no me atrevería a romper con ella, aun si quisiera ser un sinvergüenza, porque debo tenerla de mi parte cuado surja mi verdadera identidad en el curso de la investigación.

Me gustaría que volviera a ser la muchacha de alta tensión, alegre y fuerte, que era cuando la conocí. Sería tanto más fácil traicionar a esa Lena. Y tarde o temprano tendrá que saber que ha sido traicionada, utilizada como clave en algún problema mío, aunque nunca llegue a comprender de qué problema se trataba.

19 de agosto

Una extraña ilustración marginal del hogar de los Rattery. Pasaba junto a la puerta semiabierta de la sala. Desde adentro se oía el murmullo de un llanto ahogado; quise seguir —uno se acostumbra a esa clase de cosas en esta casa— cuando oí decir a la madre de George, en voz baja, imperiosa, urgente, áspera:

—Vamos, Phil, deja de llorar. Recuerda que eres un Rattery. Tu abuelo murió luchando en Sudáfrica. A su alrededor había un círculo de enemigos muertos. Le cortaron en pedazos. No consiguieron que se rindiera. Recuérdalo. ¿No te avergüenza sollozar cuando...?

—Pero él no debería..., él... no puedo soportar...

—Cuando seas mayor, comprenderás esas cosas. Tal vez tu padre sea un poco irascible, pero no puede haber más de un amo en la casa.

—No me importa lo que digas. Es un déspota. No tiene derecho de tratar así a mamá... Es injusto... Yo...

—¡Cállate, niño! ¡Cállate en seguida! ¿Cómo te atreves a criticar a tu padre?

—Bueno,

lo haces. Ayer oí cómo le decías que era un escándalo su relación con esa mujer y que...

—Basta, Phil. No te atrevas a volver a mencionar tal cosa, ni a mí ni a nadie —La voz de la señora Rattery parecía el filo de una hoja corroída, mellada. De pronto, en un cambio horrible, se volvió dulce y paciente, y dijo—: Prométeme, jovencito, que olvidarás todo lo que oíste ayer. Eres demasiado joven para turbar tu mente con asuntos de personas mayores. Prométemelo.

—¡No puedo prometer olvidarlo!

—No seas tan sutil, jovencito. Comprendes muy bien lo que quiero decir.

—¡Oh, muy bien! Lo prometo.

—Eso está bien. Ahora, ¿ves la espada de tu abuelo colgada allí en la pared? Tráemela, por favor.

—Pero...

—Haz lo que te digo... Está bien. Dámela ahora. Quiero que hagas una cosa por tu abuelita. Quiero que te arrodilles y sostengas la espada frente a tu pecho y jures que, suceda lo que sucediere, mantendrás el honor de los Rattery y nunca te avergonzarás del nombre que llevas. Suceda lo que sucediere. ¿Comprendes?

No aguanté más. George y la vieja arpía conseguirán que el chico se vuelva loco. Entré en la habitación, diciendo:

—Hola, Phil. ¿Qué haces con esa horrible espada? ¡Por Dios, no la dejes caer, o te cercenará los pies! ¡Ah, señora Rattery, no la había visto! Lo siento mucho, pero tengo que llevarme a Phil; ya es hora de empezar las lecciones.

Phil parpadeó, estupefacto, como un sonámbulo recién despierto; luego miró nerviosamente a su abuela.

—Ven conmigo, Phil —le dije.

Tuvo un estremecimiento y, bruscamente, se deslizó delante de mí, fuera del cuarto. La vieja señora Rattery permaneció sentada, con la espada sobre las rodillas, estúpida y pétrea, como una figura de Epstein. Al salir sentí sus ojos clavados en mi espalda; por nada del mundo me hubiera atrevido a volverme y a encontrar su mirada. Por Dios, me gustaría ahogarla con George. Entonces habría esperanza para Phil.

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