Pero no habló; se limitó a avanzar hacia ella, y algo en sus pasos y en su forma de andar, le dijo que, a pesar de su figura y sus rasgos familiares, ahora claramente visibles a la luz de la luna, aquél no era su esposo. Ignoraba cómo resultaba posible tal cosa, pero en torno a sus hombros parecían juguetear rayos fugaces y, al caminar, sus pies golpeaban las losas con el leve sonido de un trueno lejano. Parecía más alto, con la cabeza echada hacia atrás contra la luz que crepitaba en su pelo. Con un estremecimiento que erizó el vello de su cuerpo, Leda supo que uno de los dioses extranjeros se había introducido en su esposo, dirigiéndolo como dirigiría a uno de sus caballos. Y el resplandor de las chispas le dijo que era Zeus del Olimpo, Amo del Trueno, señor del Rayo.
Esto no era nuevo para ella que conocía la sensación del momento en que la diosa llenaba y rebosaba su cuerpo cuando bendecía las cosechas o cuando yacía en el campo invocando el poder divino que hacía crecer el grano. Recordó cómo le parecía hallarse fuera de su propia naturaleza, siendo la diosa quien en realidad oficiaba los ritos, dominando a todos los demás con el poder que emanaba de ella.
Supo que Tíndaro estaba ahora observando desde dentro cómo Zeus, el dueño de su cuerpo, se acercaba a su esposa. Lo supo porque Tíndaro le dijo una vez que, de todos sus dioses, el Señor del Trueno era el de su mayor devoción.
Se apartó. Quizá no captara su presencia y lograra mantenerse oculta hasta que el dios abandonara a su marido. La cabeza que ahora era del dios se movió, y el aleteo luminoso siguió el movimiento de su cabello. Se dio cuenta de que la había visto. Pero no fue la voz de Tíndaro la que habló sino una voz más cálida y profunda, una voz grave que se impuso a los ecos del distante tronar.
—Leda —dijo Zeus Tenante—, ven a mí.
Tendió su mano para tomar la de ella, y obedientemente, dominando su súbito temor interior —¿sería abatida por una centella al contacto de este dios portador del rayo?—, se la entregó. Su carne estaba fría y la mano de Leda se estremeció al tocarla. Cuando le miró, percibió en su rostro la sombra de una sonrisa, por completo diferente del semblante adusto e inflexible de Tíndaro, como si el dios se riese... no, no de ella, sino con ella. La rodeó con el brazo, cubriéndola con el borde de su manto, de modo que pudo percibir su calor. No volvió a hablar mientras la conducía a la estancia que ella había abandonado hacía sólo unos momentos.
Entonces la abrazó con más fuerza, bajó el manto, y pudo sentir el deseo que albergaba.
¿Acaso las leyes que prohíben yacer con cualquier otro hombre incluyen a un dios que ha adoptado la apariencia de mi esposo?, se preguntó desatinadamente. Desde algún lugar, el auténtico Tíndaro debía de estar mirándola, ¿celoso o complacido, de que su esposa fuera objeto de la elección de su dios? No podía saberlo; y por la fuerza con que la estrechaba supo que era inútil resistirse.
Al principio, le había parecido helada su piel desconocida, ahora la sentía cálida, casi febril.
Lo sintió sobre sí. Los relámpagos destellaban alrededor de su rostro y de su cuerpo. Los truenos eran como un eco de los latidos de su corazón. Por un momento le pareció que no era un hombre, que no era humano en absoluto; que se hallaba sola en una alta cima barrida por el viento, rodeada de batientes, alas o de un gran anillo de lenguas de fuego, o como si alguna bestia estuviese dando vueltas en torno a ella hasta atraparla al fin, llenándola de confusión. Batir de alas, truenos...
De repente, todo terminó y fue como si hubiera sucedido hacía mucho tiempo, como un recuerdo borroso o un sueño. Se encontró sola en el lecho, sintiéndose muy pequeña, aterida y abandonada, mientras el dios se erguía ante ella. Se inclinó y la besó con gran ternura. Leda cerró los ojos y, cuando despertó, Tíndaro se hallaba profundamente dormido a su lado. Ni siquiera estaba segura de haber abandonado la cama. Era Tíndaro. Cuando extendió la mano para cerciorarse, advirtió que su carne estaba caliente y que no existía el más ligero rastro de luminosidad en los cabellos que yacían en la almohada junto a ella.
¿Habría sido sólo un sueño? Cuando aquel pensamiento cruzó por su mente, oyó lejano el retumbar del trueno. Allá donde había ido, el dios no la había abandonado por completo. Y ahora sabía que, por largo que fuese el tiempo en que viviera como esposa de Tíndaro, jamás miraría a su marido a la cara sin buscar allí algún signo del dios que la había visitado bajo tal forma.
La reina Hécuba jamás traspasaba las murallas de Troya sin volver la cabeza para contemplar con orgullo esta ciudadela que se alzaba, terraza tras terraza, sobre la planicie fértil del verde Escamandro, tras el cual se extendía el mar. Siempre se maravillaba de la obra de los dioses que le habían confiado la soberanía de Troya. A ella, la reina, y a Príamo, como su esposo, guerrero y consorte.
Era la madre del príncipe Héctor, su sucesor. Un día sus hijos y sus hijas heredarían la ciudad y las tierras que se desplegaban hasta donde alcanzaban sus ojos.
Incluso si el niño que esperaba fuera una hija, Príamo no tendría motivos de queja. Héctor contaba siete años, edad suficiente para aprender el manejo de las armas. Ya habían encargado al herrero que servía a la casa real su primera armadura. Su hija Polixena había cumplido cuatro años y sería una mujer hermosa, con largos cabellos rojizos como la propia Hécuba; un día sería tan valiosa como cualquier hijo, porque a una hija podían casarla con alguno de los reyes rivales de Príamo y consolidar una firme alianza.
La casa de un rey debe abundar en hijos y en hijas. Las mujeres del palacio le habían dado muchos hijos y pocas hijas. Pero Hécuba, como reina, se hallaba al frente del recinto infantil y era su deber, o mejor su privilegio, indicar la forma en que debía ser educado cada uno de los hijos del rey, nacido de ella o de cualquier otra mujer.
La reina Hécuba era hermosa, alta y de anchos hombros. Llevaba su cabello castaño con reflejos rojos suavemente peinado hacia atrás desde la frente y caía en largos bucles siguiendo la línea de su cuello. Caminaba como la diosa Hera, portando con orgullo el embarazo, ya próximo a su fin. Vestía el corpiño corto y las faldas superpuestas de brillantes rayas que constituían la indumentaria habitual de las mujeres nobles de Troya. En su cuello relucía un collar de oro tan ancho como la palma de la mano.
Mientras avanzaba por una tranquila calle próxima a la plaza del mercado, una mujer de la plebe, morena, baja y pobremente vestida de lino color de tierra, se adelantó a tocar su vientre, murmurando como sorprendida de su propia temeridad:
—¡Una bendición, oh reina!
—No soy yo —replicó Hécuba—, sino la diosa quien te bendice.
Cuando tendió sus manos, sintió sobre ella la sombra de la diosa como una tensión sobre su cabeza, y pudo ver en el rostro de la mujer el reflejo del espanto y el asombro que le produjo tan súbito cambio.
—Que concibas muchos hijos e hijas, para nuestra ciudad. Te ruego que tú también me bendigas —dijo Hécuba, con voz grave.
La mujer alzó los ojos hacia la reina, aunque quizá sólo vio a la diosa y, murmuró:
—Señora, que la fama del príncipe que lleváis en vuestro seno supere incluso a la fama del príncipe Héctor.
—Así sea —murmuró la reina y se preguntó por qué sentía un estremecimiento premonitorio, como si de algún modo, entre los labios de la mujer y sus propios oídos, la bendición se hubiese transmutado en maldición.
Esa sensación debió evidenciarse en su cara porque la doncella que la acompañaba se acercó y le dijo al oído:
—Señora, estáis pálida. ¿Es que el parto ha comenzado?
Tal era la confusión de la reina que por un momento creyó que el extraño sudor helado que le cubría indicaba el inicio del nacimiento. ¿O se trataba sólo del resultado de la breve presencia de la sombra de la diosa? No recordaba que le ocurriera nada semejante durante el embarazo de Héctor, pero entonces era muy joven y apenas consciente del proceso que tenía lugar en su interior.
—No lo sé —contestó—. Es posible.
—Entonces debéis volver al palacio y habrá que informar al rey —dijo la mujer.
Hécuba dudó. No tenía deseos de regresar al interior de las murallas pero, si verdaderamente estaba de parto, era su deber; no sólo respecto al niño y a su esposo, sino también respecto al rey y a todo el pueblo de Troya. Tenía que salvaguardar al príncipe o a la princesa que llevaba en su seno.
—Muy bien, regresaremos a palacio —dijo y se volvió.
Una de las cosas que le molestaban cuando caminaba por la ciudad era la multitud de mujeres y de niños que la seguían siempre, pidiéndole que los bendijera. Desde que su embarazo se hizo visible, le suplicaban la bendición de la fertilidad como si ella pudiera, al igual que la diosa, otorgar el don de tener hijos.
Acompañada de la doncella, pasó bajo las leonas gemelas que guardaban las puertas del palacio de Príamo y cruzó el gran patio que había tras ellas, donde los soldados se adiestraban en el manejo de las armas. Ante la entrada, un centinela alzó su lanza en señal de saludo.
Hécuba observó a los soldados, que luchaban por parejas con armas de punta roma. Sabía de armas tanto como cualquiera de ellos porque había nacido y se había criado en la planicie, hija de una tribu nómada cuyas mujeres cabalgaban y se adiestraban como los hombres de las ciudades en el empleo de la espada y de la lanza. Su mano anhelaba una espada, pero no era costumbre en Troya y, aunque al principio Príamo le permitió manejar armas y ejercitarse con sus soldados, cuando quedó embarazada de Héctor se lo prohibió. En vano le explicó ella que las mujeres de su tribu montaban a caballo y empuñaban las armas hasta pocos días antes de tener a sus hijos; no quiso escucharla.
Las parteras reales le dijeron que con sólo tocar armas afiladas, podría herir a su hijo y quizás a los propietarios de las mismas. El contacto de una mujer, afirmaban, en especial el de una en su situación, inutilizaría el arma para la batalla. Aquello le pareció a Hécuba una solemne necedad, como si a los hombres les asustara la idea de que una mujer pudiera ser lo bastante fuerte para protegerse a sí misma.
—Pero no necesitas protegerte, amor mío —le dijo Príamo—. ¿Qué clase de hombre sería yo si no pudiese tener en seguridad a mi esposa y a mi hijo?
Eso zanjó la cuestión y desde aquel día, Hécuba ni siquiera tocó la empuñadura de un arma. Ahora, al pensar en el peso de una espada en su mano, hizo una mueca, sabiendo que se había debilitado a causa del trabajo doméstico femenino y reblandecido por falta de adiestramiento. Príamo no era tan duro como los reyes argivos que mantenían confinadas a sus mujeres en el interior de sus casas, pero no le complacía que se alejase mucho del palacio. Había crecido con mujeres que siempre estaban bajo techo, y sentía cierto desprecio por las que perdían la blancura de su piel por su afición a permanecer al aire libre.
La reina franqueó una puertecita que la condujo a la fresca penumbra del palacio. Cruzó salas pavimentadas con mármol, percibiendo en el silencio el susurro de sus faldas al rozar con el suelo y el leve sonido de las pisadas de su doméstica tras ella.
En sus soleadas habitaciones, con todas las cortinas descorridas, como ella prefería que estuvieran, sus mujeres se hallaban soleando y aireando la ropa de cama y, cuando cruzaba las puertas, se detenían a saludar.
—La reina está de parto —anunció la doncella—. Llamad a la partera real.
—No, espera. —La voz suave pero enérgica de Hécuba cortó los gritos de excitación—. No hay prisa. Aún no estoy segura. Me siento extraña y no sé a qué atribuir mi malestar, pero eso no significa nada.
—Entonces, señora, si no estáis segura, deberíais permitir que venga —dijo la doméstica para convencerla, y la reina accedió al fin.
Era evidente que no había necesidad de apresurarse. Si estaba de parto, no tardaría en saberse; si no lo estaba, no le perjudicaría hablar con esa mujer. La extraña sensación había pasado como si nunca hubiese existido, y no volvió.
El sol inició su declive, y Hécuba dedicó el resto del día a ayudar a sus mujeres a doblar y guardar los lienzos aireados. Al atardecer Príamo le envió recado de que pasaría la velada con sus hombres; ella cenaría con sus mujeres y se iría al lecho sin esperarlo.
Pensó que, cinco años antes, aquello la habría apenado; no hubiera sido capaz de dormir sin hallarse rodeada por sus brazos fuertes y amorosos. Ahora, sobre todo con el período de gestación tan avanzado, le complacía la perspectiva de tener la cama para ella sola. Incluso cuando cruzó por su mente la idea de que pudiera estar compartiendo el lecho de alguna otra mujer de la corte, quizá con una de las madres de los otros niños reales, no se preocupó; sabía que un rey debe tener muchos hijos y que Héctor se hallaba firme en el favor de su padre.
No se iniciaría el parto aquella noche; así que llamó a sus mujeres para que la acostaran con la debida ceremonia. Por alguna razón, la última imagen que ocupó su mente antes de dormirse fue la de la mujer que aquel día, en la calle, había pedido su bendición.
Poco antes de medianoche, el guardián apostado ante las habitaciones de la reina, que se había adormecido, fue despertado por un terrible grito de desesperación y espanto que pareció llenar todo el palacio. Recobrando plena conciencia de la realidad, el guardián penetró en las habitaciones y llamó hasta que apareció una de las mujeres de la reina.
—¿Qué ha sucedido? ¿Está la reina de parto? ¿Se está quemando algo?
—Un mal augurio —le dijo la mujer—. El peor de los sueños...
Y entonces la reina apareció en el umbral.
—¡Fuego! —gritó y el guardián contempló aterrado la figura habitualmente digna de la reina, con sus largos cabellos cobrizos en desorden que le llegaban a la cintura. La túnica se había soltado del hombro, dejando al descubierto parte de su cuerpo. Nunca había advertido que la reina fuese tan bella.
—¿Qué puedo hacer por vos, señora? —preguntó—. ¿Dónde está el fuego?
Entonces contempló algo sorprendente. En un abrir y cerrar de ojos la reina cambió, y dejó de ser una desconocida asustada para convertirse en la regia dama que él conocía. Su voz aún temblaba de miedo pero consiguió decir suavemente:
—Debe de haber sido un sueño. Un sueño sobre fuego, nada más.
—Contádnoslo, señora —le pidió la doncella, aproximándose a la reina, aunque mantenía la mirada fija en el guardián.