—Pero si entran más padecerán las mujeres que los hombres —le contestó.
Él pareció sorprendido por un momento. —La verdad es que así sucede. Jamás lo había pensado. Un hombre sólo se enfrenta con una muerte honrosa pero las mujeres han de sufrir la violación, la captura, la esclavitud... Pero, la guerra no es para las mujeres sino para los hombres. Me pregunto cómo podría una mujer dirigir esta guerra.
—Una mujer se habría esforzado por no provocarla —dijo Casandra, con gran amargura—. Si los aqueos anhelaban el oro y las riquezas de Troya, tendrían que venir contra nosotros sabiendo que no luchaban por honor sino por codicia, que los dioses odian.
—Recuerda, Casandra, que hay hombres que conciben esta guerra como un gran campo de juego, como una liza en donde los premios sólo son coronas de laurel y honores. —Héctor participa en cada batalla como si fuese a ganar un caldero de bronce y un blanco toro de cuernos dorados —convino ella.
—No estás equivocada —dijo Eneas—. Héctor no es vanidoso ni temerario. Se trata únicamente de que debemos vivir conforme a las reglas del dios que elegimos, y Héctor eligió al dios de las batallas. Pero su dios no es mi dios; la guerra puede ser parte de mi vida pero nunca será lo más importante. —Tocó suavemente su mejilla—. Pareces cansada, hermana y no deberías estarlo. La reina tiene muchas mujeres y cualquiera de ellas podría encargarse de esas pequeñas tareas. Creo que los dioses te han reservado algo más importante y puede que nosotros, los hombres, necesitemos de tus peculiares dones antes de que concluya la guerra, sea cual fuere el final que los dioses han decidido que tenga.
Se alejó, deteniéndose junto a su esposa. Le vio inclinarse sobre el mantón, tocando la carita de la niña con un dedo; dijo algo, se echó a reír y fue a reunirse con sus hombres.
Cuan diferente es de Crises, pensó Casandra, viéndole bajar por la colina. En su boda dije que si mi padre me hubiese hallado tal marido, me habría sentido feliz.
En toda mi vida, y soy casi la única mujer de mi edad en la corte de Príamo que aún no se ha casado, no he conocido a hombre alguno con el que deseara unirme en matrimonio. Con la excepción de éste, que es el marido de mi hermana y el padre de su hija.
Enderezó su cansada espalda y se inclinó de nuevo para reanudar la faena de llenar de aceite las redomas.
—Casandra, estás derramando el aceite. No llenes tanto el cucharón —le avisó Creusa, que había acudido a sentarse a su lado—. ¿Qué te decía mi marido durante tanto rato?
—Me preguntaba cómo dirigiría yo esta guerra si fuese soldado —contestó Casandra, con toda veracidad.
Pero Creusa se echó a reír.
—Bueno, no me lo digas si no lo deseas —dijo desdeñosamente—. No soy de la clase de mujeres que sienten celos en cuanto su marido cruza dos palabras con otra.
—Te he dicho la verdad, Creusa; ésa fue una de las cosas que hablamos. Además, nos preguntábamos qué deberíamos hacer si los aqueos no observan la tregua habitual para la siembra.
—Ah, supongo que fue porque eres una sacerdotisa y sabes de tales cosas —dijo Creusa—. Pero ni siquiera Agamenón podría ser tan impío, ¿verdad?
Y como Casandra no respondió de inmediato, le preguntó:
—Tú, que eres sibila, deberías saberlo. ¿Lo sabrás? Casandra no podía determinarlo pero declaró: —Creo que no. Ignoro lo que hacen o cómo sirven a sus dioses.
Pero no bastaba con ser una profetisa; más tarde, todo aquel primer año de la guerra se trocó en su mente con un torbellino de fuegos, ataques, hombres que aullaban, quemados vivos por las flechas incendiarias. Una mujer cometió la necedad de penetrar en el campamento aqueo y fue violada por una docena de hombres. La hallaron delirando entre gritos. Las sacerdotisas curanderas del templo del Señor del Sol se esforzaron por salvarla pero, el primer día en que pareció lo bastante restablecida como para que la dejaran sola un momento se lanzó desde lo alto de la muralla de la ciudadela. Alguien de cuna demasiado humilde para rehuir la tarea tuvo que descender y recoger su cuerpo destrozado y desfigurado de las piedras de abajo.
