La Antorcha

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Como hizo con la leyenda del rey Arturo en Las nieblas de Avalon, la autora recrea la caída de Troya, de una forma nueva y audaz, desde el juicio de Paris, el rapto de Helena (que aquí no es una malvada adúltera sino una amable y apacible mujer consagrada a Paris y a sus hijos) y la convocatoria de los ejércitos griegos por Agamenón, el encolerizado cuñado de Helena, hasta la trágica destrucción de la ciudad decretada por los dioses... y por el extremado orgullo de sus líderes. La heroína de esta historia épica es Casandra, la bella y atormentada princesa de la casa real de Troya, que se enfrenta a una terrible lucha interior contra su lealtad dividida: la que debe a su padre, el rey, y a sus hermanos, y su creciente fidelidad a la vieja fe del matriarcado y la Madre Tierra.

Marion Zimmer Bradley

La Antorcha

ePUB v1.0

betatron
12.07.2012

Título original:
The Firebrand

Marion Zimmer Bradley, 1987.

Traducción: Guillermo Solana Alonso

Diseño/retoque portada: Ramón Parada

Editor original: betatron (v1.0)

ePub base v2.0

¡Oh ciudad de Troya! ¡Heroica ciudad de Troya en llamas!

ROSSETTI

Antes del nacimiento de Paris, Hécuba, reina de Troya, soñó que había parido una antorcha que arrasaría las murallas de su ciudad.

Prólogo

La lluvia había estado cayendo durante todo el día; ora con fuerza, ora debilitándose en algunos aguaceros, pero sin detenerse nunca por completo. Las mujeres trasladaron sus ruecas bajo techado, junto al mar, y los niños se agolparon buscando protección en los voladizos del patio, aventurándose unos minutos entre los chaparrones para chapotear en las pozas de ladrillo y regresar al interior llevando sus embarradas huellas hasta el propio mar. Hacia el ocaso, la más anciana de las mujeres que estaban junto al hogar creyó volverse loca con los chillidos y los chapoteos, los ataques de los pequeños ejércitos, los golpes de las espadas de madera sobre escudos también de madera, los cambios de bando de los contendientes, los gritos de muerto y herido cuando quedaban fuera del juego.

Era demasiada la lluvia que seguía cayendo por la chimenea para que pudiera cocinarse como es debido. Al concluir aquella tarde invernal se encendieron fuegos en los braseros. Cuando la carne y el pan cocidos empezaron a exhalar su aroma, uno tras otro acudieron los niños y se acurrucaron como cachorros hambrientos, husmeando ruidosamente y disputando todavía a media voz. Poco antes de cenar apareció un huésped en la puerta: un vate, un vagabundo cuya lira sujeta a su hombro le aseguraba en todas partes acogida y alojamiento excelentes. Tras haber comido y después de bañarse y ponerse ropa seca, el vate eligió para descansar el lugar reservado al más grato de los huéspedes, cerca del fuego. Empezó a templar su instrumento, acercando la oreja a las clavijas de concha y probando el sonido con un dedo. Luego, sin pedir permiso —también en aquellos días un vate podía hacer cuanto quisiera— tocó un solo y sonoro acorde y declamó:

Cantaré las batallas y a los grandes hombres que las libraron.

A los hombres que aguardaron diez años ante las murallas de Troya, alzadas por gigantes.

Y a los dioses que al fin derribaron aquellas murallas: a Apolo, Señor del Sol, y a Poseidón, el que agita con fuerza la Tierra.

Cantaré la historia de la cólera del poderoso Aquiles, nacido de una diosa y tan fuerte que ningún arma podía abatirle.

Y también la historia de su arrogante orgullo y de aquel combate, en que por tres días pelearon él y el gran Héctor en la planicie, ante las altas murallas de Troya.

Al altivo Héctor y al valiente Aquiles, a los centauros y a las amazonas, a los dioses y a los héroes.

A Odisea y a Eneas, a todos los que lucharon y muñeron en la planicie ante Troya...

