La bestia debe morir (21 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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—Toda mi defensa de Felix Cairnes está basada en el hecho de que una tercera persona conociera sus planes, o por lo menos su propósito general. Esa persona puede haberlo descubierto independientemente, pero no es muy probable; porque seguramente Felix debió esconder su diario con mucho cuidado. Pero suponga que George haya comunicado sus sospechas, tal vez desde el primer momento, a esta tercera persona. ¿En quién le parece más probable que confiara?

—No cuesta adivinar, ¿verdad?

—No le pido que adivine. Le pido que haga funcionar la máquina que está detrás de su abultada frente.

—Bueno, en su mujer no confiaría... Por lo que veo, la despreciaba demasiado. Ni en Lena, si es cierto lo que dice Carfax de que ella y George se habían peleado. Tal vez se lo podría haber dicho a Carfax. No. Yo diría que la persona más probable era su madre. Estaban muy unidos.

—Ha olvidado a una persona —dijo Nigel con tono pícaro.

—¿Quién? Supongo que no se refiere al niño...

—No. Rhoda Carfax. Ella y George eran...

—¿La señora Carfax? ¿Se burla de mí? ¿Por qué iba a desear la muerte de Rattery? De todos modos, su marido dice que ella nunca iba por el taller; luego, no ha podido sacar el matarratas.

—Lo que diga su marido no prueba nada.

—Tengo pruebas que lo corroboran. Por supuesto, ella podría haber entrado de noche y cogido parte del veneno. Pero la verdad es que tiene una coartada para la tarde del sábado. No pudo echar el veneno en la botella de tónico.

—A veces pienso que hay en usted los elementos de un buen detective. Así que usted, después de todo, también había puesto el ojo sobre Rhoda.

—Eso es parte de la investigación de rutina —dijo Blount, algo escandalizado.

—Bueno, está bien. No me importa Rhoda. Como usted dice, la señora Rattery es la persona más probable.

—No he dicho eso —dijo Blount dramáticamente—. Está Felix Cairnes. Todo lo que he dicho es que...

—Muy bien. Su protesta ha sido tomada en cuenta y recibirá toda nuestra atención. Pero no nos alejemos por ahora de Ethel Rattery. Usted ha leído el diario de Cairnes. ¿No ha encontrado allí alguna referencia a ella?

El inspector Blount se acomodó en su silla. Sacó una pipa, pero no la encendió, frotándola pensativamente contra su mejilla tersa:

—A la anciana le entusiasma el honor de la familia, ¿verdad? De acuerdo con el diario de Cairnes, ha dicho: «Matar no es asesinar cuando se trata del honor», o algo parecido. Y más adelante, Cairnes cuenta que ella le dijo al niño que nunca se avergonzara de su familia, ocurriese lo que ocurriese. Pero ésas son muy pocas pruebas, como usted comprenderá.

—Sí, aisladas. Pero cuando las vinculamos al hecho de que ella tuvo la oportunidad: ella y Violeta estuvieron solas en la casa durante la tarde del sábado hasta que George volvió del río, y con lo que sabemos —
y ella sabía
— acerca de George y de Rhoda...

—¿Cómo lo ve usted?

—Sabemos que esa misma tarde ella pidió a Carfax que controlara a su mujer y que tratara de silenciar el escándalo. Se enfadó mucho cuando Carfax le dijo que estaba decidido a divorciarse de Rhoda, si ella quería. Ahora, suponiendo que esto fuera un ultimátum de la señora; supongamos que ella hubiera ya decidido, en su fuero interno, que si fracasaba mataría a George para no permitir que el escándalo de este asunto y de su posible divorcio mancillara el noble escudo de la familia. Había pedido a George que dejara a Rhoda; había pedido a Carfax que adoptara una actitud severa. Sus dos peticiones fracasaron. Entonces sólo le queda la estricnina. ¿Qué le parece?