Pocos días antes de que comenzara la siembra, los sacerdotes y las sacerdotisas despertaron una mañana con las alegres notas de una trompeta que ascendían desde el palacio, y descubrieron el puerto sin naves. Los aqueos se habían marchado, dejando sólo sucia y hollada, una larga y negra faja de playa donde estuvieron sus tiendas.
Hubo júbilo en la ciudad, incluso cuando los hombres de Héctor tuvieron que ir a limpiar la suciedad y recoger los desperdicios. También bajó su hijo, el pequeño Astiánax. Travieso y parlanchín, era adorado por los soldados; a cada minuto traía cualquier objeto abandonado que le parecía un tesoro: la reluciente hebilla de bronce de un arnés, un pedazo de peine de madera, un fragmento de pergamino en el que alguien había dibujado un tosco plano de la ciudad. Casandra se lo arrebató pese a sus protestas y lo estudió durante largo tiempo, preguntándose qué enemigo de Troya habría trazado aquel plano.
—¡Devuélvemelo! —gritó Astiánax, intentando quitárselo.
—No, pequeño. Tu abuelo tiene que ver esto —le dijo Casandra.
—¿Ver qué? —preguntó Héctor, arrancando de sus manos el pergamino y devolviéndoselo al niño.
Pero Casandra se inclinó y le tomó de nuevo sin hacer caso de los gritos airados del pequeño.
—¿Qué te sucede, Casandra? Dáselo. Ya se han ido. No hay razón alguna para preocuparse de la basura que han dejado —dijo Héctor, y dirigiéndose al niño—. Si no lloras más, hijo, te llevaré en mi carro.
—No tardarán mucho en volver —dijo Casandra—. ¿Crees que renunciarían a la ventaja que esto les proporciona?
—Estás dejándote llevar por tu imaginación —afirmó Héctor—. ¿Qué quieres hacer con eso?
Señaló ella los símbolos que le eran familiares pero que no podía leer por completo.
—Los hizo alguien de Creta, y yo pensaba que los cretenses eran aliados nuestros. Tengo que enseñárselo... —Entonces lo pensó mejor y añadió—: Entre las mujeres de Helena hay una nativa de allí; se lo mostraré a Etra.
Si alguna mujer conocía aquella extraña forma de escritura, tenía que ser ella que era reina, y sacerdotisa.
—Bien, haz lo que te plazca —le concedió Héctor, encogiéndose de hombros—. Nunca vi a mujer alguna tan preocupada por algo semejante.
Pero Etra lo miró sin entenderlo, y dijo que había visto tales símbolos en Creta pero que nunca le enseñaron a leerlos.
—Ni siquiera soy capaz de imaginar quién podría trazarlos —declaró—. Tal vez lo sepa Crises.
Pero a Casandra le avergonzaba explicar a aquella mujer tan digna por qué no deseaba hablar con el sacerdote.
No obstante al final, decidió mostrarle el pergamino a Caris y explicarle la situación. Esta conocía la causa de su temor y repugnancia hacia Crises, y accedió a acompañarla a consultar con él.
Crises examinó los signos con atención, frunciendo el entrecejo y moviendo los labios mientras que con el dedo índice seguía sus trazos. Luego alzó los ojos.
—Sólo se trata de un plano de la ciudad —dijo—. Pero han inscrito unos nombres. ¿Los ves? Aquí se muestran las estancias de la reina, los graneros, el gran comedor, están señaladas las diferentes partes del palacio. ¡Fíjate! Aquí está el templo de Apolo, y aquí el de Palas Atenea.
—Es lo que pensaba —dijo Casandra—. ¿Puedes decirme quién lo trazó?
