La bestia debe morir (12 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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—No tenga miedo del señor Lane. Es muy diestro para manejar un barco. Con él está bastante seguro.

—Bueno, mejor saberlo —dijo George, mirando a Felix con indiferencia.

El barco se deslizó indolentemente, dócil como una oveja. No era fácil imaginarse aún al caballo caprichoso, artero y difícil de dominar en que se transformaría cuando sintiera todo el embate del viento. Aquí estaba protegido por las altas márgenes del lado de estribor. George encendió otro cigarrillo, maldiciendo con petulancia, a media voz, cuando el viento le apagó el primer fósforo. Dijo:

—Bastante despacio, ¿no es cierto? —Felix no se molestó en contestar. ¿Así que también George siente que el barco se mueve demasiado lentamente? De nuevo se encendió en él la impaciencia, para abatirse luego como banderas en un día ventoso. Los sauces de la ribera arrastraban y flameaban sus cabelleras al viento, pero aquí la brisa sólo bañaba suavemente su frente. Recordó a Tessa, y a Martie, y pensó sin aprensión en el dudoso porvenir. Los sauces, al agitar sus hojas plateadas, le recordaron a Lena; pero ella parecía estar muy lejos de aquel barco que llevaba a los dos hombres hacia una crisis en cuya preparación ya había representado su papel.

Se acercaban ahora al recodo del río. George miraba de cuando en cuando a su compañero y hacía algún ademán de hablar; pero había algo en la intensa preocupación de Felix, capaz de abrirse paso aun a través de la insensibilidad de George, y de obligarle al silencio. Felix tenía una extraña y desacostumbrada autoridad mientras dirigía el barco. George lo reconoció con un vago sentimiento de petulancia, pero las emociones que luchaban en su mente fueron pronto dispersadas por la violencia del viento sudoeste que se lanzó sobre ellos mientras tomaban la curva. Frente a ellos el río estaba oscuro y tormentoso; se formaban continuas olitas sobre su superficie, a veces hondamente surcada por una ráfaga más violenta. El viento que soplaba a lo largo del remanso luchaba contra la corriente, levantando olas abruptas que se sacudían y golpeaban contra los costados del barco. Felix, sentado en la misma borda del
dinghy
, apoyando con fuerza los pies sobre el banco lateral opuesto, ceñía por el lado de estribor. El
dinghy
, con su costumbre de escapar al viento, se sumergía y pateaba como un caballo indómito debajo de Felix, mientras éste luchaba con la vela mayor y el timón para mantenerlo frente al viento. Mirando continuamente por encima del hombro, calculaba la fuerza y la dirección de cada ráfaga que venía hacia él, rasgando su camino sobre la superficie. En un intervalo, pensó sardónicamente que sería una lástima que una de estas ráfagas hiciera volcar antes del momento esperado, por ahora, todas sus energías estaban dedicadas a preservar la vida del hombre cuya huella había estado siguiendo cuidadosamente durante tantos días.

Puso el timón arriba. Mientras la proa trataba de abrirse paso hacia el viento, dejó ir la cuerda de estribor del foque; el viento se apoderó de él y lo sacudió ferozmente de lado a lado, como un perro que sacude un enorme trapo; se sintió una salvaje confusión de ruido y de movimiento: la popa, deslizándose al girar, hizo bullir el agua, y varias olitas fueron a golpear la cercana orilla próxima. El barco se adelantaba lentamente sobre la borda de babor; una ráfaga lo dobló hacia el costado, pero Felix había puesto ya el timón abajo y lo forzaba a avanzar hacia el viento; estaba erguido de nuevo, con un cansado estremecimiento de la vela hacia el lado de la nueva borda. George, inclinándose desesperadamente hacia barlovento, había advertido el peligroso vuelco del
dinghy
y oído cómo silbaba el agua junto a la borda de sotavento. Apretó los dientes, decidido a no demostrar su miedo a aquel hombrecito barbudo que silbaba mientras luchaba con el viento, amo por el momento, pero cuyo pescuezo podía romper como una ramita en cualquier instante.

Felix, en verdad, estaba tan absorto en controlar su indócil barco, que ni se acordaba de pensar en George. Era vagamente consciente del delicioso poder que ejercía sobre aquel matón vulgar y presuntuoso; se divertía con el mal disimulado terror del hombre, pero ahora sólo como una pequeña parte de su lucha habitual con el viento y el agua. Otra parte de su mente recordaba la posada blanquinegra que se veía allá lejos, en la orilla opuesta; el cacharro abandonado y roto que yacía frente a ella al lado del embarcadero; los pescadores contemplando sus barcas en un éxtasis místico que no llegaban a turbar las viradas y los giros del
dinghy
mientras tejía su zigzag de ribera a ribera. «Si yo quisiera —pensó—, podría ahogar ahora a George, y ninguno de esos pescadores lo advertiría.»

