—¿No puedes advertirlo con sólo mirarla? Bien, ésa es una de las primeras cosas que he de enseñarte. Pero, ésta no lo es. No me aventuraría a tener así una serpiente venenosa. No suelen mostrar tan buen temperamento. Y casi nunca son tan grandes.
Arikia apartó de su cuerpo la cola de la gran serpiente.
—Mira, así puedes desenroscarla puesto que le es imposible apretarse contra mi cuerpo mientras la sostengo de este modo. Extiende tu mano y deja que te huela.
Casandra obedeció, sin inmutarse cuando se le acercó la enorme cabeza y luego la lengua buida salió y entró en la boca, tocando apenas su mano. Después la serpiente se movió, deslizándose tan flexiblemente como la seda a lo largo del brazo de la anciana sacerdotisa y más tarde por los hombros de Casandra hasta enroscarse en torno de su cintura. La gran cabeza cuneiforme se alzó hasta el rostro de Casandra; ésta la tomó en su mano y empezó a frotarla suavemente bajo la mandíbula inferior. Le sorprendió advertir toda la tensión que escapaba del cuerpo de la serpiente cuando su enorme peso gravitó sobre ella.
—Bien... le gustas —dijo Arikia—. De poco serviría que te aceptase aquí en caso contrario. Pero de cualquier modo, si se asusta o se sobresalta mientras la sostienes, es posible que te muerda. ¿Sabes qué hacer en tal caso?
La vieja Melianta se lo había enseñado en el templo del Señor del Sol.
—Sí, no asustarla más ni tratar de librarme de ella, sino procurar la ayuda de alguien que la desenrosque, empezando por la cola —dijo Casandra al tiempo que extendía su mano y mostraba las pequeñas cicatrices que le dejó una mordida de serpiente cuando fue ayudante de Melianta. Arikia sonrió.
—Bien, ¿qué deseas entonces aprender de nosotras?
—Oh, muchísimas cosas —contestó ansiosamente Casandra—. Quiero saber cómo hallar y recoger serpientes en los campos, cómo incubar sus huevos y cómo adiestrarlas para que vengan y vayan, según se les ordene, cómo alimentarlas y cuidarlas para que vivan largo tiempo y cómo ganar su confianza y mantenerlas satisfechas de manera que no escapen.
La anciana rió entre dientes, tendiendo su mano para rodear la cabeza de la enorme serpiente.
—Creo que podemos enseñarte todas esas cosas. Ahora será mejor que me la devuelvas. Yo estoy acostumbrada a su peso y no creo que una muchacha tan delgada como tú pueda sostenerla durante mucho rato. Tienes que comer bien v ponerte gruesa como yo, o como Imandra, antes de poder ser más verdaderamente una sacerdotisa de la Madre Serpiente. Puede que llegue el día en que te sientes y la muestres ante la gente; a ella le gusta exhibirse, o así parece. Una cosa más: algunas muchachas son demasiado blandas de corazón o demasiado sentimentales con los animales pequeños, tales como palomas, ratones y conejos, destinados a alimentar a las serpientes, ¿te inquietará eso?
—En absoluto. No fui yo sino los dioses quienes determinaron que algunos animales se alimenten de seres vivos. No los creé y no me incumbe decir con qué deberían alimentarse —contestó Casandra.
Había oído una vez a Melianta decir aquello a una muchacha del templo demasiado escrupulosa para servir ratones vivos a las serpientes.
—De acuerdo —dijo Arikia—. Tenemos que hallarte una habitación y una sacerdotisa que te atienda, y hacer saber al resto que vives aquí. Eres una princesa de Troya y confío en que no te parezca todo demasiado pequeño y humilde para ti.
—Oh, no —dijo Casandra—. Anhelo ser una de vosotras. Arikia la abrazó con cariño y la condujo al interior de la casa de la Madre Serpiente.