—No lo sé, pero no fue un amigo de Troya. Sólo puedo decir que es probable que tampoco haya sido un cretense —aventuró Crises—. Porque en Creta enseñan a hacer las letras un poco distintas.
Casandra pensó que podía haber llegado a tales conclusiones sin ayuda. Luego le llevó el pergamino a Príamo, quien le prestó escasa atención aunque comprendió de qué se trataba.
—No creo que haya una docena de hombres fuera de Troya que puedan dibujar esto; con tal pergamino, sería muy fácil hallar cualquier lugar en Troya —dijo—. Sólo sería capaz de hacerlo alguien que conociera muy bien el palacio y la ciudad y no logro imaginar que sea alguno de los nuestros. Sólo... —Príamo dudó y después negó con la cabeza—. No, es amigo jurado mío y ha sido invitado en mi casa. No puedo creer que nos haya traicionado.
—¿Quién, padre? —preguntó.
Pero Príamo, moviendo aún la cabeza, dijo:
—No. Sólo... no.
—¿Odiseo? —inquirió ella.
—¿Crees que mi viejo amigo podría ser tan falso?
Casandra no quería pensar eso de Odiseo pero la posibilidad estaba allí.
—En la guerra los hombres, padre, olvidan otros juramentos —dijo.
—Es posible. Pero me prometió que no se dejaría arrastrar a esta contienda —afirmó Príamo—. No le acusaré sin haberlo escuchado. Tus pensamientos están llenos de veneno, Casandra.
—Padre, no fui yo quien pensó tal cosa —se excusó—. Me limité a preguntarte en quién pensabas.
—Pues estoy seguro de que mancillé a mi viejo amigo con semejante idea —dijo Príamo—. Y aguardaré hasta preguntarle directamente si esto es obra suya.
En su corazón Casandra estaba segura. Odiseo, así había oído, estaba lleno de tales habilidades y tretas. Pero tampoco ella deseaba pensar que había traicionado su vieja amistad con Príamo y con Troya.
No tuvieron que aguardar mucho tiempo. Aún no habían transcurrido diez días desde la partida de los aqueos, cuando fue avistada la nave de Odiseo. Casandra había ido al palacio para visitar a Creusa y preparar una pócima curativa para su hija, que sufría fiebre estival, y después fue convocada a la gran sala. Eneas acudió a saludarla al momento, la abrazó corno de costumbre y la besó en la mejilla.
—¿Está bien la niña, hermana?
—Oh sí; no le ocurre gran cosa. Preferiría hacer una poción para curar la ansiedad de Creusa. Cada vez que cambia el viento cree que la pequeña padece una enfermedad mortal. Al menos Andrómaca ha aprendido ya que los niños tienen pequeños trastornos y que es mejor no medicarlos en exceso; suelen mejorar sin ayuda y, cuando así no sucede, hay tiempo suficiente para llamar a un curandero.
—Me alivia escuchar eso; pero debes ser paciente con Creusa, hermana. Es joven y se trata de su primera hija. Ven y come algo —dijo Eneas, conduciéndola hacia adelante.
Odiseo se levantó del asiento reservado al invitado, junto a Príamo, y se acercó a Casandra. La abrazó con tal fuerza que ella se contrajo; luego le dio un sonoro beso.
—Aquí está mi guapísima novia —dijo—, ¿Qué has estado haciendo todos estos meses de guerra? Traigo un regalo para ti: una sarta de cuentas de ámbar que hace juego con tus ojos brillantes. No he conocido a nadie que tuviese unos ojos de ese amarillo con un toque de rojo en el fondo.
Extrajo un collar de entre los pliegues de su túnica y se lo puso. Casandra suspiró, se lo quitó y, tomándolo en sus manos, lo examinó con atención, observando casi codiciosamente las brillantes cuentas.
—Te lo agradezco. Es muy bonito, pero no me permitirán usarlo. ¿Crees que puedo entregarlo como ofrenda al Señor del Sol?
Odiseo recogió el collar, frunciendo el entrecejo.
—Te va muy bien, y el Señor del Sol, aunque no tengo querella con él —hizo un gesto piadoso—, no necesita de tales dones.
