Ya llegaba el momento de juzgar a los toros. Paris se encaminó con satisfacción hacia Niveo, el de su padre adoptivo, el animal que había cuidado y engalanado con tanto esmero. Tras examinar el ganado durante todo el día, sabía honestamente que no había toro que pudiera comparársele y se sentía autorizado a otorgar el galardón a la res de su padre adoptivo. Ya abría la boca para empezar a hablar cuando reparó en los dos desconocidos y en su toro.
Cuando el más joven (Paris supuso que era el más joven) se dirigió a él, supo que se hallaba en presencia de alguien que, de algún modo, superaba a los mortales. Paris nunca había tenido encuentro semejante, pero el brillo de los ojos del hombre bajo el sombrero y algo en su voz, que parecía llegar de lejos y estando tan cerca, le dijeron que no era un ser corriente. En cambio, Casandra hubiera reconocido en cualquier parte el halo celestial en torno de los dorados rizos de su dios; y quizá sin que Paris tuviera conciencia de ella, parte de la mente de su desconocida hermana penetró en él.
—Extranjeros, acercad ese toro para que pueda verlo. Jamás contemplé animal tan perfecto —dijo, en voz alta.
Paris pensó que quizás el toro tenía algún defecto que no se destacaba, y lo examinó por todos lados. No, las patas eran como columnas de mármol, y hasta agitaba la cola con un aire de nobleza. Los cuernos eran lisos y gruesos, la mirada altiva y, sin embargo amable. El animal soportó incluso que Paris abriera suavemente su boca y apreciara la perfección de sus dientes.
¿Qué derecho tiene un dios a traer a su toro perfecto para que sea juzgado entre hombres mortales?, se preguntó Paris. Bien, era el destino y sería arrogancia inútil alzarse contra él.
Hizo una seña al hombre que sujetaba la soga atada en torno del cuello del toro y le dijo, lanzando una mirada de pesar hacia Niveo:
—Lamento decirlo pero en mi vida he visto un toro tan perfecto. Extranjeros, el premio es vuestro.
La brillante sonrisa del inmortal se disolvió en el sol y, cuando Casandra despertó, oyó una voz que sólo era un eco en su mente: Este hombre es un juez honesto, quizás el indicado para zanjar el reto de Eris. Después, se vio sola en su silla. Paris había desaparecido, situándose fuera del alcance de cualquier llamada de ella. No volvería a verlo hasta que pasara mucho tiempo.
Tan pronto como regresaron a la región de las amazonas, cambió el tiempo. Un día hubo un sol cegador desde el principio de la mañana hasta el crepúsculo; luego, de repente, se sucedieron largas jornadas lluviosas y noches en que la humedad se introducía por todas partes. Montar ya no era un placer sino una tarea molesta. Para Casandra cada día significaba una lucha constante contra el frío y la humedad.
Las amazonas mantenían encendidos los fuegos en sus campamentos; muchas vivían en cuevas, otras en tiendas recubiertas por pesados cueros y alzadas en espesos bosquecillos. Las niñas pequeñas y las mujeres embarazadas permanecían refugiadas allí todo el tiempo, acurrucadas muy cerca de las humeantes hogueras.
A veces, aquella tibieza la tentaba; pero, en la tribu, las muchachas de la edad de Casandra se contaban ya entre las guerreras, así que se cubría con un grueso ropaje de lana aceitada y soportaba la humedad lo mejor que podía. Creció en el transcurso de la lenta estación húmeda. Un día, al desmontar para disfrutar en el campamento de una de las escasas comidas calientes, descubrió que su cuerpo comenzaba a redondearse y que unos senos pequeños surgían bajo sus toscas y amplias vestiduras.
De vez en cuando, mientras cabalgaban, su mente captaba imágenes del muchacho que tenía su mismo rostro. Era rnás alto ahora; la túnica de lana que vestía apenas cubría sus muslos, y Casandra tiritó por afinidad mientras él trataba de protegerse con un manto demasiado corto. Vivía en las laderas del monte, rodeado de sus bestias, y en una ocasión le vio en una fiesta: era uno de los muchachos engalanados que interpretaban una danza. En otra, estando ella en su interior, él se sentó ante un gran fuego tras haber recibido un nuevo y cálido manto y de que le hubieran cortado sus largos cabellos para ofrendarlos en el altar del Señor del Sol. ¿Se hallaba también bajo la protección de Apolo?