—Admito que esa posibilidad pasó por mi mente. Pero hay dos inconvenientes terribles.

—¿Y son...?

—Primero: ¿Suelen las madres envenenar a sus hijos para proteger el honor de la familia? Es muy fantástico. No me gusta.

—Por regla general no suelen hacerlo. Pero Ethel Rattery es una verdadera matrona romana, de la escuela más estoica. Además, no está muy bien de la cabeza. No debemos esperar de ella un comportamiento normal. Sabemos que es una autócrata decidida, fanática del honor de la familia, y que, como buena victoriana, considera que el escándalo sexual es la peor afrenta. Combine esas tres cosas y obtendrá una criminal en potencia. ¿Cuál es su segunda objeción?

—Usted opina que George confió a su madre sus sospechas acerca de Felix Cairnes. Que el asesino conocía el plan del
dinghy
, y que el veneno era sólo una segunda línea de ataque, por si fracasaba la tentativa de Felix. Ahora bien, si la señora Rattery tenía intención de envenenar a su hijo solamente en el caso de no tener éxito la petición que pensaba hacer a Carfax, esta petición hubiera debido producirse mucho antes. Porque si no, Carfax podría acceder en el mismo instante en que George estaba ahogándose, y ella lo sabía. No tiene sentido.

—Usted confunde dos teorías mías diferentes. Sugiero que la señora Rattery, lo mismo que George, conocía el plan del
dinghy
, descrito por Felix en su diario. Pero también sugiero que lo discutieron juntos y que George dijo a su madre que representaría hasta el final su papel de víctima para obtener una confirmación absoluta de las intenciones de Felix, y que en el último momento cambiaría los papeles, diciéndole a Felix que su diario estaba en manos de un abogado. En realidad, George no tenía ninguna intención de dejarse ahogar, y
su madre lo sabía
. Pero ella tenía toda la intención de envenenarle si fracasaba su entrevista con Carfax.

—Sí. Por supuesto. Eso es ciertamente posible. Bueno, éste es un caso extraño. La señora Rattery, Violeta Rattery, Carfax y Cairnes, todos tuvieron oportunidad y motivo para matar a George Rattery. La señorita Lawson también; tuvo la oportunidad, pero es difícil imaginarse cuál pudo ser el motivo. Es muy extraño que ninguno de ellos tenga coartadas. Me sentiría más feliz con una bonita y jugosa coartada donde poder hincar los dientes.

—¿Y la de Rhoda Carfax?

—Sería demasiado. Estuvo en Cheltenham desde las diez y media hasta las seis de la tarde, jugando en un campeonato de tenis. Después se fue con unos amigos a comer al Plough y no volvió aquí hasta las nueve. Por supuesto, tenemos que comprobar todas las declaraciones; pero hasta ahora no existe la menor posibilidad de que haya podido escabullirse hasta aquí durante la tarde. Parece que no era un campeonato muy importante; cuando no jugaba, hacía de arbitro o charlaba con sus conocidos.

—Eso parece eliminarla. Bueno, ¿adonde vamos ahora?

—Tengo otra entrevista con la señora Rattery. Estaba a punto de entrar cuando me tiraron la botella por la cabeza.

—¿Puedo asistir?

—Muy bien. Pero
déjeme
hablar a mí, por favor.

12

Era la primera vez que Nigel tenía oportunidad de estudiar desapasionadamente a la madre de George. El otro día, en el
boudoir
de Violeta, habían revuelto tanto barro que le había sido imposible reflexionar tranquilamente. Ahora, de pie en medio de su habitación y extendiendo hacia él un brazo del cual descendían en diversos pliegues las voluminosas telas negras de su duelo, Ethel Rattery parecía un modelo posando para una estatua del Ángel de la Muerte.

