Las diosas de Troya y de Colquis eran diosas razonables, que reconocían la primacía de la tierra y de la maternidad, pero esa diosa que lo quebrantaba todo por un capricho al que llamaban amor... No, no era una diosa a la que ella aceptaría servir.
Después, una noche, soñó que se hallaba en un extraño templo ante la diosa aquea, muy parecida a la reina espartana.
¿Así que has asegurado que no me servirás, Casandra de Trova? Sin embargo has entregado tu vida al servicio de los inmortales...
Casandra era casi consciente de que estaba soñando; alzó los ojos hacia la diosa y vio que era aún más bella que Helena de Esparta y, por un momento, le pareció que en la cara de Afrodita se hallaba la belleza semiolvidada de la visión de Apolo. ¿Podía resistirse a la llamada de ese amor?
—He jurado servir a la Madre de Todo —dijo—. Tú no eres ella ni tienes parte en su adoración, porque creo que la niegas.
En la lejanía, sonó una risa que era como un tañido de campanas.
Me servirás al fin, hija de Príamo. Tengo más poder que tú y más que las diosas de vuestras ciudades. Todas las mujeres de aquí me adorarán y tú también lo harás.
—¡No! —gritó Casandra.
Y se despertó con un sobresalto para hallar su estancia vacía, y un rayo de sol tocando la ventana, como un recuerdo de la belleza que había contemplado.
Cuan extraños eran aquellos aqueos. Primero escogían adorar a una diosa del matrimonio que castigaría a cualquier mujer que se desviase del vínculo, y luego elegían a una diosa del amor apasionado quien tentaba a la mujer para que olvidase los votos que había hecho. Era como si los aqueos temieran y desearan a la vez la infidelidad en sus esposas; o tal vez sólo buscasen una excusa para abandonarlas.
Quizá fuese mejor que un niño perteneciera sólo a su madre. Tal vez el matrimonio y la paternidad no conviniesen a los hombres. Una mujer debe cuidar del bienestar del niño que ha portado en su seno, pero la procreación de los hijos sobrevenía con harta facilidad para los hombres; y se trocaban en peones para ser empleados en beneficio de sus padres. Quizá Filida había salido al fin y al cabo mejor librada; un dios podía tener tantas esposas como desease y no necesitaba desembarazarse de la antigua cuando eligiera a la nueva.
Este pensamiento recordó a Casandra que tenía unas obligaciones en el templo y que, si bien nunca había jurado servir a Afrodita, había hecho voto de servir al Señor del Sol. Debería bajar y reunirse con las demás sacerdotisas y sacerdotes para la salutación del alba.
Ya estaban congregados allí, desde los venerables y ancianos sacerdotes curanderos a los novicios más jóvenes, y Caris le lanzó una mirada paciente y reprobadora. El sumo sacerdote los miró a todos, y dijo:
—En nombre del Señor del Sol, os pido que acojáis entre nosotros a un recién llegado. Ha servido en el templo de Délos, en la propia isla del Sol. Dad la bienvenida a nuestro hermano a quien llaman Crises.
Le iba bien el nombre de Crises: oro. Era muy alto, casi tanto como Héctor, aunque no tan musculoso ni bien constituido. Sus finos rasgos se hallaban uniformemente cubiertos por tenues pecas; sus rubios cabellos parecían aún más rubios porque estaba bronceado por el sol. Su sonrisa era radiante, y revelaba unos dientes blancos y parejos, y sus ojos eran de un intenso azul oscuro.
Cuando hablaba, su voz resonaba fuerte y vibrante con ecos que recordaban mucho a Casandra los tiempos en que oía la voz del dios. Bien ha escogido al dios a quién servir, pensó. El Señor del Sol podría sentirse celoso de aquel mortal.
—¿A quién corresponde hoy —preguntó Caris— recibir y contar las ofrendas?
Casandra, llamada a sus obligaciones, se sobresaltó.
—A mí —dijo.
—Entonces llevarás a nuestro hermano al patio y le mostrarás cómo se recogen.
Casandra bajó tímidamente los ojos, como si sintiese que Crises podía leer sus pensamientos, harto audaces a su parecer.
—Te doy las gracias por esta acogida —declaró Crises—. ¿Podría sin embargo solicitar de ti un favor, señora?
—Puedes hacerlo —respondió Casandra secamente cuando se hizo obvio que Caris no iba a contestar—. Pero no puedo prometerte nada hasta que no sepa qué deseas.
Él alzó los ojos como si le hablara a todos los presentes.
—Querría que dieseis aquí albergue a mi hija que no tiene madre —dijo al tiempo que hacía una seña para que se acercase una niña hasta entonces casi oculta entre las plantas de un rincón del patio.
Casandra calculó a primera vista que tendría unos once años. Vestía una vieja túnica, que además le estaba pequeña, hasta el extremo de que apenas le cubría las rodillas. Sus cabellos, del mismo y sorprendente tono dorado de los de su padre, le colgaban enmarañados hasta medio pecho.
