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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (39 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Mientras los primeros refugiados celebraban la victoria casi total, la Liga inició la difícil tarea de evaluar el éxito de la Gran Purga y su coste. Se enviaron numerosas expediciones de naves que plegaban el espacio para documentar el grado de destrucción de los Planetas Sincronizados. Los voluntarios martiristas escaneaban y cartografiaban uno a uno los mundos devastados para verificar que no quedaban máquinas. En cuestión de días, empezaron a llegar detallados informes y fotografías holográficas que mostraban planetas negros y humeantes. Era como si cada uno de aquellos planetas hubiera sido sumergido en una caldera infernal y luego hubiera vuelto a ser arrojado al espacio.

Aparte de Corrin, la supermente ya no tenía ningún territorio, no quedaba ni uno de sus más de quinientos Planetas Sincronizados. La población entusiasmada de la Liga (los que habían sobrevivido a la plaga y sus efectos y a los siglos de predación de Omnius) dijo que era una bendición. Los martiristas lo atribuyeron a la espada vengadora de Serena.

Durante la primera reunión oficial del Consejo de la Yihad, Vor propuso con insistencia la producción y montaje de nuevas naves para mantener el estrecho cerco en torno a las fuerzas robóticas. Temía que, mediante alguna acción suicida, las naves de Omnius lograran atravesar la barrera descodificadora y destruyeran las defensas que la Liga tenía estacionadas ante el planeta. Un mayor número de minas, de satélites descodificadores, de armas y de naves militares evitarían que Omnius escapara.

El ejército de la Yihad tendría sitiado a Omnius durante meses, años, décadas… lo que hiciera falta.

—Hoy, noventa y tres años después de que Serena Butler nos convocara en la lucha contra las máquinas pensantes, ¡declaro que la Yihad ha terminado! —anunció el Gran Patriarca Boro-Ginjo ante la entusiasmada audiencia del Parlamento, que estaba a rebosar de gente que no dejaba de entrar desde la plaza—. ¡Hemos aplastado a Omnius para siempre!

A su lado, el comandante supremo Vorian Atreides se sentía vacío y agotado. A su alrededor la gente estaba feliz, pero para él la guerra no habría terminado mientras quedara una sola máquina pensante, mientras Omnius siguiera teniendo un último refugio.

Muy cerca, Quentin parecía distraído y desanimado. Tal vez los que miraban lo atribuyeron al cansancio, pero era mucho más que eso. «Nos hemos llevado por delante demasiadas vidas para lograr esta victoria». Y rezó para que la humanidad nunca tuviera que volver a utilizar aquellas armas.

Vor avanzaba por las calles en un vehículo terrestre descubierto mientras las multitudes le vitoreaban. Más de cuatro millones de personas agitaban coloridos estandartes de la Yihad y proyectaban imágenes holográficas de él, Serena Butler y su bebé, de Iblis Ginjo y otros héroes de la Yihad.

«Falta uno. —Pensó en Xavier, su antiguo compañero de armas—. Quizá Abulurd tenga razón. Al menos tendríamos que intentar enmendar los errores de la historia». Pero no mientras las heridas de la Yihad aún estuvieran tan frescas en la mente de la gente. Había llegado la hora de curarse, de olvidar y reconstruir.

Cuando el vehículo terrestre se detuvo en el centro de Zimia, se apeó y caminó entre la multitud entusiasta y embelesada. Los hombres le daban palmadas en la espalda; las mujeres lo besaban. Los agentes de seguridad le abrieron paso hacia la plataforma levantada en el centro de la gran plaza, a la sombra de los inmensos edificios gubernamentales.

Por insistencia de Vor, el tercero Abulurd Harkonnen, con su uniforme de gala, se había sentado a un lado del palco ceremonial en calidad de ayudante, aunque Abulurd y Faykan también serían condecorados por el trabajo que habían hecho en Salusa. El Gran Patriarca había puesto en duda la conveniencia de poner a un Harkonnen en una posición tan destacada, pero Vor le dedicó una mirada tan fría e indignada que Boro-Ginjo retiró enseguida sus palabras.

Tras nueve décadas de servicio militar, Vor tenía tantas medallas que no habría podido lucirlas todas a la vez. En su uniforme solo llevaba unas pocas insignias y medallas. Un comandante supremo no necesitaba deslumbrar a nadie. A Leronica tampoco le habían importado nunca las medallas. Habría preferido poder tenerlo más tiempo a su lado, que pasara más tiempo en casa y no en el campo de batalla.

Aun así, la gente necesitaba ofrecerle su reconocimiento, expresar su adoración. Los políticos también deseaban participar. «Soy el hombre más famoso de la Liga de Nobles, y sin embargo, la fama y la gloria me traen sin cuidado. Solo quiero paz y tranquilidad».

Así pues, Vor aceptó las medallas y los aplausos de manos de la figura regordeta y satisfecha del Gran Patriarca. Incluso pronunció un discurso breve pero sentido elogiando a todos aquellos que habían servido en el ejército y los que habían desaparecido durante la Gran Purga.