Sus facciones ásperas y amplias, debajo de su expresión de dolor convencional y preparado, no parecían mostrar ni sufrimiento ni contrición, ni piedad ni temor. Más que el modelo parecía la estatua. «En lo más profundo de su ser —pensó Nigel— hay un núcleo pétreo y apagado, un principio antivital.» Notó brevemente, cuando le daba la mano, un enorme lunar negro en su antebrazo, con largos pelos: era muy desagradable a la vista, y sin embargo, en ese momento daba la impresión de ser lo único vivo en ella. Luego, con una inclinación vacilante de su cabeza hacia Nigel, se dirigió a una silla y se sentó; la ilusión se desvaneció de inmediato. Ya no era el ángel de la muerte, el pilar de sal negra, sino una vieja desgarbada cuyas temblorosas piernas de pato eran, grotescamente, demasiado pequeñas para el cuerpo que soportaban. No obstante, los pensamientos vagabundos de Nigel fueron repentinamente traídos a la realidad por las primeras palabras de la señora Rattery. Sentada, rápidamente erguida en su alta silla, con las manos dispuestas con las palmas para arriba sobre sus amplias faldas, dijo a Blount:

—He decidido, inspector, que este triste asunto ha sido un accidente. Creo que será mejor para todos las partes interesadas considerado así. Un accidente. Por lo tanto, no necesitaremos más de sus servicios. ¿Para cuándo puede ordenar que sus hombres se retiren de mi casa?

Por su temperamento y por su experiencia, Blount no era un hombre fácilmente alarmable, y raras veces permitía a su rostro expresar la sorpresa que su espíritu podía sentir; pero ahora, por un instante, quedó francamente boquiabierto frente a la anciana.

Nigel sacó un cigarrillo, y rápidamente lo guardó de nuevo en su pitillera. Pensó: «Loca, completamente loca, chiflada.» Blount consiguió, por fin, hablar.

—¿Por qué cree usted que fue un accidente, señora? —le preguntó cortésmente.

—Mi hijo no tenía enemigos. Los Rattery no se suicidan. La única explicación, por lo tanto, es un accidente.

—¿Sugiere usted, señora, que su hijo puso accidentalmente una cantidad de veneno para las ratas en su medicamento y luego se lo tomó? ¿No le parece un poco... improbable? ¿Por qué supone que haya hecho algo tan extraordinario?

—Inspector, yo no soy policía —contestó la señora con un aplomo monstruoso—. Es su deber, creo, descubrir los detalles del accidente. Yo le pido que lo haga lo más pronto posible. Como puede imaginar, me resulta molesto tener la casa llena de policías.

«Georgia no querrá creer esto cuando se lo cuente —pensó Nigel—. Este diálogo debería ser terriblemente gracioso, pero no lo es.» Blount estaba diciendo, con peligrosa amabilidad:

—¿Y por qué tiene usted tanto interés, señora, en convencerme, y en convencerse, de que se trata de un accidente?

—Como puede imaginar, trato de defender la reputación de la familia.

—¿Le interesa más la reputación que la justicia? —preguntó Blount, no sin autoridad.

—Me parece una observación muy impertinente.

—Algunos podrían considerar una impertinencia de su parte el pretender enseñar a la policía cómo debe resolver este asunto.

Nigel casi aplaudió. Por fin, el viejo espíritu escocés aparecía.
Nolo Ratterari
. La anciana se ruborizó un poco ante esta inesperada oposición; bajó la vista hacia el anillo conyugal hundido en su carnoso dedo, y dijo:

—¿Hablaba usted de justicia, inspector?

—Si yo le dijera que su hijo ha sido asesinado, ¿no le gustaría que el asesino fuera descubierto?

—¿Asesinado? ¿Puede probarlo? —dijo la señora Rattery con su voz sorda, plomiza; luego, la voz se volvió de plomo derretido al anunciar esta sola palabra—: ¿Quién?

—Eso, por ahora, no lo sabemos. Con su ayuda quizá podamos llegar a la solución verdadera.

