La Antorcha (34 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Todos, tanto tú como yo, Crises, somos esclavos ante los inmortales —contestó, Casandra con los ojos puestos en la escoba.

—Una afirmación correcta; pero, ¿cuándo ha dicho la señora Casandra algo que no lo fuese por mucho que le costara a ella o a cualquier otra persona? —dijo Crises—. No podemos continuar así, tú siempre temerosa de mirarme.

Irritada, alzó los ojos y lo miró a la cara, con rabia.

—¿Quién se atreve a decir que yo tema algo?

—Si no es así, ¿por qué tus ojos siempre me rehuyen?

Su voz se hizo cáustica.

—¿Tan bello te estimas como para creer que hallaría placer en mirarte?

—Vamos, Casandra —contestó—, ¿no puede haber paz entre nosotros?

—No siento por ti aversión especial —respondió sin volver a mirarlo—. Mantente lejos de mí y te devolveré la cortesía, si es eso lo que quieres.

—No —dijo Crises—. Ya sabes lo que quiero de ti.

Casandra suspiró.

—Crises, nada quiero de ti, excepto que me dejes en paz. ¿Está bastante claro?

—No —dijo él, aferrando sus manos—. Te deseo, Casandra; tu imagen se halla en mi mente día y noche. Me has hechizado; si no puedes amarme, libérame al menos de tu sortilegio.

—No sé qué decirte. No he lanzado contra ti sortilegio alguno, ¿por qué iba a hacerlo? No te quiero; no me agradas en absoluto y, si de mí dependiera estarías en Creta o en uno de los infiernos o incluso más lejos aún. No sé cómo decirlo con más claridad; pues, si lo supiera, te lo diría. ¿Lo entiendes?

—¿No puedes perdonarme, Casandra? No pretendo tu deshonor. Si tú accedieras, iría a pedirte a tu padre en matrimonio, aunque soy un sacerdote pobre y humilde. Tienes que sentir alguna ternura por mí porque fuiste tierna con mi hija sin madre...

—Como lo sería con un gatito extraviado —lo interrumpió Casandra—. Por última vez te diré que no me casaría contigo aunque fueses el último hombre que hubieran creado los dioses. Si la alternativa fuera permanecer virgen toda mi vida o casarme con un mendigo ciego del mercado o incluso... con un aqueo, la escogería antes que a ti.

Crises dio un paso atrás, con el rostro tan blanco como el mármol de los muros del santuario.

—Algún día lo lamentarás Casandra —masculló, apretando los dientes—. Quizá no sea siempre un sacerdote desamparado.

Sus rasgos parecían contraídos. Se preguntó de repente si habría estado bebiendo vino puro a tan temprana hora del día. Pero el vino que servían en la mesa de los sacerdotes estaba siempre muy aguado. Tampoco mostraba el enrojecimiento que hubiera debido tener en tal caso. Su aliento no delataba el olor, pero de sus ropas parecía desprenderse otro olor extraño. No pudo identificarlo pero supuso que se trataba de alguna medicina que los sacerdotes curanderos le habrían dado para sus convulsiones.

Se volvió para irse, pero él la retuvo, cogiéndole una mano, y la atrajo a sí, apoyándola contra la pared. Presionó su cuerpo con fuerza contra el suyo y, con su mano libre trató de desnudarla, oprimiendo su boca contra la de Casandra.

—Me has enloquecido —dijo con voz entrecortada—. ¡Y nadie puede culpar a un hombre por castigar a una mujer que lo ha empujado al frenesí!

Casandra luchaba por desasirse y habría gritado, si hubiera podido. Finalmente, consiguió morderle en un labio. Él se echó hacia atrás, y entonces Casandra le dio un empujón. Crises cayó al suelo. Ella se tambaleó cuando la agarró de nuevo, hasta que logró soltarse, con violencia. Intentó incorporarse y ella le dio una patada en las costillas. Entonces huyó del santuario y no dejó de correr hasta que estuvo segura en su propia habitación.