Necesitaba alejarse un poco del frenesí y el bullicio de las celebraciones. Necesitaba tiempo para mirar su vida con un poco de perspectiva, para reflexionar acerca de sí mismo y ver si después de una vida tan larga aún quedaba algo que quisiera hacer.

Rodeado por un muro impresionante de naves que orbitaban su último bastión en el espacio, Omnius y Erasmo evaluaban la situación. Las naves de la Liga permanecían estacionadas ante Corrin, en un empate táctico con las naves robóticas que los protegían, siempre alertas por si surgía la ocasión de lanzar sus ojivas nucleares.

—Esa escoria hrethgir volverá con refuerzos —dijo Omnius.

—No hay duda de que pretenden sitiar Corrin —apuntó Erasmo—. ¿Tendrán la paciencia y la diligencia para mantener esa fuerza el tiempo necesario? Los humanos no suelen destacarse por la planificación y ejecución de planes a largo plazo como éste.

—Aun así, construiremos nuevas naves, crearemos defensas superiores. Nuestra principal prioridad es mantener la seguridad e inexpugnabilidad del planeta. Indefinidamente si hace falta. Las máquinas duramos más que los humanos.

SEGUNDA PARTE

90 antes de la Cofradía

Diecinueve años después

46

Las máquinas tienen una cosa que los humanos nunca tendremos: una paciencia infinita, y la longevidad necesaria para tenerla.

C
OMANDANTE SUPREMO
V
ORIAN
A
TREIDES
Declaraciones iniciales de la Yihad
(quinta revisión)

Después de casi dos décadas de relativa tranquilidad, la humanidad había recogido los pedazos y había reconstruido sus mundos y sociedades… y había olvidado la magnitud de la amenaza.

Con la excepción de Corrin, los Planetas Sincronizados eran yermos inhabitables. Los humanos habían demostrado que podían ser tan implacables como las máquinas. Los supervivientes trataban de convencerse a sí mismos de que el resultado lo había valido. Aunque algunos planetas seguían intactos, la plaga de Omnius por sí sola acabó con un tercio de la población humana. Muchos niños nacieron después, ciudades, asentamientos rurales, rutas comerciales. La Liga tuvo diferentes líderes, y la gente volvió su atención hacia los asuntos más cotidianos del día a día.

Corrin seguía siendo una herida abierta en el espacio, una barrera impenetrable de naves robóticas que la red de satélites descodificadores y las naves humanas de vigilancia mantenían a raya. Las máquinas pensantes trataban una y otra vez de romper el cerco, y cada vez los humanos se lo impedían. Era un pozo sin fondo de recursos, soldados, armas y naves.

La última encarnación de Omnius se ocultaba detrás de una muralla acorazada, esperando…

Abulurd Harkonnen, con su nuevo rango de bator, estaba estacionado con la flota de vigilancia ante Corrin. Allí realizaba un servicio de vital importancia para la Liga, aunque sospechaba que su hermano Faykan lo había propuesto para la misión para quitar de en medio el vergonzoso apellido Harkonnen y alejarlo de la capital.

Tras el fin de la Yihad, Faykan había dejado el ejército y había hecho carrera como político, y finalmente ocupó el puesto de virrey interino, tras la destitución de los seis anteriores, tan débiles y poco inspirados como Brevin O'Kukovich. Al menos él parecía el líder fuerte que la resucitada Liga esperaba.

Abulurd llevaba casi un año al frente de la flota de vigilancia. Su misión era asegurarse de que Omnius no atravesaba la barrera defensiva. Esperaba que los ciudadanos de la Liga durmieran mejor sabiendo que sus soldados velaban para evitar nuevos ataques de las máquinas.

La supermente seguía diseñando y construyendo naves, mejorando sus armas, fabricando destructores con poderosos escudos con los que golpear contra los muros de su prisión electrónica. Con la puntualidad de un reloj, las máquinas trataban de abrir alguna brecha en las defensas de los humanos, de romper la red descodificadora y enviar naves de actualización al exterior, lo que fuera con tal de llevar copias de la supermente a otros mundos. Hasta la fecha, Omnius se había limitado a utilizar la fuerza bruta, pero cada nuevo intento era más metódico que el anterior y modificaba ligeramente sus parámetros en un esfuerzo por dar con una técnica que funcionara. Ocasionalmente, la supermente cambiaba de táctica, pero no de forma significativa… salvo por alguna salida disparatada que cogió a todos por sorpresa.

Ninguno de los intentos del enemigo había tenido éxito, pero Abulurd permanecía alerta. El ejército de la humanidad no podía permitirse bajar la guardia.

Durante diecinueve años, mientras la historia, la política y la sociedad evolucionaban lentamente en los mundos de la Liga, las naves apostadas en Corrin habían repelido los intentos suicidas del enemigo. La supermente probaba tecnologías viejas y nuevas, enviaba una nave tras otra contra la barrera descodificadora, lanzaba proyectiles teledirigidos contra las naves para dispersar señuelos en todas direcciones. Y cuando esas naves se estrellaban y fracasaban en su intento, construían más.

