—Sin embargo, Lena me dijo que te la había dado para que la escondieras.
—¿Dice eso? Pero, entonces, ¿quiere decir que no fue ella quien —Phil tragó con dificultad— envenenó a mi padre?
—No, claro que no fue ella —La gravedad tensa y terrible del niño daba a entender que quería poner sus manos sobre el autor del crimen; no importa quién fuera. Nigel tuvo que mirar de nuevo a Phil para recordar que era un niño azorado y torturado, y no el adulto que a veces parecía hablar por su boca—. Por supuesto que no. Te admiro porque quisiste protegerla, pero ya no hace falta.
—Pero si no fue Lena, ¿por qué me dijo que escondiera la botella? —preguntó Phil, con la frente profundamente arrugada por la perplejidad.
—Yo de ti no me preocuparía por eso —dijo Nigel descuidadamente.
—No puedo evitarlo. No soy un niño, ¿sabe? Me parece que usted debería decirme por qué fue.
Nigel podía seguir la mente rápida e inexperta del niño luchando ya con el problema. Se decidió a decirle la verdad: era una decisión que traería extrañas consecuencias, pero Nigel no podía preverlas.
—Es un poco complicado —dijo—. Para decir la verdad, Lena estaba tratando de proteger a otra persona.
—¿A quién?
—A Felix.
El rostro luminoso de Phil se ensombreció, como si una nube pasara sobre una laguna cenicienta y pura. «Aquel que enseñe a los niños a dudar —se repetía Nigel con inquietud—, de la tumba podrida nunca se ha de salvar.» Phil se había vuelto hacia él, y le había agarrado por la manga.
—¿No es cierto, no? ¡Estoy seguro de que no es cierto!
—No. No creo que haya sido Felix.
—¿Y la policía?
—Bueno, la policía sospecha por principio de todo el mundo. Y Felix ha estado un poco tonto.
—Usted no permitirá que le hagan nada, ¿verdad? Prométamelo.
El candor inocente y material de la súplica de Phil le hizo parecer, por un momento, extrañamente femenino.
—Le cuidaremos —dijo Nigel—. No te preocupes. Lo más importante es encontrar esa botella.
—Está en el techo.
—¿En el techo?
—Sí, ya le enseñaré dónde. Venga conmigo —Muy impaciente ahora, Phil sacó a Nigel de su silla, y, casi corriendo, se mantuvo a un paso de ventaja durante todo el camino hasta la casa de Rattery. Nigel quedó sin aliento, después de haber sido arrastrado por dos escaleras, y una escalera de mano. Miraron por una ventana del altillo hacia el techo de tejas; Phil indicó:
—Está en la canaleta, allí. Bajaré a cogerla.
—No señor. No quiero que te rompas la cabeza. Buscaremos una escalera y la apoyaremos contra la pared de la casa.
—Es muy fácil, señor; le juro que es muy fácil. He subido al techo muchas veces. No hay nada más fácil; basta quitarse los zapatos y atarse con una cuerda.
—¿Quieres decir que en la noche del sábado subiste al techo y escondiste la botella en la canaleta? ¿En la oscuridad?
—Bueno, no estaba tan oscuro. Primero pensé descolgar la botella atándola con un hilo. Pero hubiera tenido que soltar el hilo, después, y tal vez la botella hubiera quedado colgando junto a la pared, más abajo de la canaleta, y alguien la hubiera visto.
Phil ya estaba atándose a la cintura un pedazo de soga que había sacado de un viejo baúl de cuero del altillo.
—Verdaderamente, es un escondite formidable —dijo Nigel—. ¿Cómo se te ocurrió?
—Por una pelota que perdimos una vez. Papá y yo jugábamos al cricquet en el jardín con una pelota de tenis, y él la lanzó hasta el techo y se quedó colgada en la canaleta. Entonces papá se descolgó por esta ventana y la pescó. Mamá estaba muy asustada; creyó que iba a caerse. Pero él es... Él era muy práctico para trepar. Siempre usaba esta soga en los Alpes.
Algo golpeó con fuerza en la mente de Nigel, pidiendo que lo dejaran entrar, pero la puerta estaba cerrada y en ese momento no podía encontrar la llave. Ya lo recordaría; tenía una memoria extraordinariamente amplia, en la que ordenaban cuidadosamente hasta los detalles en apariencia más impertinentes. Pero ahora estaba demasiado atento al espectáculo de Phil que se deslizaba por la unión de los dos techos, ataba un extremo de la cuerda a la base de una chimenea, trepaba por el otro techo y desaparecía al otro lado.
«Espero que la soga sea bastante resistente: caramba, no hay peligro mientras tenga la soga bien atada a la cintura; pero, ¿la habrá asegurado bien? ¡Cuánto tarda! Es un chico tan raro... No me extrañaría que desatara la cuerda y se tirara del techo al suelo, si se le ocurriera que...»