Comenzó entonces para Casandra una época completamente distinta a cualquier otra de su vida. Como era sacerdotisa, no hubo de pasar previamente por ordalías y pruebas fatigosas aunque, al igual que las más jóvenes (muchas de las sacerdotisas del templo eran ancianas y débiles porque escaseaban las muchachas que optasen por servir a la Madre Serpiente), se le asignaron obligaciones tales como la de cuidar de los animales que se criaban para alimentar a las serpientes, la limpieza de vasijas y la aceptación de las ofrendas al templo, de las que también había que llevar la cuenta. Fue bien acogida por todas y tratada conforme a su rango. La propia reina Imandra no era objeto de mayor deferencia, y pronto Arikia llegó a quererla como si fuera hija suya.
En muchos aspectos, su estancia en el templo de la Madre Serpiente fue como la de los primeros años en el templo del Señor del Sol, pero con una gran diferencia: sólo mujeres se consagraban a la Madre Serpiente y no conoció problemas semejantes a los que le planteó Crises. Los únicos hombres que había en la Casa de la Serpiente eran esclavos, y ninguno se habría atrevido a insinuarse a una sacerdotisa.
Aprendió todo lo que aquellas mujeres pudieron enseñarle sobre serpientes y culebras. Pronto supo cómo distinguir las venenosas de las inofensivas, y cómo domesticar y manejar a las que siendo inofensivas parecían venenosas, de modo tal que cualquiera que la viese pudiera creer que estaba desafiando a la muerte. No sentía miedo ni incluso de las más grandes y pronto se destacó entre quienes las cuidaban. Con frecuencia, cuando la gran matriarca de las serpientes era transportada en procesión, Casandra era una de las escogidas para llevarla.
Nada de lo relativo al mundo de los ofidios se le escapaba: cómo hallar y capturar culebras salvajes, cómo bañarlas y cuidarlas mientras cambiaban de piel. Incubó incluso una, llevando el huevo en su pecho durante más de un mes. Por esto se le otorgó el título honorífico de Madre Culebra, tan ansiado por las sacerdotisas.
Pocas veces se acordaba de Troya. Esporádicamente, llegaban a Colquis, tergiversadas por el largo viaje, noticias de la guerra. Idomeneo de Creta y los reyes minoicos se convirtieron en aliados de Troya; la mayoría de los del continente se alinearon con los aqueos. Los isleños, por obra de las alianzas creadas cuando aún gobernaba los mares Atlas, apoyaron a Príamo y a las diosas de Troya y de Colquis.
A veces, durante la luna llena, Casandra encendía un fuego mágico y, a su luz, observaba el agua de un cuenco. Así supo que Andrómaca había dado a Héctor un segundo varón, que murió antes de que cicatrizase el cordón umbilical. Aquella noche deseó estar en Troya para poder consolar a su apenada amiga.
También supo que Helena había dado gemelos a Paris, hecho que no le resultó del todo sorprendente, puesto que Paris era gemelo y también lo era Helena. Pensó que si ella misma tuviese hijos le podría ocurrir lo mismo, quizá dos hijas. Los de Helena eran niños fuertes y sanos, aunque carecían de la belleza de sus padres, y se desarrollaron con tanta rapidez que andaban antes de cumplir un año.