En ese instante oyeron un estrépito; mirando hacia atrás, Felix vio asomar por la curva dos lanchas a motor, por el través, y cada una remolcando un par de lanchones. Calculó con la vista la distancia. Estarían a unos doscientos metros más atrás y le alcanzarían en su tercera bordada a partir de ésta. Él podía, mientras pasaban, hacer unas bordadas cortas entre las orillas y la hilera de lanchones más próxima; pero si así lo hacía, corría el peligro de ser momentáneamente dejado sin viento al ser ocultado por los cascos, y de quedar a merced de la próxima ráfaga; y también el peligro del golpe de agua desviándole de su camino, y la amenaza del cable tenso que unía los lanchones. La alternativa era girar cuando hubieran pasado. Sus cálculos fueron interrumpidos por George, que se despejó la garganta y dijo:

—¿Qué hacemos ahora? ¿Se acercan bastante, no?

—¡Oh, habrá suficiente lugar! —agregó Felix, maliciosamente—. Los barcos a motor deben dar paso a los barcos a vela, ¿sabe?

—¿Dar paso? No veo que nos den paso. ¡Caramba, creen que son los dueños del río! ¡Venirse de dos en fondo! Es un escándalo. Les tomaré el número y me quejaré a los propietarios.

George incubaba sin duda un ataque de nervios que pronto no podría contener. Verdaderamente, las dos grandes lanchas a motor se les venían encima, y parecían terribles, con sus bigotes de espuma ondulando a los costados. Pero Felix tomó con toda calma otra bordada, y empezó a cruzar el río unos treinta metros frente a las lanchas. George se frotaba la cara con una mano, acercándose furtivamente a Felix, mirándole absorto con sus ojos cada vez más abiertos. De pronto, empezó a gritar:

—¿Qué va a hacer? ¡Tenga cuidado! No puede...

Pero sus palabras fueron cortadas y ahogadas repentinamente por el estruendo de la sirena de una de las lanchas, que parecía hacerse eco de la creciente histeria de la voz de George. Al ver la ridícula angustia de su rostro, Felix pensó súbitamente que aquél era el momento apropiado para representar un accidente
impromptu
. El terror de George, aunque le inspiraba desprecio, al mismo tiempo le incitaba. Pero rechazó la tentación de alterar su plan primitivo. Sabía que era el mejor; para estar doblemente seguro, mejor unirse al plan y no aventurarse en improvisaciones. Pero no había inconveniente en dar otro susto a George.

Las lanchas estaban ahora a unos veinte metros, encerrando al
dinghy
contra la ribera. Felix tenía poco sitio para maniobrar. Cambió de rumbo, y la dirección del
dinghy
empezó a converger y a acercarse a la de la lancha más próxima. Se dio cuenta, vagamente, de que George se había aferrado a su pierna y le estaba gritando en los oídos: «¡Si chocamos con la lancha, pedazo de estúpido, no pienso soltarle!» Felix puso el timón arriba y arrió la vela, de modo que el barco giró, con el botalón sobre la borda de babor, mientras la monstruosa proa de la lancha pasaba casi rozándolo, con ocho metros apenas de separación. El
dinghy
fue arrastrado a favor del viento, y George, en un estado de furia incontrolable, se levantó tambaleándose y agitó sus puños en dirección al hombre impasible de la cubierta, gritándole toda clase de imprecaciones. Un joven, sentado más hacia la popa, miró con indiferencia sus gesticulaciones. Luego el
dinghy
fue embestido por la estela de la lancha, y George perdió el equilibrio, cayendo sobre las tablas del fondo.

—Yo de usted no me volvería a poner de pie —dijo suavemente Felix Lane—. La próxima vez podría caerse del barco.

—¡Al diablo esos...! ¡Que el diablo se los lleve! Les...

—¡Oh, cálmese! No había el menor peligro —Felix prosiguió tranquilamente—: Lo mismo sucedió el otro día cuando salí con Phil. Pero él no se asustó.

El lanchón siguiente pasó a su lado, una embarcación de hierro, larga y baja, con la palabra «inflamable» escrita a lo largo de la cubierta. Parecía verdaderamente que Felix tuviera la intención de inflamar a su compañero. Mientras hacía girar de nuevo al
dinghy
sobre la borda de babor, brincando sobre la estela ondulante de las lanchas, observó fría y distintamente:

—Nunca he visto a una persona mayor que se pusiera tan en ridículo.

Hacía seguramente mucho tiempo que nadie se dirigía de esta manera a George. Se enderezó, miró incrédulamente a Felix, como dudando de sus oídos; un fuego peligroso brilló en sus ojos. Pero después de unos minutos se le ocurrió seguramente otra idea, porque se encogió de hombros y se volvió con una sonrisa artera y misteriosa. Ahora era Felix Lane quien parecía cada vez más y más nervioso, jugando distraídamente con el aparejo y dirigiendo inciertas miradas hacia su compañero, mientras George, desplazando su corpulencia de un lado a otro del barco, a medida que se sucedían las bordadas, comenzaba a silbar y a hacer algunas observaciones aisladas y chistosas.

—Empiezo a divertirme —dijo.