Se oyó un grito, siguió un silencio intolerable, y después, no el golpe sordo que Nigel esperaba con todos sus nervios en tensión, sino un golpe débil, vítreo. Su alivio fue tan enorme que, cuando la cara y las manos de Phil aparecieron por el techo, cubiertos de hollín, le gritó enfadado:
—¡Eres un estúpido! ¿Por qué la has dejado caer? Hubiéramos debido usar una escalera, pero tenías tantas ganas de presumir por los techos...
Phil sonrió, disculpándose a través del hollín.
—Lo siento mucho, señor. No sé por qué, la botella estaba resbaladiza por la parte de afuera; se me cayó de las manos cuando yo...
—Sí. Muy bien. No tiene remedio. Mejor será que baje y recoja los pedazos. De paso, ¿la botella estaba vacía?
—No, medio llena.
—Dios nos guarde. ¿No hay gatos o perros por aquí?
Nigel iba a bajar corriendo las escaleras cuando le detuvo la voz plañidera de Phil. Los nudos de la soga alrededor de su cintura y de la chimenea se habían apretado tanto que no podía deshacerlos. Nigel se vio obligado a perder uno o dos minutos preciosos en descolgarse por la ventana del altillo y desatar los nudos. Cuando pudo por fin salir de la casa y llegar al jardín, estaba hirviendo de impaciencia, y bastante preocupado también. La idea de que allí en el césped se encontraba tirada una cantidad buena de estricnina no era como para tranquilizarle. Sin embargo, no tenía por qué preocuparse. Al salir corriendo de la casa, se encontró con el espectáculo de Blount, de rodillas, su sombrero señorial colocado con el mismo austero grado de horizontalidad, frotando el césped con un pañuelo. Sobre el sendero, a su lado, ya había una cuidada pila de pedacitos de cristal. Miró hacia arriba y dijo, en tono de reproche:
—Casi me acierta con esa botella. No sé a qué estarían jugando, pero...
Nigel oyó detrás de sí una voz entrecortada. Luego pasó a su lado Phil, como una ráfaga de viento caliente, y saltó sobre Blount, golpeándole y arañándolo en una furiosa tentativa de arrebatarle de las manos el pañuelo empapado. Los ojos del niño estaban negros de ira; todo su rostro y su cuerpo parecían transformados en los de un duende malvado. El sombrero de Blount quedó torcido, los lentes dorados colgando. Su rostro, sin embargo, no mostró ningún exceso de emoción mientras sujetaba los brazos del niño y le empujaba, no sin delicadeza, hacia Nigel.
—Mejor será llevarle adentro y hacerle lavar las manos. Podría haberle quedado algo de esta sustancia. Otra vez, métase con alguien de su tamaño, señor Phil. Y cuando haya terminado con él, me gustaría cambiar unas palabras con usted, señor Strangeways. Usted podría pedirle a la madre del chico que le cuide un rato.
Phil dejó que le llevaran hacia la casa. Parecía definitivamente derrotado. Su boca y las comisuras de sus ojos se contraían, una contracción como la de un perro que tiene una pesadilla. Nigel no sabía qué decir: sabía que, además de la botella, algo más había sido roto en pedazos, y pasaría mucho tiempo antes que volvieran a juntarse las piezas.
Cuando Nigel volvió a salir de la casa, encontró a Blount entregando a un gendarme el pañuelo manchado y los pedazos de cristal. El líquido había sido exprimido dentro de una palangana.
—Suerte que la tierra está dura —dijo Blount pensativamente—, porque si no se hubiera infiltrado; tendríamos que haber cavado en el césped. Es el veneno, decididamente.
Adelantó con extremo cuidado la punta de la lengua hacia el pañuelo.
—Amargo. Todavía se siente el gusto. Le agradezco que lo haya encontrado; pero no hacía falta tirármelo por la cabeza. Más prisa, menos velocidad, señor Strangeways. De paso, ¿por qué me quiso atacar el chico?
—Está un poco nervioso.
—Ya lo he notado —dijo Blount secamente.
—Siento lo de la botella. Phil me dijo que la había escondido en aquella canaleta, y yo le permití, un poco apresuradamente, que se descolgara y la recogiera. Se ató a una chimenea. Le resbaló de las manos (la botella, no la chimenea).
—No, no le resbaló nada —Con irritante minuciosidad Blount se limpió las rodillas de los pantalones, se ajustó las gafas, y llevó a Nigel hasta el lugar donde había caído la botella.
—Vea, si se le hubiera caído, la botella habría ido a parar a ese cantero de flores. Pero cayó mucho más afuera, en el borde del césped. Ha debido tirarla. Ahora, si me permite un momento, nos sentaremos allá donde no nos puedan oír los de la casa, y usted me contará lo ocurrido.
Nigel le relató la confesión de Lena, y la excursión de Phil durante la noche del sábado.