Antes de que el primer año de vida transcurriera para los hijos pequeños de Paris, Príamo sufrió una caída durante una escaramuza en la costa. Y, durante la convalecencia sufrió un ataque que le dejó contraído y paralizado el lado derecho del rostro y, a partir de entonces, cojeó del pie derecho. Sin que nadie se extrañase, designó a Héctor jefe de sus ejércitos. Los soldados, aunque le eran leales y vitoreaban a Príamo en las raras ocasiones en que aparecía ante ellos, adoraban a Héctor como si fuese el propio Ares. El tiempo transcurría en Colquis sin sobresaltos. Casandra era siempre bien acogida en el palacio, e Imandra la mandaba llamar a menudo; la mayor parte de las veces sólo para disfrutar de su compañía, aunque otras lo hacía para que mirase en el agua del cuenco y le dijera cómo se desarrollaba la guerra o dónde se encontraban las amazonas, para asegurarse de que a Pentesilea y a su grupo no les iban las cosas demasiado mal. Como sus días estaban ocupados en el estudio y el cumplimiento de sus obligaciones, Casandra se sorprendió al descubrir que llevaba ausente de Troya más de un año. Entre las mujeres, un nacimiento era invariablemente ocasión de fiesta y casi siempre había alguna que daba a luz en el palacio. Pero las mujeres consagradas a la Madre no se casaban y la mayoría hacían solemne voto de castidad, de modo que no había nacimientos en el templo. Se preguntó cuándo tendría su hijo la reina.
Pronto oyó en la ciudad que Imandra saldría a bendecir a sus súbditos en nombre de la Madre Tierra. Casandra tenía un vago recuerdo, que se remontaba a su primera infancia, de que Hécuba hizo eso antes de que naciera Troilo. En Troya constituía tan sólo una antigua costumbre, evocada a medias y observada sin formalismos; siempre que la reina se mostraba en las calles, las mujeres se precipitaban hacia ella, solicitando su bendición. En Colquis, donde se mantenían los hábitos conforme a los antiguos ritos, no le sorprendió a Casandra descubrir que se trataba de una procesión solemne. Pero con toda seguridad la habían demorado en exceso y el parto debía de ser inminente. Imandra no caminaría por las calles sino que sería conducida en una litera. Arikia, representante terrenal de la Madre Serpiente, la acompañaría, adornada de pies a cabeza con las serpientes de la sabiduría, de tal manera que todas las mujeres de la ciudad podrían obtener la bendición no sólo de la reina embarazada sino también de la Madre Serpiente.
—¿Mas por qué tan tarde? ¿Es que quieren que comience en la calle el parto de la reina?
—Ya sucedió antes —repuso Arikia—. No sería el primer hijo de una reina de Colquis que naciera en las calles de la ciudad; habrá numerosas comadronas palaciegas en la procesión. Pero los adivinos regios han escogido este día como propicio; y es evidente que cuanto más próximo esté el parto de Imandra, mayor bendición puede conferir ella.
—Sí, claro.
Casandra podía entenderlo. Era la mañana de la procesión y, junto con las demás sacerdotisas, Casandra ayudaba a vestir y engalanar a Arikia, enroscando la serpiente matriarca en torno de su cintura y dos sierpes más pequeñas alrededor de sus brazos. Resultaría fatigoso para la mujer porque había de sostener en alto a los ofidios para que la gente pudiera verlos. Casandra hubiera deseado, por ser más joven y más fuerte, poder reemplazar a la anciana. Así lo dijo, pero Arikia sólo le respondió:
—Resulta aún más difícil para la reina, querida mía; está tan gruesa como un pitón que se hubiese tragado a una vaca. Tal vez en la próxima ocasión. Imandra es una vieja amiga y me alegra participar en su procesión. Se ha mostrado por añadidura más que amable contigo. Un poco más de púrpura en mi mejilla izquierda, por favor, y algo de polvo de hierbas para que arda en el brasero; a las serpientes les gusta y causan menos problemas cuando pueden olerlo. ¿Irás conmigo, Casandra? Puedes alimentar el brasero y estar preparada para quitarme las serpientes pequeñas si se muestran inquietas. No es probable pero todo puede suceder.
Casandra sabía que éste era un privilegio del que se mostrarían envidiosas otras sacerdotisas del templo pero al que condescenderían por tratarse de una princesa de Troya. Por tanto, fue a ponerse su mejor traje de ceremonia, se enroscó en los brazos dos o tres de las serpientes más pequeñas y se colocó otras dos alrededor de la frente, formando una corona. Así dispuesta y pensando que su corona era digna de adornar la frente de la legendaria, salió a la calle y cuando alzaron a Arikia hasta la alta litera, permitió que la alzaran tras ella.