—Bueno. ¿Quiere coger un rato el timón? —La voz de Felix era seca, tensa, casi repentina. Era mucho lo que dependía de la contestación a esa pregunta. Pero George no pareció encontrar nada anormal.

—Cuando usted quiera —contestó descuidadamente.

Una sombra, una expresión que podría haber sido traducida como ambigüedad, consternación u oscura ironía, iba y venía por la cara de Felix. Cuando habló, su voz era apenas un murmullo y, sin embargo, había en ella una nota de desafío que no podía ser disimulada.

—Hace bien. Seguiremos hasta un poco más adelante, y luego daremos vuelta y usted puede timonear.

Lo estaba retrasando, se dijo a sí mismo: «Débil de voluntad, postergas la crisis, tu última esperanza. No hay otro remedio: si hay que actuar, cuanto antes mejor. Ahora, a otra cosa: me gustaría saber qué utiliza aquel pescador como carnada; mi caña también tiene carnada; una carnada lista para George Rattery.»

Se habían invertido ahora las posiciones. Felix se hallaba en un estado de nervios lamentable, no ya ajetreándose, sino con todo el cuerpo rígido por el sufrimiento; George había recuperado su tono jocoso, su brutal actitud de orgullo y petulancia; o por lo menos, así habría parecido a uno de esos observadores omniscientes y ubicuos de Thomas Hardy, si hubiera asistido a esta extraña excursión. Felix notó que el lugar que había elegido para la acción —un grupo de olmos en la orilla derecha— quedaba ahora a popa. Apretando los dientes, siempre esperando inconscientemente la llegada de las ráfagas del lado de babor, hizo girar al
dinghy
en una amplia curva. El agua arremolinada gorgoteó sardónicamente. No se atrevió a encontrar los ojos de George, mientras le decía con voz abrupta y agitada:

—Ahí tiene. Coja el timón. Mantenga la amarra de la vela hacia fuera, como está ahora. Yo iré hasta la punta y levantaré la tabla central; corre mejor así, menos resistencia al agua.

Mientras hablaba, tuvo la extraña impresión de que el viento había amainado, de que todo se había sosegado para oír mejor sus palabras decisivas y esperar sus consecuencias. La naturaleza parecía contener su respiración, y su propia voz sonaba sobre la calma como un desafío gritado desde una atalaya en el desierto. Luego comenzó a percibir que este silencio extraordinario no provenía del viento y del agua, sino que emanaba, como una niebla helada, de George. La tabla central, pensó; dije que iría hacia adelante para levantarla. Pero permaneció sentado en la popa, como clavado por los ojos de George, que parecían perforarle. Se esforzó por levantar la vista y encontrarlos. El cuerpo de George daba la impresión de haberse hinchado y acercado horriblemente, como un ser de pesadilla; pero sólo se había corrido tranquilamente hacia la popa y estaba sentado a su lado. En sus ojos se veía una expresión no disimulada de astuto triunfo. George dijo suavemente, lamiéndose los gruesos labios:

—Muy bien, hombrecito. Córrase y cogerá el timón —Su voz se hizo más baja, como un afilado murmullo—. Pero le daré un consejo: nada de esas bromas que ha estado planeando.

—¿Bromas? —dijo Felix apagadamente—. ¿Qué quiere decir?

La voz de George se elevó en una ráfaga de rabia explosiva.

—¡Usted sabe muy bien lo que quiero decir, inmundo monigote asesino! —rugió. Luego, de nuevo tranquilamente, dijo—: Hoy he enviado su precioso diario a mis abogados, por correo; eso es lo que he tenido que hacer después del almuerzo, cuando le he enviado a preparar el barco. Tienen orden de abrirlo en el caso de mi muerte, y tomar las medidas necesarias. Sería sumamente triste para usted que yo me ahogara durante el paseo. ¿No es cierto?

Felix había desviado la cara. Tragó con dificultad, y trató de hablar, pero no encontró palabras. Los nudillos de sus manos parecían muy blancos sobre el timón.

—¿Ha perdido su pequeña lengua mentirosa? —George prosiguió—: Y sus uñas también. Sí, parece que le hemos arrancado las uñas definitivamente al pobre Pussy. Se creía muy superior, ¿no? Mucho más listo que todos nosotros. Bueno, se ha pasado de listo.

—¿Hace falta ponerse tan melodramático? —murmuró Felix.

—Si empieza a ser maleducado, hombrecito, le romperé la mandíbula. En realidad, me parece que voy a rompérsela de todos modos —dijo George, peligrosamente.

—¿Y pilotar el barco usted solo, de regreso? —George le miró amenazante. Luego, sonrió.

—Sí, es una idea. Creo que voy a dirigir el barco por mis propios medios. De todos modos, siempre me queda tiempo de romperle la mandíbula cuando lleguemos a tierra firme, ¿eh?

Empujó a Felix hacia un costado, y cogió el timón. El barco se zambulló y empezó a correr con el viento, las orillas pasaron volando a los costados. Felix, sosteniendo todavía la cuerda de la vela y observando automáticamente la relinga por un posible movimiento peligroso, parecía hundido en una especie de apatía.

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