—¡No! —exclamó ásperamente la anciana, dejando caer la rueca al tiempo que se ponía en pie—. ¡No lo permitiré! ¡No dejaré que se cante en mi casa tal dislate!

El vate abandonó su mano sobre las cuerdas entre sonidos disonantes; su mirada estaba llena de consternación y de sorpresa pero su tono fue cortés.

—Señora...

—¡Te digo que no consentiré que se canten junto a millar esas estúpidas mentiras! —exclamó con vehemencia.

Los niños mostraron ruidosamente su decepción. Con un gesto imperioso les impuso silencio.

—Vate, aquí comerás y disfrutarás del fuego pero no consentiré que llenes los oídos de los niños con esos mentirosos relatos. No sucedió en modo alguno como dices.

—¿Sí? —inquirió el tañedor, aún cortésmente—. ¿Cómo sabéis eso, señora? Canto la historia tal como la aprendí de mi maestro, tal como se canta en todas partes, desde Creta a la Cólquida...

—Puede que se cante de esa manera desde aquí hasta el mismo fin del mundo —dijo la anciana—, pero no sucedió así en modo alguno.

—¿Cómo sabéis eso? —preguntó el vate.

—Porque yo estaba allí y lo vi todo.

Los niños murmuraron y gritaron.

—Nunca nos dijiste eso, abuela ¿Conociste a Aquiles, a Héctor, a Príamo y a todos aquellos héroes?

—¡Héroes! —exclamó con desdén—. Sí, los conocí. Héctor era hermano mío.

El vate se inclinó hacía adelante y la miró fijamente.

—Ahora sé quien sois —dijo al fin.

Asintió ella, inclinando su cabeza blanca.

—Entonces señora, quizá debáis contar vos misma la historia; y así yo, que sirvo al dios de la verdad, no cantaría mentiras para que todos los hombres las escuchasen.

La anciana calló durante largo tiempo. Al fin contestó:

—No, no puedo revivirlo. —Los niños protestaron, desilusionados—. ¿No tienes otro tema que cantar?

—Tengo muchos —repuso el tañedor—, pero no quiero narrar una historia de la que os burléis, diciendo que es falsa. ¿Por qué no me relatáis la verdad para que pueda cantarla en todas partes?

Ella negó con la cabeza.

—La verdad no es tan maravillosa.

—¿Podéis al menos decirme en dónde se desvía mi relato, para que pueda enmendarlo?

—Hubo un tiempo en que lo hubiera intentado, pero ningún hombre desea saber la verdad. Porque tu relato habla de héroes y de reyes, no de reinas; y de dioses, no de diosas.

—No es cierto —contestó el vate—, pues gran parte de la historia se refiere a la bella Helena, secuestrada por Paris; y a Leda, la madre de Helena, y Clitemnestra, que fue seducida por el gran Zeus, bajo la forma de su esposo el rey...

—Ya sabía yo que no entenderías —lo interrumpió la anciana—. Porque, para empezar, en esta tierra no había reyes sino sólo reinas, las hijas de las diosas, y tomaban consortes donde les placía. Y luego llegaron hasta nuestro país los adoradores de los dioses del cielo, los jinetes, los que empleaban hierro; y cuando las reinas los tomaron como esposos se llamaron reyes a sí mismos y exigieron el derecho de reinar. Y así los dioses y las diosas contendieron y llegó un momento en que llevaron a Troya sus rencillas...

Calló abruptamente.

—Ya es bastante —declaró después—. El mundo ha cambiado. Lo que ahora puedo decirte serviría para que me creyeses una anciana cuya mente desvaría. Ése ha sido siempre mi destino: decir la verdad y nunca ser creída. Así ha sido y así será. Canta lo que te plazca; pero no te burles de mi propia verdad en mi propio hogar. No faltan relatos. Háblanos de Medea, señora de la Cólquida, y del vellocino de oro que Jasón robó de su templo; si es que lo hizo. Yo podría afirmar que la verdad de esa historia es otra, pero no sé cual ni me importa. Hace muchísimos años que no he pisado la Cólquida.

