La bestia debe morir (8 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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Lena vino y se sentó a mi lado; estábamos algo separados de los demás. Me pareció muy atrayente con sus ropas de tenis: armonizaban con sus ágiles movimientos. Adquiría, además, un aire infantil, ficticio pero encantador, para hacer juego.

—Estás encantadora —le dije.

—Ve y díselo a la mujer de Carfax —contestó. Pero advertí que se había alegrado.

—¡Oh!, eso se lo dejo a George.

—¿George? No seas ridículo —pareció casi enfadada. Luego recompuso su expresión y me dijo:

—Apenas te he visto desde que estamos aquí. Todo el tiempo has estado con una mirada lejana, como si hubieras perdido la memoria o tuvieras una indigestión.

—Es mi temperamento artístico que sube a la superficie.

—Bueno, podrías dejarlo a un lado y condescender a un beso de vez en cuando. Por lo menos —se inclinó y murmuró en mi oído— no hace falta esperar hasta que volvamos a Londres, Pussy, recuérdalo.

Nadie podrá decir que no soy un asesino obsesionado: tan absorto había estado en el problema de George, que había olvidado completamente mi relación con Lena. Traté de explicarle por qué me quedaba allí. Temía que ella hiciera una escena: el hecho de estar a la vista de muchas personas la hubiera estimulado en vez de contenerla. Pero, muy extrañamente, Lena recibió con toda tranquilidad la noticia. Demasiada tranquilidad, por cierto; yo podría haber sospechado alguna otra cosa; había un pliegue desafiante e irónico a los lados de su boca cuando me fui a jugar un partido de tenis, y a mitad de camino noté que estaba sumida en una profunda conversación con Violeta. Cuando salíamos de la pista, oí que le decía a George:

—¿Qué te parece si tu deslumbrante cuñada se queda un tiempo más con vosotros? Ya hemos terminado una película, y he pensado que podría enclaustrarme durante un tiempo en la tranquila vida de campo.

—Todo esto es muy repentino —dijo, dirigiéndole una de esas miradas calculadoras de traficante de esclavos—. Si Violeta está de acuerdo, supongo que nos resignaremos. ¿Por qué ese cambio?

—Bueno, no se lo digas a nadie, pero creo que languidecería lejos de mi Pussy. Pero no se lo digas a nadie.

—¿Pussy?

—El señor Felix Lane. Felix el Gato. Pussy. ¿Comprendido?

George emitió una risa fortísima, estúpida y desconcertada.

—Que me cuelguen. ¡Pussy! Le queda bastante bien, sobre todo por su manera de devolver la pelota por sobre la red. Pero realmente, Lena...

No se imaginaba que yo estaba escuchando. Tal vez sea mejor que en ese momento no haya visto su cara. ¡No olvidaré el sarcasmo! Pero Lena, ¿qué pretende hacer? ¿Es posible que esté valiéndose de mí para tentar a George? ¿O habré estado, desde el principio, cometiendo una equivocación imperdonable, horrible, respecto a ella?

5 de agosto

Como de costumbre, lecciones con Phil durante la mañana; es un muchacho bastante despierto —Dios sabe de dónde habrá heredado la inteligencia—, pero hoy estaba algo distraído.

Por ciertos indicios —su atención vagabunda y una mirada más bien lacrimosa de Violeta, que se cruzó conmigo cuando entré— supuse que había habido una pelea en casa de Rattery. En medio de una frase latina, Phil me preguntó si yo estaba casado.

—No. ¿Por qué? —le dije. Me avergonzó mentirle, aunque miento a los demás sin el menor escrúpulo.

—¿Le parece bien casarse? —preguntó, con su fina voz precisa y reposada.

Para sus años, su modo de hablar es de persona adulta, como la de la mayor parte de los hijos únicos.

—Sí. Creo que sí. Puede ser en algunos casos —dije.

—Sí; supongo que sí, entre personas adecuadas. Yo nunca voy a casarme. Nos hace tan desgraciados... No quisiera...