—Phil es, en ciertos sentidos, un chico muy despierto. Se le habrá metido no sé cómo en la cabeza la idea de que la botella podía comprometer de alguna manera a Felix, y, como dice Georgia, Felix es para él un dios; pero como ya me había confesado dónde estaba la botella, lo único que podía hacer para ayudar a Felix era destruirla, tirarla desde el techo y entretenerme obligándome a deshacer los nudos de la soga, con la esperanza de que, cuando yo llegara abajo, el líquido se hubiera infiltrado en la tierra. Dentro de los límites de su capacidad mental, era lógico e ingenioso. Como muchos niños solitarios, es capaz del más apasionado culto por sus héroes y al mismo tiempo de una profunda desconfianza frente a los extraños. Evidentemente, no me creyó cuando le dije que la aparición de la botella no perjudicaría a Felix en modo alguno. Hasta es posible que crea que Felix envenenó a su padre. Pero quería protegerle. Por eso le agredió a usted al comprender que su plan había fracasado.
—Sí. Parece una explicación verosímil. Y bien, es un jovencito muy valiente. ¡Descolgarse por esos techos! Con soga o sin ella, no me gustaría nada. Pero nunca he tenido cabeza para las alturas. Es el vértigo...
—
¡Vértigo!
—exclamó Nigel, con los ojos repentinamente iluminados—. ¡Ya sabía que lo recordaría después de un tiempo! ¡Por Dios, al fin he encontrado algo!
—¿Qué?
—George Rattery tenía vértigo, y al mismo tiempo no tenía. Tenía miedo de acercarse al borde de una cantera, pero no tenía miedo de los Alpes.
—Si eso quiere ser una adivinanza.
—No es una adivinanza. Es la solución de una adivinanza. O el comienzo de una solución. Ahora cállese un momento y deje que el tío Nigel reflexione sobre algo que tiene en la mente. Usted recordará lo que Felix Cairnes escribió en su diario, cuando estuvo a punto de simular un accidente en una cantera de los Cotswolds; George Rattery no quiso acercarse al borde porque, según dijo, tenía vértigo.
—Sí, me acuerdo muy bien.
—Bueno; cuando yo estaba en el altillo con Phil, le pregunté cómo se le había ocurrido semejante escondite para la botella. Me contó que una vez su padre había tirado una pelota al techo y que ésta se había quedado en la canaleta, y que su padre había subido a buscarla. Aún más: me dijo que su padre era alpinista. ¿Entonces?
La amable boca de Blount parecía una línea delgada; sus ojos brillaban.
—Significa que Felix Cairnes, por un motivo u otro dijo una mentira en su diario.
—Pero ¿por qué?
—Ésa es una pregunta que muy pronto le haré personalmente.
—Pero ¿qué motivo pudo tener? El diario no estaba destinado a ser visto por nadie. ¿Por qué, en el nombre del Gran Khan de Tartaria, se mentía a sí mismo?
—Pero vamos, señor Strangeways, usted admitirá que era una mentira... la afirmación de que Rattery sufría vértigo.
—Sí, lo admito. Lo que no admito es que Felix lo haya dicho.
—Pero, caramba, lo dijo; está escrito, en blanco y negro. ¿Qué otra alternativa se le ocurre?
—Sugiero que fue Rattery el que mintió.
Blount abrió la boca. Por un momento pareció un respetable gerente de Banco a quien acaban de decir que han visto a Montague Norman alterando una página del libro de contabilidad.
—Calma, calma, señor Strangeways; usted no pretende que crea eso, ¿no?
—Lo pretendo, inspector jefe Blount. Siempre he sostenido que Rattery había llegado a sospechar de Felix, que había comunicado sus sospechas a una tercera persona, y que esta persona fue la que mató a Rattery, ocultándose detrás del asesino voluntario. Ahora, suponga que Rattery ya sospechara vagamente de Felix el día que fueron a esa excursión. Seguramente debía conocer la existencia de la cantera; la gente suele volver siempre a los mismos lugares a pasear cuando ha vivido un tiempo en la misma región. Felix, de pie al borde de la cantera, llama a George para enseñarle algo. George advierte cierta agitación en su voz, en su aspecto. La chispa de sospecha se aviva y convierte en una hoguera. Piensa: «Supongamos que Felix quiera tirarme por la cantera.» O, según otra alternativa, no supo de la existencia de la cantera hasta que Felix, como admite en el diario, se lo dijo con bastante poca precaución. De cualquier manera, George no podía hablarle de sus sospechas; todavía no tenía ninguna prueba; su juego consistía en dar la impresión de ser la víctima inconsciente, hasta tener pruebas fehacientes de que Felix era un futuro asesino. Al mismo tiempo, no se atrevía a ir hasta el borde de la cantera. Tenía que inventar alguna excusa que no pusiera en guardia a Felix. En la prisa del momento dice: «Lo siento. No hay caso. No tengo cabeza para las alturas. Vértigo.» La primera excusa que se le ocurre a un alpinista consumado.
Después de un largo silencio, dijo Blount:
—Bueno, no niego que sea una teoría bastante plausible. Pero no más que una telaraña muy bien tejida, pero que no resiste el peso de nuestro examen.
—Las telarañas no están hechas para resistir el peso de nuestro examen —replicó Nigel agriamente—. Son para cazar moscas, como usted podría saber si dejara alguna vez de mirar manchas de sangre e interiores de jarras de cerveza, y se permitiera observar un poco la naturaleza.
—¿Y puedo preguntar qué mosca ha cazado su telaraña? —preguntó Blount, escéptico.