Cogió su rueca y comenzó a hilar.

El vate inclinó la cabeza.

—Sea como decís, Casandra —afirmó—. Todos creíamos que habíais muerto en Troya o en Micenas, poco después.

—Eso te demuestra que, al menos en algunos pasajes, ese relato no dice la verdad —contestó ella en voz baja.

Sigue siendo mi destino: decir siempre la verdad, para que me consideren loca. Aún no me ha perdonado el Señor del Sol...

LIBRO PRIMERO

La llamada de Apolo

I

En aquella época del año, la luz retrasaba su marcha hasta muy tarde; pero el último resplandor del ocaso había desaparecido ya por el oeste y las brumas comenzaban a alzarse del mar.

Leda, Señora de Esparta, se levantó del lecho en donde aun estaba su cónyuge, Tíndaro. Como de costumbre, tras yacer con ella, se había sumido en un pesado sueño y no advirtió que abandonaba el lecho ni que, echándose sobre los hombros un ligero chal, salía al patio cercano al recinto de las mujeres. El recinto de las mujeres, pensó con rabia la reina, cuando es mi propio palacio; podría pensarse que soy yo, y no él, la intrusa; que él, y no yo, es quien rige legítimamente Esparta. La Madre Tierra ni siquiera conoce su nombre.

Se mostró bien dispuesta cuando él llegó a solicitar su mano, aunque era un invasor del norte, un adorador del trueno, del roble y de los dioses del cielo, un hombre rudo y cubierto de vello que lucía el odioso y negro hierro en su lanza y su coraza. Y ahora los de su clase estaban por doquier y solicitaban esposas conforme a sus nuevas leyes, como si sus dioses hubiesen arrojado de su trono a la diosa que era dueña de la tierra, de las cosechas y de las gentes. De la mujer que se casaba con uno de estos portadores de hierro esperaban que se le uniera en la adoración a sus dioses y que sólo a ese hombre entregase su cuerpo.

Leda pensó que la diosa castigaría a aquellos hombres por impedir que las mujeres rindieran el debido homenaje a las fuerzas de la vida. Aquellos hombres afirmaban que las diosas estaban sometidas a los dioses, lo que a Leda le parecía una horrible blasfemia y una inversión demencial del orden natural de las cosas. Los hombres carecían de fuerza divina; no concebían ni parían y, sin embargo, de alguna manera, creían poseer un derecho natural al fruto de los cuerpos de sus mujeres, como si yacer con una mujer les diese alguna clase de propiedad, como si los hijos no pertenecieran de modo natural a la mujer cuyo cuerpo los había albergado y nutrido.

Mas Tíndaro era su esposo y ella lo quería; y, como lo amaba, se hallaba incluso dispuesta a tolerar su locura y sus celos y a arriesgarse a la cólera de la Madre Tierra por yacer sólo con él.

Sin embargo deseaba lograr que comprendiera que no debía estar encerrada en el recinto de las mujeres; que, siendo sacerdotisa, tenía que salir y recorrer los campos para asegurarse de que la diosa recibiera los servicios que se le debían; hacerle entender que tenía que ofrecer el don de su fertilidad a todos los hombres, y no sólo a su cónyuge, porque la diosa no podía acceder a que ella limitara sus dones a uno solo aunque se llamara rey a sí mismo.

El gruñido del trueno resonó lejano, como si hubiera salido del mar o como si la Gran Serpiente que causaba los temblores de la tierra estuviera removiéndose en sus profundidades.

Un soplo de viento batió el ligero chal en torno de los hombros de Leda y sus cabellos se agitaron como un pájaro solitario en pleno vuelo. Un tenue relámpago iluminó de repente todo el patio. En el umbral de la puerta distinguió la silueta de su esposo que iba en su busca. Leda sintió miedo. ¿La reprendería por haber abandonado el recinto de las mujeres, incluso a esta hora de la noche?

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