En la superficie del planeta, las industrias de guerra trabajaban sin descanso, fabricando armas y naves para utilizarlas contra la barrera de la Liga. La órbita de Corrin estaba salpicada de naves siniestradas que por sí solas constituían un obstáculo. Entretanto, en los mundos de la Liga, las fábricas y los astilleros construían y lanzaban naves para tapar las fisuras que pudieran ir apareciendo en sus defensas en torno a Corrin.

Sin embargo, en su mayor parte, la población de la Liga no prestaba mucha atención al lejano campo de batalla.

Ahora que la Yihad había terminado oficialmente, en el Parlamento muchos estaban disgustados por aquel desembolso continuo. Las tareas de reconstrucción y repoblación exigían una gran cantidad de dinero y recursos, y sin embargo aquella flota de vigilancia era una sangría constante. Un siglo de guerra y matanzas había dejado a la Liga muy debilitada, agotada, con miles de millones de muertos, pero las principales industrias se dedicaban a la producción de material bélico a expensas de otras necesidades.

La gente anhelaba un cambio.

Cuando, dos años después de la Gran Purga, Vorian Atreides propuso un ambicioso plan para eliminar del mapa la última plaza fuerte de los cimek en Hessra, lo tacharon de agitador y lo echaron literalmente de la cámara de asambleas. «Eso sí que es valorar a un héroe de guerra», pensó Abulurd. En los años que siguieron, había visto con tristeza cómo dejaban al margen a su mentor y lo excluían. Para ellos era un símbolo de un pasado sangriento y un obstáculo a un futuro ingenuamente maravilloso.

Si al menos no tuvieran aquel molesto recordatorio de Corrin…

Con el fin de la Yihad, el maltrecho ejército fue reorganizado y recibió un nuevo nombre, ejército de la Humanidad. Como gesto simbólico, incluso se cambiaron los antiguos grados y la estructura de mando. En lugar de los eficientes ascensos numéricos que llevaban al cargo de primero, se adoptaron los nombres de los ejércitos antiguos de la época dorada de la humanidad, que se remontaba al Imperio Antiguo o incluso antes… levenbrech, bator, burseg, bashar…

Aunque el hecho de haber adoptado el apellido Harkonnen seguramente había hecho estancarse su carrera en el ejército, el historial de servicio de Abulurd y la ayuda discreta del bashar supremo Atreides le habían llevado a ocupar un puesto equivalente al de coronel o segundo. En los últimos quince años había servido en seis planetas distintos, ayudando sobre todo en obras de ingeniería civil, tareas de reconstrucción y seguridad. Al menos allí, al frente de la flota de vigilancia de Corrin, volvía a estar en medio de la acción.

Ya llevaba meses ante la imponente flota robótica, que se limitaba a mantener su postura defensiva, pero Abulurd no sentía el mismo tedio que algunos de los soldados más jóvenes. La mayoría eran demasiado jóvenes para acordarse de cuando los Planetas Sincronizados dominaban buena parte de la galaxia. Nunca habían luchado en la Yihad. Para ellos aquello era historia, no un motivo de pesadillas.

Eran la primera generación de niños nacidos después de la plaga, a partir de un material genético más puro y resistente a las enfermedades. Conocían muy bien las historias de la Yihad y las cicatrices que había dejado; habían oído hablar de las valientes batallas libradas por Vorian Atreides —el bashar supremo— y Quentin Butler, y de los tres mártires; y aún hablaban de la «traición y la cobardía» de Xavier Harkonnen, porque creían la propaganda.

Durante aquellos años de paz relativa, Abulurd había presentado varias peticiones formales para reabrir la investigación sobre la supuesta traición de su abuelo, pero siempre caían en saco roto. Casi habían pasado ochenta años, y la Liga tenía cosas más importantes que pensar.

A veces, en los comedores o las salas de ejercicio, los jóvenes soldados de su tripulación le pedían que contara alguna historia, pero Abulurd intuía en ellos un profundo desprecio por su falta de logros. Él había estado protegido durante las batallas más importantes, gracias a Vorian Atreides. Algunos, haciendo gala de unos prejuicios heredados de sus padres, comentaban por lo bajo que no esperaban más de un Harkonnen. Otros parecían impresionados porque había rescatado a Rayna Butler, la famosa líder del Culto a Serena, de Parmentier.

Y mientras tanto, Abulurd seguía mirando la última fortaleza de Omnius desde el puente de su nave, y aguantaba. Sabía lo que era importante y lo que no.

A su mando tenía cuatrocientas ballestas y más de mil jabalinas, una fuerza imponente y fuertemente armada para mantener a las máquinas confinadas, aunque la principal línea de resistencia la formaban los satélites y minas descodificadores. Por su parte, las defensas mecánicas que protegían Corrin —y por tanto a Omnius— eran inexpugnables. Ninguna de las ofensivas de la Liga había logrado abrir una brecha lo bastante grande para lanzar sus bombas atómicas de impulsos. Ni siquiera los bombarderos suicidas del Culto a Serena podían hacerlo. Estaban en un punto muerto.

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