Hacía frío; un fuerte viento soplaba a través de las calles entre los altos edificios y todas las hojas habían desaparecido de árboles y matorrales. Se sentó, sosteniendo en alto sus serpientes para que las mujeres pudiesen verlas con claridad. La silla de manos de Imandra iba delante. Casandra podía distinguir la silueta de la reina, visiblemente deformada por el avanzado estado de su embarazo. Los cabellos, le caían sueltos por la espalda. Las calles rebosaban de mujeres, muchas de ellas preñadas, que se precipitaban hacia las literas, empujando a los guardianes mientras tendían los brazos para impetrar la bendición.
El viento la dejó aterida. La alegró sentir el agradable peso de las serpientes, que parecían adormecidas. Como a mí, tampoco les agrada el frío, pensó con nostalgia del cálido sol de su tierra.
Casi se sumió en un trance, observando la alta figura de Imandra en su silla, envuelta en la magia poderosa y la fascinación de la diosa. Las mujeres corrían, alzaban sus manos, clamando por la fertilidad, en busca de la buena fortuna que representaba tocar a la reina preñada, encarnación de la diosa. Sosteniendo como una autómata las serpientes, oyó a las mujeres gritar los nombres de Imandra, de la Madre Tierra, de Arikia y de la Madre Serpiente. Luego, oyó que alguien decía desde algún lugar entre el gentío:
—¡Mirad, es la sacerdotisa troyana, la amada de Apolo!
Aquello despertó súbitamente su conciencia. ¿Seguía siendo cierto? ¿O había sido olvidada por Apolo? Quizá ya era tiempo de regresar a Troya, a su propio pueblo y a sus propios dioses; sirviendo a la diosa, las mujeres eran aquí más libres. Pero, ¿de qué valía esa libertad si había de morar para siempre entre extranjeros? Entonces su corazón se conmovió; aquí era amada y tenía muchas amigas, ¿podría soportar abandonarlas y regresar a una ciudad en donde se esperaba de las mujeres que viviesen sometidas a sus maridos y a sus hermanos?
El sol cobró más fuerza. Se echó un velo sobre la cabeza y mojó su pañuelo en un cuenco de agua para humedecer las cabezas de las serpientes.
—Pronto, pequeñas —murmuró—, concluirá todo y volveréis a un lugar fresco y sombrío.
Una de las serpientes trataba de deslizarse hacia la oscuridad del interior de su vestido.
Los porteadores redujeron la marcha y luego se detuvieron. Las servidoras bajaron con cuidado y no sin dificultad a Imandra. Con pasos torpes, la reina se dirigió hacia la litera en donde se sentaban las sacerdotisas rodeadas por sus serpientes.
—Casandra, amiga mía, ¿acudirás esta tarde a palacio y mirarás para mí el agua de tu cuenco?
—Con placer. Tan pronto como haya cumplido con mis deberes y si Arikia me concede permiso —contestó, mirando a la suma sacerdotisa, que le sonrió, asintiendo a la petición que aún no le había formulado.
En el templo de la Madre Serpiente ayudó a los porteadores a instalar a Arikia en su cama en una estancia en penumbra. Luego, contribuyó a la tarea de desenroscar las serpientes y bañarlas en la fuente del patio interior. Tras comer un poco de fruta y pan, vistió una túnica sencilla y salió otra vez cuando transcurrían las primeras horas de la tarde. El ambiente estaba ahora un poco más templado, porque el sol se hallaba en la plenitud de su fuerza. Las calles estaban repletas de gente, pero nadie pudo reconocer en aquella muchacha morena y delgada que vestía un traje humilde a la sacerdotisa que, con sus mejores galas y coronada de serpientes, había sido llevada por toda la ciudad.