Blount empezó de nuevo a hablar con ella de lo sucedido en la tarde del sábado. La vagabunda atención de Nigel fue atraída por una fotografía que estaba sobre una mesita barroca, a su derecha. Tenía un raro marco dorado y exuberante, flanqueado por medallas, un florerito lleno de siemprevivas enfrente y dos floreros altos detrás, abarrotados de rosas mal arregladas y que ya empezaban a perder sus pétalos. Sin embargo, no eran aquellas reliquias lo que interesaba a Nigel, sino el rostro del hombre de la fotografía: un joven vestido de militar; sin duda, el marido de la señora Rattery. El bigote espumoso y las patillas no ocultaban las facciones —delicadas, indecisas, supersensitivas, más parecidas a las de un poeta del noventa que a las de un soldado— y su extraordinario parecido con Phil Rattery. «Bueno —le dijo Nigel silenciosamente a la fotografía—, si yo hubiera sido tú y me hubieran dado a elegir entre una bala en Sudáfrica y una vida entera al lado de Ethel Rattery, también yo hubiera elegido la muerte más rápida; pero qué ojos extraños tienes; la locura, según dicen, salta a veces una generación; entre Ethel y tu herencia, no es extraño que el niño sea tan nervioso. Pobre muchacho. Me gustaría profundizar un poco la historia de esta familia.»

El inspector Blount estaba diciendo:

—El sábado por la tarde, ¿tuvo usted una entrevista con el señor Carfax?

El rostro de la vieja enlutada pareció ensombrecerse. Nigel levantó involuntariamente la vista, esperando ver una nube sobre el sol; pero todas las persianas del cuarto estaban bajadas.

—Así es —dijo—; pero no veo que le pueda interesar a usted.

—Eso lo decidiré yo —dijo Blount, implacable—. ¿Se niega usted a referir lo que discutieron?

—Efectivamente.

—¿Niega usted haber pedido al señor Carfax que pusiera fin a la relación entre su mujer y George Rattery, y haberle acusado de admitir tácitamente esa relación, y que cuando él dijo que pensaba divorciarse de su mujer si ella así lo quería, usted le insultó en términos más bien exagerados?

Durante este discurso, el rojo rostro de la señora Rattery se volvió púrpura y empezó a agitarse. Nigel creyó que se echaría a llorar, pero en cambio exclamó en tono de ofendida indignación:

—Ese hombre no es más que un alcahuete, y así se lo dije. El escándalo era ya bastante grande, para que encima lo estimulara.

—Si le interesaba tanto, ¿por qué no habló usted con su hijo?

—Hablé con él. Pero era muy terco... Supongo que lo ha heredado de mi familia —dijo con furtiva vanidad.

—¿No tuvo usted la impresión de que el señor Carfax disimulaba el rencor hacia su hijo como consecuencia de ese asunto?

—Pero yo... —la señora Rattery enmudeció bruscamente. Volvió a sus ojos la mirada furtiva—. Por lo menos, yo no noté nada. Pero la verdad es que estaba muy agitada para poder notarlo. Ciertamente, la actitud que adoptaba era extraña.

«Vieja lengua venenosa», pensó Nigel.

—Después de esa entrevista, tengo entendido que el señor Carfax salió directamente de la casa —Tal como cuando había hablado con Carfax, Blount puso el mismo débil énfasis sobre la palabra «directamente».

«Una pregunta casi capciosa: está mal», pensó Nigel. La señora Rattery dijo:

—Sí, supongo que sí. No, ahora que lo pienso un poco, no pudo salir muy directamente. Yo estaba en la ventana, y tardó uno o dos minutos en aparecer por el jardín.

—Por supuesto, su hijo le contó lo del diario de Felix Lane, ¿verdad? —Blount había utilizado la vieja treta de dejar caer una pregunta esencial cuando la atención del interrogado se encontraba dirigida hacia otra cosa. Su táctica no tuvo ningún efecto visible, a menos que pudiera haber algo sospechoso en la pétrea altivez con que la señora Rattery la recibió.

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