Casandra soñaba con un incendio que barría la colina de Troya en dirección al palacio cuando despertó entre el olor del humo y un clamor de voces, procedente de las estancias del templo del Señor del Sol. Era la parte más oscura de la noche, cuando la luna se ha puesto y desaparecen las estrellas. Tomó un manto, que se echó sobre la corta túnica con la que dormía, y corrió hacia el patio.

Abajo, en el puerto, se veían las tenues luces de las naves y las antorchas, presumiblemente portadas por manos humanas, que ascendían por la colina.

Todo lo que pudo pensar fue: Ya ha ocurrido. Gritó, y entonces oyó el estruendo de la alarma, el terrible sonido de la gran matraca de la ciudadela de Príamo. Era la señal para que las mujeres, los niños y los ancianos se refugiasen en la fortaleza, y para convocar a los soldados. Se quedó contemplando las luces que se movían por la ciudad a sus pies, y escuchando el entrechocar de las armas; y al final, las fuertes voces de los oficiales, enviando a los hombres a sus puestos.

Alguien tiró suavemente de su manga y, al volverse, halló a Criseida junto a ella.

—¿Qué ocurre, Casandra?

—Los aqueos han llegado, como preveíamos —dijo, sorprendida de su propia tranquilidad—. Hemos de prepararnos para buscar refugio en la ciudadela.

—Mi padre...

—Déjalo, niña; él tendrá que ir con los soldados. Ve y vístete rápidamente.

—Pero su enfermedad...

—Si los aqueos lo atrapan, tendrá algo peor. Date prisa niña.

Tomó a Criseida de la mano y la llevó al interior. Con toda celeridad, le puso una gruesa túnica que la protegiese del frío de la noche, sujetó su manto y ató sandalias en sus pies. Tan pronto como Criseida estuvo lista, acudieron al patio. Caris congregaba a las mujeres en torno de ella, diciéndoles que se dirigiesen hacia la entrada principal del palacio.

Casandra, sin soltar de la mano a la joven, descendió sin demora la escalonada calle. Parecía un error ir hacia las antorchas y el ruido de las armas; seguramente los aqueos nunca llegarían a un lugar tan alto. Lo que buscaban se hallaba en el palacio, no en el templo. Podía oír los estremece—dores gritos de guerra y la potente voz de Héctor llamando a sus hombres.

Las demás mujeres se agolpaban en torno de ellas cuando Casandra se abrió camino hacia las puertas del palacio. Guardias y soldados apremiaban a las mujeres a que entraran al tiempo que cada uno recogía una lanza de un gran montón que se hallaba junto a la entrada de la armería.

Casandra pensó en tomar una lanza e ir con los soldados, pero Héctor se enfurecería. De cualquier manera puede que llegue un tiempo en que no desprecie mi destreza con las armas. Por el momento, decidió permanecer junto a las mujeres. Constituían un grupo desaliñado, la mayoría a medio vestir, habiendo sido arrancadas abruptamente del sueño. Muchas no se habían preocupado de ponerse una túnica y cubrían su cuerpo con una manta, como también cubrían a sus hijos. Los pequeños chillaban y se debatían en los brazos de madres o nodrizas. Casandra y las demás sacerdotisas de Apolo eran casi las únicas que estaban convenientemente preparadas para aparecer en público y que mantenían la compostura. La mayoría de las otras tenían los rostros bañados en lágrimas, y gritaban en demanda de una explicación o de una ayuda.

También Helena guardaba su dignidad entre aquellas mujeres histéricas. Cada bucle de sus cabellos se hallaba en su sitio y parecía como si acabara de abandonar los cuidados de la doméstica tras un baño. Daba la mano a un niño de cinco o seis años, correctamente vestido y peinado; y aunque oprimía con sus manitas los dedos de su madre, su cara estaba limpia y no lloraba.

Examinó la estancia con mirada serena que se encontró con la de Casandra. Entonces atravesó la sala, abriéndose paso con calma por entre la multitud de mujeres que gemían, y se detuvo ante ella.

—Te recuerdo —dijo—. Eres la hermana gemela de mi esposo. Es bueno ver a alguien que no ha perdido la cabeza a causa del miedo. ¿Por qué no lloras y gritas como las demás?

—No lo sé —contestó Casandra—. Tal vez no me asusto con facilidad, y quizá prefiera no gritar hasta que me sienta herida.

Helena sonrió.

—Ah, bien. ¡Qué estúpidas son la mayoría de las mujeres! ¿Crees que hay peligro?

—¿Por qué me lo preguntas? Supongo que no habrán olvidado decirte que estoy loca.

—No tienes la apariencia de una enajenada —opinó Helena—. En cualquier caso, siempre prefiero juzgar las cosas por mí misma.

Casandra frunció levemente el entrecejo y se volvió. No quería que le agradase aquella mujer ni encontrar algo admirable en ella. Bastante malo era ya que cuando la mirase viera algo de lo que Paris veía.

—Entonces podrás juzgar por ti misma si hay peligro —dijo, con voz seca—. Sólo sé que me despertó la matraca del vigía y bajé hasta aquí, obedeciendo la llamada. Como vi naves aqueas en el puerto, supongo que es algo que tiene relación contigo y así, aunque a nosotras nos invada el temor, no existe razón para que lo compartas.

—¿Eso crees? —preguntó Helena—. Agamenón no es muy amigo mío. Su propósito sería devolverme a Menelao, y es seguro que se quedaría para comprobar que no escapaba indemne.

Aquel niño tan extraordinariamente arreglado que se aferraba a la mano de Helena parecía cansado. Helena lo advirtió y lo miró con cariño. Casandra no supo por qué le sorprendía aquello. ¿Es que la espartana no podía ser una madre tierna y solícita?

—¿Qué edad tiene tu hijo?

—Cumplirá cinco años en el solsticio de verano —repuso Helena.

Hizo una señal a una mujer delgada y de aire aristocrático que vestía la falda larga y el corpiño escotado de las cretenses y ésta se acercó, cruzando la atestada sala.

—Etra, por favor, ¿quieres llevarte a Nikos para que duerma en algún sitio?

Besó al niño, que se aferraba a ella, y le dijo tiernamente:

—Ahora vete a dormir como un niño bueno.

Se fue sin protestar, caminando sumiso junto a la mujer.

—¿Es hijo de Menelao? —preguntó Casandra.

—Tal vez es esa tu forma de decirlo —contestó Helena en tono indiferente—. Yo digo que es mi hijo. En cualquier caso no quise dejarlo con su padre. No me agrada la forma en que trata a los niños. A mi hija Hermione no le perjudicará ser su precioso juguete dorado. Pero lo único en que pensaba Menelao era en hacer a Nikos a su imagen o, peor aún, a imagen de su maravilloso hermano. He alejado a Nikos porque, alguien dijo por descuido cerca de él que, si su padre nos capturaba, nos mataría a los dos. Y Etra tiene también motivos para temer.

—Etra más parece una reina que una doméstica —opinó Casandra.

—Es una reina —afirmó Helena—. Madre de Teseo. Él me la envió. Creo que por alguna razón se enfrentaron. Etra prefiere permanecer conmigo y trata a mi hijo como si fuese su nieto, lo que no haría con el hijo de Antiope, princesa de las amazonas.

—Ahora que el niño está protegido —agregó—, me gustaría averiguar qué está pasando.

—No hay peligro aquí, por ahora —afirmó Casandra—. Creo que hubiera sido más cuerdo dejar arriba a las mujeres del templo del dios. Con toda seguridad, los invasores no ascenderán más allá de la entrada del palacio.

Salió junto a Helena al patio, desde donde se dominaba toda Troya y el puerto.

El sol acababa de salir. Casandra podía ver a los hombres que luchaban en la ciudad.

—Mira —dijo Helena—. Tus soldados troyanos, bajo el mando de Héctor, les han cerrado el paso hacia el palacio; y ahora los aqueos están saqueando y quemando la parte baja de la ciudad. Esa es una de las naves de Agamenón y creo que Menelao se halla con él.

El tono indiferente con que hablaba Helena fascinaba a Casandra. ¿Es que no sentía nada en absoluto por su anterior marido?

Las llamas se alzaban ahora de las casas situadas junto al mar y de los edificios aún más alejados; casas humildes, de muros de troncos y de tablas. Las construcciones que se alzaban sobre la colina eran de piedra y no había modo de hacerlas arder, pero los soldados aqueos entraban en ellas y se llevaban cuanto podían hallar.

—No encontrarán grandes tesoros ni botín ahí abajo —afirmó Casandra, y Helena asintió.

Se inclinaron sobre la balaustrada, para ver mejor a los hombres. Casandra reconoció a uno de los aqueos, un gigante que sobresalía de entre los demás casi por una cabeza. A la luz del sol naciente la cimera de su casco brillaba como si estuviese bañada en oro. Era uno de los que entraron en el palacio y se llevaron a Hesione, que forcejeaba por escapar. Eso sucedió... ¿Cuándo? ¿Hacía quizá siete años? Pero aun se estremeció al recordarlo y sintió que su estómago se contraía.

—Ése es Agamenón —dijo Helena. —Sí, lo sé —contestó Casandra, en un murmullo. —Fíjate, Héctor y sus hombres tratan de cortarles la retirada a la nave. ¿Crees que la quemarán?

—Lo intentarán —afirmó Casandra mientras contemplaba a los soldados tróvanos que se esforzaban por aislar al jefe aqueo, obligándole a combatir a cada paso en su camino de vuelta al buque. El sol había ascendido y su reflejo en el mar les impedía ver más. Casandra se volvió, protegiéndose los ojos.

—Vayamos adentro. Hace frío. No está en manos de Agamenón decidir el destino de Héctor —afirmó.

Volvieron a la estancia en donde las demás mujeres parecían más calmadas. Los niños se habían dormido sobre las mantas, y media docena de comadronas se congregaban en torno de Creusa, quien trataba de convencerlas de que se hallaba bien y que no iba a iniciar el parto sólo para que se distrajeran aquella noche.

Hécuba, envuelta en su manto más viejo, que se había echado sobre un ajado vestido de diario, había encontrado unos restos de lana y hacía girar maquinalmente una rueca. Por la irregularidad del hilo, Casandra supuso que sólo trataba de pasar el tiempo.

—Oh, estáis aquí, muchachas... Me estaba preguntando dónde habríais ido. ¿Qué pasa allá abajo, hija? Tus ojos ven más que los míos. ¿Qué decías de Héctor, Casandra?

—Dije que Héctor no se enfrentará con su destino a manos de Agamenón.

—Espero que no —dijo Hécuba, en tono que mostraba irritación—. ¡Bien hará ese gigantón aqueo en rehuir a nuestro Héctor!

Algunas de las mujeres habían salido a la terraza, y Casandra las oyó lanzar vítores.

—¡Se van, ya han vuelto a su nave y zarpan! ¡Los aqueos se han ido!

—Y no pueden haber conseguido gran botín en las casas de la costa; unos cuantos sacos de aceitunas y algunas cabras quizá. Estás a salvo, Helena —dijo Hécuba.

—Oh, seguro que volverán —afirmó Helena y Casandra, que había estado a punto de decir lo mismo, se preguntó cómo lo sabía.

Aquella mujer aquea no era ninguna estúpida, y eso contristó a Casandra. Lo último que deseaba era simpatizar con Helena o respetarla. Pero no podía evitarlo.

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