—El amor suele hacer desdichadas a las personas; parece mal, pero es cierto.

—¡Oh, el amor! —dijo. Se detuvo un momento, respiró profundamente y sus palabras surgieron atropelladas—. A veces, mi padre le pega a mi madre.

Yo no sabía qué decir; comprendí que necesitaba desesperadamente una palabra de aliento. Como cualquier chico sensible, se siente terriblemente desgarrado por estas luchas entre sus padres. Para él es como vivir en un volcán; no tiene seguridad. Yo estaba a punto de consolarle; pero de pronto me tomó una especie de repugnancia; no quería que me distrajeran, que me envolvieran.

Dije, un poco fríamente:

—Supongo que será mejor que continuemos con el ejercicio.

Realmente, fue un acto de miserable cobardía. Vi mi traición reflejada en la cara de Phil.

6 de agosto

Esta tarde di una vuelta por el garaje Rattery Carfax.

Le dije a George que podía servirme de material para un libro:
nihil subhumanum a me alienum puto
es el lema del novelista policial, aunque no se lo expresé con estas palabras.

Le hice muchas preguntas idiotas que le permitieron adoptar una actitud protectora, mientras yo descubría la existencia de todas las piezas de repuesto de los modelos de coche por ellos representados; no me atreví a preguntar directamente por los guardabarros y los parachoques; podría haberle infundido la sospecha de que era un policía disfrazado. Ya he descubierto que a veces, por la noche, guarda aquí su coche, aunque tiene un garaje adosado a su casa. Luego fuimos a la parte trasera. Hay un pedazo de terreno con un apartado de cosas inútiles, y el Severn detrás. Quise dar un vistazo al montón de hierro viejo, por más que no podía creer que George hubiera sido tan tonto como para dejar el guardabarros abollado allí; por eso le entretuve con un poco de conversación.

—¡Qué feo aspecto tiene esto!

—¿Y qué quiere que hagamos con todas estas cosas? ¿Que cavemos un elegante pozo y las enterremos como los de la Liga contra el Desorden?

George estaba bastante enfadado. A pesar de su gran aplomo, a veces es muy susceptible.

De pronto, decidí arriesgarme.

—¿Por qué no tiran al río todo este material viejo? ¿Nunca lo hacen? Por lo menos, lo perderían de vista.

Hubo una pausa perceptible antes de que me contestara. Me encontré temblando sin control, y tuve que alejarme hacia la orilla del río para que no lo advirtiera.

—¡Por Dios, hombre, qué idea! ¡Toda la municipalidad se me vendría encima! ¡En el río! ¡Eso sí que es bueno! Se lo diré a Carfax.

Estaba al borde del agua.

—De cualquier manera, las orillas son muy poco profundas. Mire...

Yo miraba. Podía ver el lecho del río, y también, a quince metros a mi izquierda, una balsa amarrada. «Sí, George, son muy poco profundas estas orillas para esconder algo; pero usted pudo ir con la balsa hasta el centro del río y tirar ahí las pruebas del crimen.»

—No sabía que el río fuera tan ancho en esta parte —dije—. Me gustaría navegar un poco. Supongo que por aquí se podrá alquilar algún barquito.

—Supongo —dijo con indiferencia—. Un juego muy sedentario para mi gusto, ese de estar acurrucado con una cuerda en la mano.

—Me gustaría llevarle algún día con viento fuerte. No le parecería tan «sedentario».

He visto todo lo que quería ver. El hierro viejo del vertedero es, en realidad, hierro viejo. Un espectáculo desagradable, y estoy seguro de haber visto una rata que salía de allí, cuando volvíamos: con la basura y la humedad, aquello debe de parecerles el cielo. De regreso al garaje, nos encontramos con Harrison Carfax. Mencioné, al pasar, que me gustaría navegar un poco, y me dijo que su hijo tenía un barco de doce pies de eslora, y que estaba seguro de que me lo prestaría, porque él lo usaba solamente los domingos. Sería un buen cambio de ambiente poder salir de cuando en cuando por el río. Podría enseñarle a Phil a manejar el barco.

7 de agosto

Esta tarde casi mato a George Rattery. Estuve muy cerca. Me siento completamente exhausto. Ninguna emoción. Solamente un doloroso vacío donde debería estar la emoción, como si fuera yo, y no él, quien se hubiera salvado; no, salvado no, una suspensión momentánea de la ejecución: nada más que eso. Fue todo tan simple y tan infantil —mi oportunidad y su escapatoria—. ¿Llegaré a tener otra oportunidad semejante? Ya es medianoche pasada, y no he hecho más que recordar una y otra vez lo sucedido; tal vez escribiéndolo pueda quitármelo de la cabeza, y conseguir un poco de sueño.

Lena, Violeta, George, Phil y yo, hemos salido esta tarde a pasear en el coche por los Costwodls.

Íbamos a contemplar un poco los paisajes del lado de Bibury, y a tomar el té al aire libre. George me mostró el pueblo de Bibury como si fuera propiedad suya, mientras yo procuraba comportarme como si no hubiera estado allí cien veces.

Nos detuvimos sobre el puente contemplando las truchas, que parecían tan gordas y orgullosas como el mismo George; luego seguimos en el coche subiendo por los cerros.

Lena estaba sentada atrás, con Phil y conmigo; últimamente ha estado muy afectuosa, y cuando bajamos me dio el brazo y caminó apretada contra mí. Yo no sé si fue esto lo que encendió la ira de George. El hecho es que algo la encendió, porque una vez que hubimos extendido unas mantas en el extremo de un bosque, mientras Violeta sugería que encendiéramos una fogata para alejar los mosquitos, empezó a desarrollarse una escena infame.

Primero, George protestó porque tuvo que ir a buscar ramitas. Lena empezó a bromear, diciendo que un poco de trabajo manual mejoraría su silueta; esto no le sentó nada bien.

George, evidentemente furioso, llamó a Phil diciéndole que ya que había sido boy-scout en la escuela, podía demostrarnos cómo se encendía una hoguera. George estaba de pie junto a él, amonestándole y gritando, mientras el infeliz muchacho, sin saber qué hacer con las ramas, gastaba montones de fósforos y se quedaba sin pulmones tratando de avivar el fuego.

Su cara enrojeció; sus manos empezaron a temblar lastimosamente. George se estaba comportando de un modo abominable.

Después de un rato, Violeta intervino; lo que fue echar aceite a las llamas. George le gritó que si ella había pedido el fuego, para qué diablos intervenía ahora, y que solamente un retrasado mental como Phil era incapaz de encender fuego. Esto fue demasiado para Phil —este ataque insensato a su madre—; se levantó y le dijo a George en la cara:

—¿Por qué no lo enciendes tú, si sabes tanto? —El pequeño desafío acabó en un murmullo. Phil no tuvo el coraje necesario para llevarlo a término. Pero George lo había oído. Le dio un golpe que le tiró al suelo. La escena era indescriptible, horrible. Por una parte, George incitaba al niño a la rebelión, y luego le maltrataba.

Yo estaba furioso conmigo mismo por no haber intervenido antes. Me levanté: estaba decidido a decirle a George lo que pensaba de él (lo cual, de paso, hubiera arruinado todo mi plan). Pero Lena intervino, y dijo textualmente, como si nada hubiera ocurrido:

—Id vosotros dos y mirad el paisaje. El té estará listo dentro de cinco minutos. Ve, George querido.

Le miró con una de sus más acariciantes miradas, y él se fue conmigo, como un cordero.

Sí, fuimos a ver el paisaje: era un paisaje espléndido, pero casi lo primero que vi cuando rodeamos el bosque, fuera de la vista de los demás, fue un abrupto declive, de unos treinta metros, una cantera abandonada. Es largo describirlo, pero todo pasó en menos de treinta segundos. Me había alejado un poco de George, pues quería mirar una orquídea. Cuando llegué me encontré en el borde mismo de la cantera. Allí estaba la orquídea, la caída vertical a mis pies, los cerros rodeándonos, deliciosos con sus pastos y el trébol; y allí estaba George, curvando sus labios gruesos debajo del bigote, envenenando para Violeta y el pobrecito Phil el aire de la tarde; el hombre que había matado a Martie.