Miró en torno a sí y sus ojos se detuvieron en Helena, sentada con modestia junto a Paris.
Ella dijo con su amable voz: —Querido y viejo amigo, yo guardaré el collar de Casandra y se lo devolveré en cuanto me lo pida.
Su embarazo era ya visible, pero Casandra advirtió que la hacía aún más bella. Andrómaca se había mostrado fuerte y animosa durante su preñez, pero su cara se tornó pálida y abotargada. Creusa se sintió mal durante todo el embarazo, incapaz de retener ningún alimento, hasta el punto de parecer una rata arrastrando un melón robado. Helena le recordaba la estatua de una diosa encinta que había visto en Colquis; o a Afrodita, si la diosa del amor consintiera en quedarse en ese estado.
Helena tomó el collar de manos de Odiseo. —¿Quién sabe, hermana? —dijo, dirigiéndose a Casandra con gentileza—. Puede que no estés toda tu vida al servicio del Señor del Sol. Te doy mi palabra de que este collar será tuyo en cuanto lo reclames.
Contra su voluntad, Casandra se sintió animada por la radiante presencia de Helena. Le dijo, con más cordialidad de la que pretendía: —Gracias, hermana. Helena oprimió su mano y le sonrió. Príamo las interrumpió sin ceremonias. —Bien está eso de tenerte aquí como invitado mío y de que regales collares a las muchachas, Odiseo, pero dime, ¿no estaba tu nave entre las de los atacantes y no te hallabas tú entre los enemigos ante las murallas? Creí que habías prometido que no te dejarías arrastrar por esos aqueos a una guerra contra mí.
—Cierto es, viejo amigo —declaró Odiseo, sonriente y vaciando de un trago su copa.
Polixena se apresuró a llenarla y él le sonrió, casi con malicia.
—Ojalá siguiese soltero, bella niña, porque entonces tu padre podría haberme concedido tu mano, aunque tenga edad bastante para ser tu abuelo y no sea dado a buscar novias tan jóvenes. Así Agamenón no me habría jugado la mala pasada de enfrentarme contra viejas amistades. Príamo se mostró cortésmente escéptico. —Confieso, amigo mío, que no entiendo —dijo. —Bueno —empezó Odiseo y Casandra pensó que, verdadera o falsa, la historia que contase tenía que ser interesante—. Recordarás que me hallaba con los pretendientes de Helena cuando se casó con Menelao. Supongo que Helena me habrá perdonado que no fuese yo uno de esos pretendientes porque sólo quería estar casado con Penélope, hija de Icario.
Helena sonrió.
—Que los dioses de la verdad te perdonen tan completamente como yo, amigo mío. Me hubiera gustado conseguir un marido que me fuese tan fiel como le eres tú a Penélope.
Odiseo prosiguió:
—Y cuando todos los pretendientes reñían, fui yo quien concibió el compromiso que permitió acabar con tal situación: que Helena escogiera por sí misma y que todos nosotros jurásemos defender contra cualquier contendiente al marido por ella elegido. Así que, al estallar esta guerra, me vi cogido en mi propia trampa. Agamenón me mandó llamar para que cumpliera el juramento prestado en favor de Menelao.
Príamo lanzó una mirada desdeñosa, aunque Casandra pudo advertir que su padre no estaba en realidad irritado; quería conocer el resto de la historia.
—¿Y qué fue de tu juramento con tu anfitrión y amigo?
—Hice cuanto pude por honrarlo, Príamo, te lo aseguro —afirmó el viejo marino—. Ya he visto bastante del mundo. Deseaba quedarme en casa y cuidar de mis propias tierras. Por tanto, hice que Penélope enviase un mensaje en el que decía que me hallaba enfermo y que no podía ir; que había perdido el juicio, convirtiéndome en un pobre loco. Y cuando acudió Agamenón, me calé un gorro viejo, uncí un caballo y un buey y empecé a arar un campo de cardos. ¿Y sabes lo que ese... —titubeó—... bien, hay damas presentes, lo que Agamenón hizo?