—He viajado durante mucho tiempo, y es difícil para un hombre solo cuidar adecuadamente de una niña que se hace mujer —se disculpó Crises, siguiendo la mirada de Casandra—. ¿Puede vivir aquí, en el templo del Señor del Sol?
—Desde luego —repuso Caris—, pero es demasiado joven para convertirse en una de las doncellas de Apolo; tiempo tendrá cuando crezca de elegir por sí misma ese camino si lo desea. Mas ahora... Casandra, ¿quieres llevarte a la niña y asegurarte de que sea adecuadamente atendida? —Entonces estaré dos veces agradecido a Casandra —dijo Crises, inclinándose sonriente.
Tratando de no mirar de nuevo a Crises, tendió la mano hacia la niña.
—Ven conmigo, bonita. ¿Tienes hambre? —Sí, pero mi padre dice que no debo pedir nada. —Bien, comerás; nadie se queda con hambre en la casa del dios —afirmó Casandra.
La condujo a su propia estancia, llamó a una sirvienta y pidió que llevaran pan, vino y un cesto de fruta.
—Primero has de tomar un baño y ponerte ropa limpia —dijo, porque la indumentaria de la niña estaba sucia además de rota.
Con la ayuda de una de las tutoras la bañó. Mientras enjabonaba el pequeño cuerpo, reparó en que no era tan niña como parecía. Limpia del polvo de los caminos, poseía la belleza de su padre y Casandra, tras preguntarle su nombre, no se sorprendió al escuchar la respuesta.
—Al nacer, mi madre me puso Helike; pero mi padre siempre me llamó Criseida.
Dorada.
—El nombre te conviene —opinó Casandra—. En especial cuando tu pelo no esté tan enmarañado.
—Supongo que tendré que cortármelo —dijo Criseida.
—Oh no, eso sería una lástima. Es demasiado bello.
Tomó un peine y, con cuidado, deshizo gran parte de la maraña; en dos o tres ocasiones resultó imposible desenredar los cabellos y hubo de cortarlos. Cepillada hasta tornarse suave y reluciente, aquella cabellera dorada caía en bucles sobre los hombros de la niña. Cuando estuvo vestida con el hábito blanco de las novicias, Casandra puso en torno de su cintura un cíngulo de seda de su propiedad. Criseida lo tocó con dedos cuidadosos.
—¡Jamás tuve nada tan bonito!
—Ahora pareces digna de ser una de las vírgenes del Señor del Sol —dijo Casandra—. Le serías grata a Apolo, cosa imposible cuando estabas sucia.
La muchacha parecía a punto de desfallecer de hambre. Sus manos temblaban cuando cogieron el pan y las uvas, como si no hubiera comido nada en varios días, aunque Casandra pudo advertir que trataba de dominarse y mostrar buenos modales. Le dio las gracias con lágrimas en los ojos.
—Mientras viajábamos, mi padre comía a veces en los templos —dijo—. Pero no quería que me viesen desconocidos.
Luego, para que no pareciese que le criticaba, añadió:
—Guardaba algo para mí siempre que podía.
De nuevo contra su voluntad, Casandra se sintió emocionada.
—Si la tutora consiente, podrás dormir en mi estancia y yo cuidaré de ti.
Criseida sonrió con timidez.
—¿Y tendré también obligaciones que cumplir en el templo?
—Así es. Nadie se halla ocioso en la casa del Señor del Sol —le contestó Casandra—. Pero hasta que sepamos en qué eres diestra, te confiaremos tareas que sean adecuadas a tu edad.
Se volvió hacia la tutora.
—Llévala ante Filida —le sugirió—. Y haz que le ayude en el cuidado del niño.
—Sacerdotisa, deseo preguntar al dios qué puedo hacer para casar bien a mi hermana —dijo—. Mi padre ha muerto y yo he pasado muchos años lejos de mi aldea, sirviendo en el ejército del rey.
A Casandra le habían hecho muchas veces preguntas semejantes. Acudió al santuario y la repitió formalmente. No creía que fuese lo bastante importante para que la respondiera el dios; sin embargo, aguardó durante varios minutos por si él tenía algo que decir. Luego retornó al hombre que aguardaba.
—Acude al amigo más antiguo de tu padre y pídele consejo en nombre de la amistad que con él tuvo; y no olvides hacerle un generoso regalo.
El rostro del hombre se iluminó.
—Me siento agradecido al dios por su consejo —declaró.
Casandra asintió ante él, cortésmente, conteniéndose para no decirle: Si hubieras empleado el ingenio que el dios se dignó brindarte, podrías haberte ahorrado el trabajo de venir hasta aquí. Mas como cualquier persona juiciosa pudiera haberte dado semejante respuesta, bien podemos nosotros aceptar tu regalo.
—¿Cómo sabes qué responder? —le preguntó después Crises—. Me resulta difícil creer que un dios se preocupe de semejantes cuestiones.
Casandra le explicó que los sacerdotes habían preparado respuestas adecuadas para las preguntas más comunes.