Vi todo esto, y la cueva de conejos al borde, simultáneamente. Ya sabía con exactitud cómo destruir a George. Le llamé para que echara un vistazo desde allí. Empezó a acercarse. Le enseñaría la moledora que estaba en el fondo de la cantera, debajo de nosotros. Él estaría en el mismo borde. Entonces yo empezaría a caminar. Pero al dar el primer paso, metería el pie en la cueva de conejos, y caería pesadamente contra las piernas de George; él se precipitaría barranca abajo: la altura y el peso se encargarían del resto.

Era un asesinato perfecto; no importaba que alguien nos viera: yo no tenía el propósito de ocultar que había tropezado y caído contra George; pero como nadie sabía que yo tenía un motivo para matarle, nadie sospecharía que no hubiera sido un accidente.

George estaba ahora apenas a unos cuatro metros de distancia.

—Bueno, ¿qué hay? —dijo, caminando siempre hacia mí.

Entonces cometí un error fatal, aunque no podía saber que era un error. Me sentí como embravecido y le dije, casi desafiándole a que se acercara.

—Hay una cantera muy alta. Un verdadero precipicio. Venga y mire.

Se paró en seco y dijo:

—No, no es para mí; gracias, amigo; nunca he podido soportar la altura, la cabeza no me da para tanto; tengo vértigo, o lo que sea.

Ahora debo empezar de nuevo.

10 de agosto

Anoche hubo una fiesta en casa de Rattery. Ocurrieron dos pequeños incidentes, reveladores del carácter de George, si puede usarse la palabra «reveladores» para un carácter tan evidente.

Después de la comida. Lena hizo una o dos pruebas. Luego jugamos a un juego singularmente erótico, denominado «Sardinas». Una persona debe elegir, para esconderse, un lugar estrecho. Si alguien la encuentra, se desliza a su lado, y así sucesivamente, hasta originar una confusión que es una mezcla entre el Hueco Negro de Calcuta y una orgía babilónica. Bueno, la primera vez que jugamos se escondió Rhoda Carfax. La encontré en seguida, en un armario lleno de escobas.

Estaba bastante oscuro, y mientras me sentaba a su lado me susurró:

—Pero, George, ¡qué extraño que me hayas encontrado tan rápidamente! Debo ser magnética.

Adiviné, por la manera irónica con que lo dijo, que ya le había dicho dónde encontrarla. Tomó mi brazo y lo puso alrededor de su cintura; reclinó la cabeza en mi hombro, y descubrió que había cometido una horrible equivocación. Sin embargo, la soportó dignamente y no trató de hacerme quitar el brazo de su cintura. En ese momento entró alguien, a tientas, pisándome los pies pesadamente, y se deslizó al otro lado de la señora Carfax.

—¡Hola! ¿Eres Rhoda, no? —murmuró.

—Sí.

—¿Así que George te encontró primero?

—No es George; es el señor Lane.

El hombre que había entrado después de mí era James Carfax. Es interesante que haya supuesto que yo era George; debe de ser uno de esos maridos complacientes. George llegó el tercero; no creo que estuviera muy contento de encontrar tanta gente. Por lo menos, después de otro partido de «sardinas», dijo que debíamos jugar a otra cosa (es el tipo de hombre que quiere estar cambiando todo el tiempo, aunque sea en los juegos de salón). Y empezó a organizar un juego excesivamente salvaje y estrepitoso, que consistía en arrodillarse en un círculo y tirarse almohadones. Eligió un almohadón bastante duro, y suscitó un gran alboroto, rugiendo de alegría. En un momento dado, me tiró el almohadón con toda su fuerza contra la cara. Me caí de lado; me había acertado en un ojo y estuve ciego por un momento. George emitió uno de sus rugidos de risa vacua.

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