Casandra se echó y volvió a dormirse para no despertar hasta que penetró en la tienda la luz del sol. Alguien le había quitado sus calzones de cuero. Tenía rozaduras y magulladuras en sus piernas. Entonces entró Elaria. Alivió su malestar con un ungüento y le entregó unos calzoncillos de lino para que se los pusiera bajo el cuero. Luego tomó un peine y empezó a desenmarañar los largos y sedosos cabellos de Casandra que después trenzó y guardó bajo un puntiagudo gorro de cuero como el que llevaban todas las mujeres. A Casandra se le humedecieron los ojos por los tirones de pelo que tuvo que soportar mientras lo desenredaban, pero no se quejó, y Elaria le dio unos golpecitos en la cabeza en muestra de aprobación.
—Cabalgarás conmigo —le anunció—. Quizás hoy mismo lleguemos a nuestros pastizales y podamos encontrar una yegua para ti con la que enseñarte a montar. Vendrá un día, y no está muy lejano, en que podrás pasar toda una jornada en la silla de montar sin sufrir de fatiga.
El desayuno consistió en un pedazo de carne seca y correosa que seguía masticando cuando se subió al caballo tras Elaria. A medida que cabalgaban, el aspecto de la tierra cambiaba poco a poco. Los fértiles campos de la orilla del río dieron paso a una árida planicie barrida por el viento, que ascendía. Al extremo de la llanura se alzaban montes redondos y pelados de un tono parduzco. En sus laderas se destacaban grandes peñascos y más allá se distinguían altos farallones. Por la falda de uno de esos montes se desplazaban muchos animales. Eran mayores que ovejas. Elaria se volvió para señalárselos.
—Allí están los pastos de nuestros caballos —dijo—. Al caer la noche nos hallaremos en nuestra propia tierra. Pentesilea cabalgaba junto a ellas. —Pero esos caballos no son nuestros —le informó, en voz baja—. Mira hacia allá y verás correr entre ellos a los centauros.
Ahora Casandra los distinguía mejor; los cuerpos velludos y las cabezas barbudas de unos hombres se destacaban entre los caballos. Como todos los niños de las ciudades, Casandra había oído muchos relatos sobre los centauros, seres salvajes e indómitos con cabeza y torso de hombre mientras que de cintura para abajo su cuerpo era el de un equino. Entonces pudo comprender el origen de aquellas antiguas narraciones. Eran hombres de corta talla y tostados por la vida al aire libre; su larga y desordenada cabellera, que les caía por la espalda, daba la impresión de ser las crines de un caballo y el color de sus cuerpos se fundía con el de sus monturas. Sus piernas se arqueaban en torno de los cuellos de los caballos. Hombres de cintura para arriba, caballos de cintura para abajo. Como a muchas niñas, a Casandra le habían dicho de pequeña que robaban mujeres de ciudades y aldeas, y su niñera le había prevenido: «Si no eres buena, te llevarán los centauros».
—¿Nos harán daño, tía? —preguntó, un poco asustada.
—No, no, pues claro que no; mi hijo vive entre ellos —respondió Pentesilea—. Y si pertenecen a la tribu de Quirón son amigos y aliados nuestros.
—Yo creía que las amazonas sólo tenían hijas —dijo Casandra, sorprendida—. ¿Tienes un hijo?
—Sí, pero vive con su padre, como todos nuestros hijos varones —aclaró Pentesilea—. Pero, ¿es que crees que los centauros son monstruos? Mira, sólo son hombres. Jinetes como nosotras.
Sin embargo, cuando se acercaron, Casandra se encogió en su cabalgadura. Los hombres se hallaban casi desnudos y su aspecto no era muy civilizado. Se ocultó tras Elaria para que no la viesen.
—Salve, Señora de las Amazonas —exclamó el jinete que iba en cabeza—. ¿Cómo fue tu estancia en la ciudad de Príamo?
—Bien, como puedes comprobar —contestó Pentesilea—. ¿Qué hay de nuevo entre vosotros?
—Esta mañana encontramos una colmena en un árbol y hemos conseguido un tonel de miel —dijo el hombre, mientras se inclinaba para abrazar a Pentesilea desde su montura—. Tendrás tu parte, si la quieres.
Ella se apartó y dijo:
—El precio de tu miel es siempre demasiado alto. ¿Qué es lo que quieres de nosotras esta vez?
Él se enderezó y cabalgó junto a la amazona, sonriente.
—Puedes prestarme un servicio, si te parece bien. Uno de mis hombres perdió la cabeza por una aldeana, y hace varias lunas se la llevó sin molestarse en solicitar la autorización de su padre. Pero ella no sirve más que para la cama. Ni siquiera es capaz de ordeñar una yegua o de hacer queso, y llora y gime todo el tiempo. Está ya harto de los gimoteos de esa perra y...
—No me pidas que te libre de ella —le interrumpió Pentesilea—. Tampoco serviría para nada en nuestras tiendas.
—Lo que quiero —prosiguió el hombre— es que se la devuelvas a su padre.
Pentesilea lanzó un bufido.
_¿Y enfrentarnos con la ira y las espadas de los hombres de su tribu? ¡Ni mucho menos!
—Lo peor es que esa mujerzuela está preñada —explicó el centauro—. ¿No puedes acogerla hasta que nazca el niño? Creo que se encontraría mejor entre mujeres.
—Si viene con nosotras, sin crear trastornos —dijo Pentesilea— la tendremos hasta que nazca su hijo. Si es niña, nos quedaremos con las dos. Si es un hijo. ¿Lo querrás?
—Pues claro —contestó el hombre—. Y por lo que a la mujer se refiere, una vez que haya parido, puedes quedarte con ella, devolverla a su aldea o, si me apuras, ahogarla.
—Tengo demasiado buen corazón para hacer eso —respondió Pentesilea—. ¿Y por cuánto he de libraros del conflicto que vosotros mismos os habéis creado?
—¿Hace medio tonel de miel?
—Por medio barril de miel —intervino Elaria—, yo misma cuidaré de la mujer, la ayudaré a parir y la devolveré a su aldea.
—Todas lo compartiremos —declaró Pentesilea—. Pero la próxima vez que uno de tus hombres busque mujer, envíalo a nuestras tiendas y, sin duda, alguna de nosotras lo complacerá sin tantos problemas. Cada vez que uno de tus hombres va tras una muchacha de las aldeas, se nos implica a todas las tribus y, de boca en boca, corren historias sobre lo salvajes que somos tanto los hombres como las mujeres.
—No me riñas, señora —dijo el hombre ocultando por un momento la cara tras sus manos—. Ninguno de nosotros es sobrehumano. ¿Y qué es eso que se esconde detrás tu compañera?
Miró a Elaria, y guiñó un ojo a Casandra. Tenía un aspecto tan grotesco con su barbudo rostro torcido tras sus enmarañados pelos, que la muchacha se echó a reír.
—¿Has robado una niña de la ciudad de Príamo?
—En modo alguno —contestó Pentesilea—. Es la hija de mi hermana, que vivirá con nosotras durante algún tiempo.
—Es una muchacha muy bonita —comentó el centauro—. Pronto todos mis hombres estarán peleándose por ella.
Casandra se ruborizó y se ocultó de nuevo tras Elaria. En el palacio de Príamo, hasta su madre reconocía abiertamente que Polixena era la guapa mientras ella era la lista. Casandra se había dicho a sí misma que no le importaba, pero le resultaba agradable pensar que a alguien le parecía bonita.
—Bueno —declaró Pentesilea—. Veamos esa miel y la mujer de la que quieres desembarazarte.
—¿Te quedarás? Estamos asando un cabrito para la cena —dijo el centauro, y Pentesilea miró a sus mujeres.
—Esperábamos dormir esta noche en nuestras tiendas —objetó—, pero ese cabrito huele bien; sería una pena no participar en el banquete.
—¿Por qué no nos quedamos aquí una o dos horas? Aunque no estemos de regreso esta noche, lo estaremos I mañana —dijo Elaria.
Pentesilea se encogió de hombros. —Mis mujeres han respondido por mí; aceptaremos tu hospitalidad con placer... o quizá simplemente con gula.
El centauro hizo una seña y cabalgó hasta la hoguera que ardía en el centro del campamento, y Pentesilea indicó a sus mujeres que lo siguieran. Arrodillada junto al fuego, una mujer joven hacía girar el espetón donde se asaba el cabrito. La grasa que goteaba sobre las llamas olía muy bien y de la crujiente piel se escapaba un siseo. Las amazonas bajaron de sus caballos. Después de un momento, los hombres las imitaron.
Pentesilea se dirigió al lugar en que estaba la mujer que removía el espetón. Casandra advirtió con horror que sus tobillos habían sido perforados y que una cuerda pasada por las heridas impedía que la mujer pudiese dar pasos largos. La reina de las amazonas la miró con amabilidad y le preguntó:
—¿Eres la cautiva?
—Sí, me raptaron de casa de mi padre el verano pasado.
—¿Quieres volver?
—Cuando atravesó mis tobillos juró que me amaría y que cuidaría de mí para siempre. ¿Me abandonará ahora? ¿Podría aceptarme mi padre inválida y preñada de un centauro?
—Él me ha dicho que no eres feliz aquí —declaró Pentesilea—. Si deseas venir con nosotras, podrás vivir en nuestra aldea hasta que nazca el niño y luego regresar a casa de tu padre o ir al lugar que prefieras.
Los sollozos contrajeron el rostro de la mujer. —¿Así? —preguntó, señalando a sus mutilados tobillos. Pentesilea se volvió hacia el jefe de los centauros. —De no estar herida, la aceptaría de buen grado. Pero no puedo devolverla de este modo a su padre. ¿No le bastó a ese hombre raptarla y privarla de su virginidad?
El centauro extendió las manos en gesto de impotencia. —Juró que la querría siempre, para guardarla y amarla, y que temía que ella se escapara.
—Después de tanto tiempo deberías saber cuánto dura esa clase de amor —le increpó la reina de las amazonas—. Rara vez sobrevive a la virginidad. En ocasiones, un amor eterno llega a durar medio año pero nunca resiste un embarazo. ¿Qué podemos hacer ahora con ella? Sabes tan bien como yo que de ese modo no podrá regresar a casa de su padre. Esta vez te has metido en algo de lo que no conseguiremos sacarte.
—Mi hombre estaría dispuesto a pagar por librarse de ella —afirmó el centauro.
—Y lo hará. ¿Cuánto pretende dar? —Una yegua preñada como indemnización a su padre, o como dote, si quiere casarse.
—Quizás gracias a eso consigamos deshacernos de ella "cuando pueda andar de nuevo —dijo Pentesilea—, pero te aseguro que ésta es la última vez que soluciono tus problemas amorosos. Mantén a tus hombres lejos de las aldeanas, y tal vez así mejoremos nuestra fama. Tendrá que ser una buena yegua o no valdrá la pena intentarlo. Husmeó con atención.
—Pero sería una lástima que el cabrito se quemase o se pasara mientras yo te riño. Vamos a comer un poco. ¿Eh? Uno de los centauros tomó un gran cuchillo y comenzó a cortar la carne y la piel crujiente del cabrito. Las mujeres se reunieron y se sentaron en la hierba mientras se repartían los trozos acompañados de vino de una bota y de panales de miel. Casandra comió vorazmente; estaba exhausta de cabalgar. Al cabo de un rato se sintió mareada y se tendió, cerrando los ojos cargados de sueño. En su casa sólo le permitían beber vino muy aguado y ahora experimentaba un cierto malestar. Sin embargo, le parecía que jamás le había sabido tan buena una comida en el interior de las murallas.
Uno de los jóvenes que había cabalgado junto al jefe de los centauros acudió para volver a llenar la copa que aún tenía en su mano. Casandra negó con la cabeza.
—No más, gracias —dijo.
—El Dios del Vino se irritará contigo si rechazas sus dones —afirmó el muchacho—. Bebe, Ojos Brillantes.
Así era como la llamaba su padre las pocas veces en que se mostraba amable con ella. Bebió unos tragos más.
—¡Estoy ya demasiado mareada para subir en el caballo! I
—Descansa entonces —le aconsejó el muchacho.
Y tiró de ella para que se apoyase en su hombro, al tiempo que le pasaba sus brazos alrededor del cuerpo.
Los ojos de Pentesilea captaron la escena.
—¡Déjala! No es para ti. Se trata de la hija de Príamo. Es una princesa de Troya —le dijo al muchacho.
El jefe de los centauros se echó a reír.
—Pues su categoría no es muy inferior a la de ella. Es hijo de un rey.
—Conozco a tus adoptados de sangre real —contestó Pentesilea—. Recuerdo muy bien cuando Teseo nos arrebató a la reina Antíope y la hizo vivir entre murallas hasta que murió. Esta doncella ha sido confiada a mi cuidado y el que la toque tendrá que vérselas conmigo.
El joven se echó a reír y se separó de Casandra.
—Tal vez cuando crezcas, Ojos Brillantes, tu padre me tenga en más consideración que tu pariente; a su tribu no le gustan los hombres, ni el matrimonio.
—Ni a mí tampoco —replicó Casandra, apartándose.
—Es posible, Ojos Brillantes, que cambies de opinión cuando seas mayor —dijo el muchacho.
Se inclinó hacia adelante y la besó en los labios. Casandra se echó hacia atrás y se limpió con fuerza la boca mientras los centauros reían. Observó que la mujer inválida la miraba, ceñuda.
La reina de las amazonas ordenó a sus mujeres que volviesen a los caballos, y con la ayuda de una de ellas cargó sobre el lomo de una montura la prometida miel. Luego cortó la cuerda que trababa los tobillos de la inválida y la ayudó a subir a otro caballo mientras le hablaba en tono amable. La mujer ya no lloraba; iba de buen grado en su compañía. El jefe de los centauros abrazó a Pentesilea cuando montó.
—¿No podemos convencerte para que paséis la noche en nuestras tiendas?
—Otra vez quizás —prometió Pentesilea y le devolvió su abrazo—. Por el momento, adiós.
Casandra se sentía confusa. ¿Eran aquellos hombres y muchachos los terribles centauros de las leyendas? Parecían bastante amistosos. Pero se preguntó qué clase de relaciones mantenían con las amazonas. No las trataban del mismo modo que empleaban los soldados de su padre con las domésticas del palacio. El apuesto muchacho que la había besado se acercó y alzó los ojos hacia ella, sonriendo.
—¿Te veré en la competición de caballos? —le preguntó.
Casandra volvió la cabeza, ruborizándose. No sabía qué decirle. Aquél era el primer chico con quien, a excepción de sus hermanos, había hablado en toda su vida.
Pentesilea hizo un signo a las mujeres para que la siguieran. Casandra advirtió que cabalgaban hacia el interior, hacia donde se alzaba el monte Ida. Recordó la visión que tuvo del muchacho que se parecía a ella y que guardaba rebaños en las laderas de aquel monte.
Puede que guarde rebaños, pero yo voy a aprender a cabalgar, pensó. Aún mareada por el vino al que no estaba acostumbrada, se apoyó en Elaria y se durmió, mecida por el movimiento del caballo.
El mundo era más grande de lo que había creído hasta entonces. Aunque habían cabalgado desde las primeras luces del día hasta que la oscuridad fue tan densa que impedía la visión, a Casandra le parecía que no habían hecho más que avanzar por la planicie. A sus espaldas aún se divisaban las colinas de Troya, no mucho más lejanas que antes. A veces tenía la impresión, en aquel aire límpido, de que podía tender la mano y tocar la deslumbrante cima de la ciudad.