—Pero no olvides nunca de permanecer en silencio unos momentos, por si el dios tiene otra respuesta que darte. A veces, el dios parece dispuesto a contestar incluso a las preguntas que nos parecen más estúpidas.
Al cabo de un rato llegó otro hombre, portador de una gran cesta de excelentes melones.
—¿Qué debo sembrar este año en mi campo del Sur? —preguntó.
—¿Ha conocido tu tierra un incendio, una inundación o algún otro gran cambio?
—No, señora.
Penetró en el santuario y permaneció sentada durante unos instantes ante la gran imagen del Señor del Sol, recordando cómo creyó que era un hombre vivo la primera vez que le vio de niña. Como el dios no habló, retornó y dijo:
Aún era temprano cuando regresó al patio en donde la aguardaban Caris y Crises. La sacerdotisa estaba ayudándole a contar y ordenar las ofrendas dejadas en el patio del templo durante la noche, ofrendas entregadas como simple muestra de piedad por ciudadanos que no tenían petición especial que hacer. Marcaban las tarjas: una muesca por cada ánfora de aceite o de vino, otra por una bandeja de tortas, otra por un par de pichones en una jaula de mimbre. Casandra les dijo los planes que había hecho respecto a la niña.
—Muy oportunas —convino Caris—. En nada puede perjudicarle que se dedique a mecer al niño, y de ese modo Filida podrá volver a sus obligaciones.
—No sé cómo expresar mi gratitud —dijo Crises—. A un hombre le es casi imposible atender a una niña que está haciéndose mujer. Cuando era más pequeña todo resultaba más sencillo. Ahora que está casi desarrollada debo vigilarla noche y día. Nada ha de temer entre las vírgenes del Señor del Sol.
—Puedes estar seguro de que preservaremos su virginidad —aseguró Caris—. ¿Pero es tan importante precisamente ahora? Yo creí que sólo tenía unos once años.
—Eso creí yo también —dijo Casandra—. Pero cuando la bañé, advertí que era mayor.
Crises reflexionó.
—Su madre murió hace diez años y estoy seguro de que entonces no tenía tres. Hace cuatro meses se hizo mujer y ni siquiera sabía yo qué decirle ante eso. Fue entonces cuando decidí abandonar mi vida vagabunda e instalarme en alguna parte donde pudiera ser convenientemente atendida. Viajando ni siquiera podía alimentarla, y es demasiado bella para dedicarla a mendigar.
—Pobre niña sin madre —dijo Casandra—. Yo cuidaré de ella como si fuese mía.
—¿Tú no tienes hijos, señora?
—No —afirmó Casandra—. Soy una virgen de Apolo.
Sintió que se ruborizaba ante la mirada que le dirigió, y dijo:
—Comienzan a llegar con ofrendas y para consultar al santuario. Debo ir para hablar con ellos.
El primer hombre había llevado como ofrenda una jarra de buen vino.
—Siembra lo mismo que sembraste hace tres años.
No era posible que esa respuesta fuese nociva. Si había estado practicando la rotación de cultivos, como ahora recomendaban la mayoría de los jefes de las aldeas, el consejo no estaría en contradicción con tales usos; y en caso contrario, no empeoraría las cosas. Cuando le dio las gracias, ella sintió la exasperación habitual; ésta era la respuesta más adecuada para cualquier labrador en cualquier año y consideraba que él hubiera debido saberlo, sin necesidad de preguntar. Pero, de cualquier modo, disfrutarían de los melones.
La mañana transcurrió lentamente. Sólo le formularon una pregunta que la obligó a reflexionar unos momentos. Un hombre, que ofrendó un robusto cabrito, dijo que su mujer acababa de parir.
—¿Y quieres dar las gracias al Señor del Sol?
El hombre se agitó, inquieto, como un chiquillo culpable.
—Bien, no exactamente —murmuró—. Deseo saber si el niño es mío o si mi mujer me ha sido infiel.
Aquélla era la pregunta que Casandra más temía. El tiempo que pasó con las amazonas le había enseñado que la suspicacia de un hombre respecto de una mujer significa por lo regular que no se considera merecedor de su atención.
Sin embargo aceptó la ofrenda serenamente y penetró en el santuario. A veces, esta pregunta era respondida en realidad, sin que nadie supiera porqué. Si no estás seguro, abandona de inmediato al niño. Pero esta vez no hubo respuesta; así que ella le proporcionó la que estaba preparada para tales ocasiones.
—Si puedes confiar en tu mujer en otras cosas, no hay razón para que no confíes también en ésta.
El nombre la miró, inmensamente aliviado, y Casandra suspiró y añadió:
—Ve ahora a casa y da gracias a la diosa por haberte dado un hijo. No olvides además disculparte ante tu mujer por haber dudado de ella sin razón.
—Lo haré —prometió.
Viendo que no había ya más solicitantes de consultas, Casandra se volvió hacia Crises.
—A esta hora cerramos el santuario y descansamos hasta que el sol comienza a declinar —le dijo—. Es costumbre tomar un poco de pan y de fruta antes de volver para ver a quiénes han llegado.
Él le dio las gracias y agregó: