Sin embargo, sus sueños le habían dado aviso del gran terremoto y debía prestarles crédito. No le quedaba elección. Los sueños estaban allí. Si los ignoraba, el riesgo sería para ella, y también para Troya y su mundo.
Estaba sumida en sus meditaciones cuando oyó una gran conmoción en las calles; el carro de Héctor cruzó por la ciudad hacia las puertas de abajo. A Casandra, que observaba sentada en un banco del taller del zapatero, le pareció que la mitad de los pobladores de Troya había salido para verlo. Después del tiempo transcurrido en la contienda, podría esperarse que la gente, ya cansada, se dedicara a sus propios asuntos. Pero Héctor despertaba el mismo entusiasmo del primer día, cuando desfiló al frente de sus tropas. Era una suerte para él, pensó, no del todo sin sarcasmo. En aquel momento, se aproximó a ella el zapatero con las sandalias nuevas, y se quedó embobado ante el carro de Héctor en vez de ayudarle a calzárselas.
—Conduce su carro como el mismo dios de las batallas. ¿Es hermano tuyo, princesa?
—Sí, hijo de mi madre y de mi padre —contestó.
—Dime. ¿Cómo es? ¿Es verdaderamente tan heroico como parece?
—Es ciertamente un esforzado y valeroso guerrero —dijo.
¿Pero se trataba de valor, o sólo era falta de imaginación? Paris podía simular el valor, pero porque temía que le llamaran cobarde más que a nada en el mundo.
—Pero es algo más —añadió—. Aparte de un excelente soldado, Héctor es un hombre bueno. Posee otras virtudes además de la valentía.
El zapatero la miró un poco sorprendido, como si no pudiera imaginar otras prendas.
—Quiero decir que sería digno de admiración aunque no hubiese guerra —le aclaró.
Y pensó que aquello difícilmente podría decirse de ninguno de sus otros hermanos. Éstos parecían poco más que armas animadas, incapaces de pensar en lo que hacían ni en por qué. Paris poseía algunas buenas cualidades... aunque pocas veces las revelase ante su hermana. Era cariñoso con Helena, se mostraba amable y respetuoso con sus padres y quiso a sus hijos mientras vivieron. Era incluso cordial con el hijo que Helena tuvo de Menelao. Eneas también poseía tales virtudes. ¿O se las adjudico porque le quiero'?, se preguntó. El zapatero aún seguía cantando las alabanzas de Héctor.
—A Héctor le agradaría saber que es tan considerado en la ciudad —le dijo Casandra. Y ciertamente dijo la verdad.
Pagó lo que debía y salió a la calle. De inmediato hubo de tirar de Miel para que no fuese arrollada por el gentío que, tras haber ocupado la calzada, se retiraba ahora precipitadamente para dejar paso a cuatro carros que conducían Eneas, Paris, Deifobo y Glauco, el capitán tracio, en pos de Héctor hacia la puerta principal.
¿Había decidido Príamo enviar a sus mejores campeones contra los aqueos, sin importarle que Aquiles no estuviera con ellos... o esperaba atraer al propio Aquiles? El pensamiento avivó su curiosidad. Miel trataba de seguir a la multitud, así que ambas se dirigieron a las murallas y, una vez allí, subieron la escalera hasta el punto de observación que frecuentaban las mujeres.
Tal como esperaba, encontró a Helena, Andrómaca y Creusa, con Hécuba. Todas la saludaron con cariño. Le pareció que Helena se había recobrado un poco y pronto le confió que creía estar de nuevo embarazada.
—No comprendo cómo puede una mujer traer un niño a un mundo donde se libra una guerra semejante —comentó Andrómaca—. Y así se lo he dicho a Héctor, pero me contestó que es precisamente ahora cuando más se necesitan.
—Y los niños también mueren cuando no hay guerra —añadió Helena—. Yo perdí a mi segunda hija por desidia de la comadrona y tres de mis hijos perecieron en un terremoto. Del mismo modo podrían haber muerto al resbalar de las peñas al buscar nidos de pájaros o arrollados por un toro desmandado de los Juegos. Los niños no están seguros en parte alguna de este mundo mortal. ¿Mas qué sería del mundo si por tal razón todas decidiésemos no tener hijos? —Tienes más valor que yo —declaró Andrómaca—. De lo misma forma que Paris es más osado con su carro que Héctor. ¡Mira con que rapidez ha atravesado las puertas!
Resultaba difícil decidir cuál de aquellos hombres conducía más temerariamente. Los cinco carros surgieron de la muralla casi al mismo tiempo, seguidos por los infantes de Héctor. Los aqueos aún no habían formado en línea de batalla. Casandra advirtió el desorden y el caos del campamento argivo, donde los soldados salían de sus tiendas, gritando mientras buscaban sus armas. Los cinco carros avanzaron a la vez por la explanada. Entonces, Casandra reparó en que cada carro llevaba un brasero encendido y algo más. ¿Alquitrán? ¿Pez? Y que un arquero hundía con celeridad sus flechas en aquella ardiente masa y las lanzaba contra la línea de naves ancladas ante la costa, más allá del campamento. Durante unos minutos, mientras trataban de enfrentarse con los carros, los aqueos no advirtieron el objetivo del ataque. Luego estalló un clamor de cólera, mas para entonces los carros ya estaban en la playa y varias de las naves envueltas en llamas.
Los infantes de Héctor se mostraron bien organizados y atacaron a las aún sorprendidas huestes de Agamenón.
Ardían las naves, una tras otra, cuando una flecha incendiaria se prendió en los pliegues de sus velas arriadas. Los marineros, incapaces de luchar contra el fuego, saltaban por la borda, aumentando la confusión. Después, los hombres de Héctor, apartándose de las naves, centraron su atención a las tiendas del ejército. Todo el campamento se agitaba entre alaridos y confusión mientras los argivos intentaban organizar sus huestes, luchar contra el fuego y atender a los heridos. Una de las naves que, según se supo, estaba cargada de aceite, se hundió después de que las llamas alcanzasen su línea de flotación. Los hombres de Héctor prorrumpieron en vítores entusiastas.
Los carros troyanos se hallaban ahora rodeados por infantes aqueos que pugnaban por derribar a los aurigas. Pero los arqueros siguieron lanzando flechas incendiarias contra las tiendas, hasta que la humareda producida impidió a las mujeres de la muralla la vista del campamento aqueo. El mar apagó las llamas en otra nave que se hundió lentamente.
Las mujeres aplaudieron. Luego se produjo una gran agitación entre los centinelas de la muralla, y junto a ellas corrieron algunos soldados troyanos hacia un baluarte en donde se encontraban varios arqueros. Oyeron un fuerte griterío, mezcla de vítores y de burlas, y un gran estrépito. Cuando regresó el capitán de los arqueros, Andrómaca le preguntó qué había sucedido.
—Al principio pensamos que se trataba del propio Aquiles que había decidido emprender una maniobra de diversión —dijo, tras saludarla ceremoniosamente—. Pero no era él sino su amigo, ¿cómo se llama?, ah, sí. Patroclo. Escaló la muralla occidental, allí por donde hay piedras sueltas desde el último terremoto.
—¿Lo apresasteis? —preguntó Andrómaca. —No tuvimos suerte, señora. Sin embargo le disparamos varias flechas que zumbaron cerca de su cabeza. Perdió el equilibrio y cayó. Entonces, sus arqueros comenzaron a responder para cubrirlo mientras él corría hacia su campamento. Fue una lástima que no lo alcanzáramos, si le hubiésemos atravesado el cuello con una flecha, tal vez Aquiles, desanimado, hubiera regresado a su tierra.
—No importa —dijo Andrómaca—. Hicisteis lo que estuvo en vuestra mano. Y, al menos, no entró en la ciudad. —Perdóname, señora, pero lo que estuvo en nuestra mano no será bastante para el príncipe Héctor —dijo el soldado, con pesimismo—. Mas creo que tienes razón; nada se puede hacer ahora, ni de nada sirve preocuparse por lo que no tiene remedio. Tal vez vuelva a darnos oportunidad y le capturemos.
—Que el dios de la guerra te lo otorgue —le deseó Andrómaca.
Las mujeres volvieron a observar de nuevo desde la muralla. Para entonces, los carros se habían retirado ya del campamento y corrían de vuelta a Troya. Casandra no podía distinguir a tan larga distancia un carro de otro, los contó y comprobó que estaban todos. El ataque a las naves había sido un éxito total.
Bajo ellas, el centinela gritó:
—¡Preparaos para abrir las puertas!
Oyeron el crujido de las sogas que abrían el portón. Helena y Andrómaca bajaron la escalera para recibir a sus maridos; las otras mujeres se quedaron detrás.
Hécuba se acercó a Casandra y ésta le preguntó:
—¿No estaba el rey en los carros?
—Oh, no, hija —contestó su madre—. Sus manos ya no sirven para dirigirlos. Los sacerdotes curanderos le han tratado con sus pócimas y sus sortilegios, pero empeora cada día. Apenas puede atarse los cordones de sus sandalias.
—Me apena oírlo —dijo Casandra—. Mas para la vejez no hay sortilegios curativos, madre; ni aún tratándose de un rey.
—Supongo que tampoco los hay para una reina —comentó Hécuba.
Al observarla con atención, Casandra advirtió cuan avejentada estaba su madre, con la espalda encorvada y delgada hasta el punto de que los huesos se destacaban bajo su piel. Su piel, que había sido siempre fresca y lozana, ahora se veía grisácea y apergaminada, y sus cabellos habían adquirido un feo tono blanco amarillento. Hasta el brillo de sus ojos había desaparecido.
—Tú no estás bien, madre.
—No me encuentro mal. Pero me preocupa tu padre —dijo Hécuba—. Y Creusa. Está otra vez embarazada y en el invierno escasearán los víveres. Las cosechas no han sido buenas y los aqueos quemaron parte de la que maduraba.
—Hay víveres suficientes en el templo del Señor del Sol —manifestó Casandra—. Miel y yo recibimos más de lo que necesitamos. Cuidaré de que nada le falte a Creusa.
—Eres buena —dijo Hécuba cariñosamente, tendiendo la mano para acariciar sus cabellos.
Desde que dejó de ser pequeña, Hécuba la había acariciado pocas veces, y Casandra se sintió conmovida.
—No sólo tenemos víveres, sino también abundancia de hierbas medicinales. Llámame si alguien del palacio se pone enfermo o las necesita —añadió—. Se da por supuesto que podemos compartir con nuestras familias todo lo que tenemos. Enviaré algunas hierbas para mi padre y deberás cocerlas, empapad después un paño en la cocción y envuelve sus manos con él. Puede que no le cure, pero al menos aliviará sus dolores.
Hécuba alzó los ojos para mirar a Miel, que estaba sentada en el suelo, jugando con guijarros. Casandra recordó un juego similar de cuando era muy pequeña; ella y sus hermanas, las otras niñas de la casa real, cogían piedras redondeadas y las colocaban en los huecos de la muralla como si fuesen bollos u hogazas, examinándolas cada pocos minutos para ver si estaban bastante cocidas. Sonrió.
Los carros habían cruzado la muralla y las puertas ya estaban cerradas.
—¿Cenarás en palacio? —le preguntó Hécuba—. Aunque seguramente comerás mejor en el templo...
—Creo que esta noche no iré —contestó Casandra—, pero te lo agradezco. Te enviaré las hierbas con un mensajero. Espero que le hagan bien a mi padre. No podemos permitirnos que se debilite en estos días. Ni siquiera Héctor se halla preparado para gobernar Troya, aunque sobreviviese a su padre.
Se detuvo, pero Hécuba la había oído y la miraba asombrada.
No habló. Mas Casandra supo lo que estaba pensando.
Cree que Héctor puede morir antes que su padre, por viejo y enfermo que esté Príamo. ¿Qué más habrá visto?
Los aurigas abandonaron sus carros. Héctor y Paris, acompañados de sus esposas, subieron por la escalera y Eneas se reunió con Creusa. Casandra recogió a Miel. Como no pensaba ir a palacio aquella noche, ya era tiempo de despedirse.
Creusa acudió a ella y le dijo:
—Hermana, te acompañaré hasta el templo del Apolo.
—Me alegra tu compañía pero aún el sol está alto en el cielo. No necesito escolta —protestó Casandra—. No deberías fatigarte con tan dura caminata.
—Iré —insistió Creusa—. Quiero hablar contigo.
—Muy bien, entonces, como ya te dije, me alegra tu compañía.
Creusa entregó su hija a una sirviente, encargándole que le diera la cena si ella no había regresado. Luego se reunió con Casandra que estaba poniéndole a Miel un sombrero de alas anchas para protegerla del sol.
—Está muy crecida para su edad —dijo—. ¿Cuánto tiempo tiene? ¿Cuándo nació?
—Estoy segura de que mi madre te ha dicho que no puedo precisarlo —contestó Casandra—. Pero, cuando la encontré, debía de tener pocos días. Y salí de Colquis hacia la mitad del invierno pasado.
—Casi un año entonces; poco más o menos como mi hija —dijo Creusa—. Y sin embargo es más alta y más fuerte. Andando a tu lado, parece ya una niña mayor. La pequeña Casandra aún anda a gatas como un cachorro.
—Quienes saben de niños dicen que cada uno empieza a andar y a hablar cuando llega el momento oportuno, unos pronto y otros más tarde —contestó Casandra—. Mi madre cuenta que yo empecé pronto a andar y a hablar, y recuerdo cosas que tuvieron que haber sucedido no más tarde de mi segundo verano.
—Es cierto —afirmó Creusa—. Astiánax no anduvo ni habló hasta bien cumplidos los dos años. Sé que Andrómaca empezaba a preguntarse si era del todo normal.
—Eso debió de ser terrible para ella —admitió Casandra.
Se sentía confusa. No creía que Creusa hubiera emprendido la larga subida sólo para hablarle del crecimiento de los pequeños cuando en el palacio contaba con varias niñeras a quienes consultar.
Fuera lo que fuese, a Creusa le resultaba difícil plantearlo. Pero cuando empezaba a preguntarse si de algún modo habría averiguado el contenido de sus conversaciones con Eneas y sentirse vagamente culpable, Creusa dijo:
—Eres sacerdotisa, y dicen que sibila. Fuiste tú quien advirtió de la inminencia del terremoto. ¿No sucedió así?
—Creí que estabas presente cuando di el aviso —contestó Casandra.
—No, fue Eneas quien me dijo que no durmiera aquella noche bajo techado y que me llevase a las niñas. ¿Qué más has visto?
Creusa sabe tan bien como yo que he visto la muerte y la destrucción de Troya, pensó. Pero estaba segura de que su hermana tenía alguna razón más allá de eso para preguntárselo.
—¿Estás segura de que quieres saberlo? —le preguntó, dudosa—. Príamo ha prohibido que se escuchen mis profecías. Quizá sea mejor no irritarlo.
—Déjame entonces que te diga por qué te lo pregunto. Eneas me contó que profetizaste que él sobreviviría a la caída de Troya.
—Sí —contestó Casandra, un poco turbada—. Parece que los dioses le reservan una misión en otro lugar, porque lo he visto partir ileso ante un fondo de Troya en llamas.