Otra vez, por primavera, silencioso entre un grupo de muchachos, contemplaba a varias niñas, algunas más altas que él, interpretando la danza ritual de la Doncella.
Pocas veces pensaba en la vida bajo techo, exceptuando el vago, constante e irritante recuerdo de la época en que vivía confinada en el palacio sin que nunca le permitieran salir. Extrañas sensaciones molestaban su cuerpo, como la aspereza de la lana de la túnica sobre su pecho, tuvo que pedir a una de las mujeres una prenda interior de algodón, más suave. Solucionó el problema en parte, pero no del todo. Continuaba sintiendo molestias durante la mayor parte del tiempo.
Los días menguaban y en el cielo lucía una pálida luna invernal. Los animales vagaban en círculos, sin destino fijo, a la búsqueda de pastos. Después, las yeguas perdieron la leche y los hambrientos equinos iban inquietos de un pastizal ya exhausto a otro que no lo estaba menos.
La desaparición de la leche de las yeguas, principal alimento de las amazonas, significó una disminución de los recursos comestibles, ya escasos, y que los que quedaban tuviesen que ser reservados, según la costumbre, para las mujeres embarazadas y para las niñas más pequeñas. Día tras día, Casandra vivió aguijoneada por el hambre. Guardaba un poco de su comida hasta el momento de ir a dormir para no despertar soñando con las cocinas del palacio de Príamo y el tibio aroma del pan cocido. En los pastizales, mientras cuidaba de los caballos, buscaba sin cesar frutos secos o correosas bayas aún pendientes de los desnudos arbustos: como las demás muchachas, se comía todo lo que encontraba, aceptando el hecho de que casi la mitad de aquello le haría sentirse enferma.
—No podemos quedarnos aquí —decían las mujeres—. ¿A qué aguarda la reina?
—Una indicación de la diosa —respondían otras.
Las más ancianas de la tribu acudieron a Pentesilea, para rogarle iniciar la marcha hacia los pastizales de invierno.
—Sí —les contestó la reina—, tendríamos que habernos ido hace una luna. Pero hay guerra en la comarca. Si nos desplazamos con nuestras hijas y las ancianas, seremos capturadas y esclavizadas. ¿Es eso lo que queréis?
—No, no —protestaron las mujeres—. Bajo tu mandato viviremos libres y, si es preciso, moriremos libres.
Sin embargo, Pentesilea prometió que cuando volviera a haber luna llena solicitaría el consejo de la diosa para conocer su voluntad.
Al verse reflejada en un charco después de una fuerte lluvia, Casandra apenas se reconoció. Su estatura había aumentado y su cuerpo adquirido esbeltez, su rostro y sus manos estaban oscurecidos por el sol implacable, sus rasgos se habían afirmado y eran ya más los de una mujer que los de una muchacha... o quizá los de un muchacho. También vio pecas en su cara, y se preguntó si sus familiares la reconocerían si se presentaba ante ellos sin anunciarse o si, por el contrario, dirían: «¿Quién es esta mujer de las tribus salvajes? Echadla fuera». ¿O tal vez la confundirían con su gemelo exilado?
Pese a la dureza de su vida, no sentía deseo de regresar a Troya; en ocasiones echaba de menos a su madre, pero nunca la vida en la ciudad amurallada.
Una noche, al regresar las muchachas al campamento para cambiar sus ropas por otras secas y compartir la comida que hubiera (por lo común agrias raíces cocidas o algunas duras habas silvestres), se les ordenó que no volvieran a sacar los caballos, que permanecieran reunidas con las ancianas. De todos los ruegos del campamento sólo quedaba una hoguera. Reinaban la oscuridad y el frío.
Apenas había un bocado que llevarse a la boca, y Elaria informó a su ahijada de las órdenes dadas por la reina de que todas ayunasen hasta que la diosa fuera invocada.
—Eso no es nada nuevo —manifestó Casandra—. Creo que en este último mes hemos ayunado lo suficiente para complacer a cualquier diosa. ¿Qué más puede exigirnos?
—Silencio —le ordenó Elaria—. Nunca dejó de velar por nosotras. Aún todas seguimos con vida. Durante muchos años las correrías de los bandidos fueron frecuentes en esta comarca. Cuando lográbamos salir de nuestros pastos habían muerto ya la mitad de las niñas pequeñas. Este año la diosa no se ha llevado ni un bebé, ni siquiera una yegua. —Tanto mejor para ella —comentó Casandra—. No imagino qué utilidad puedan tener para la diosa unas mujeres muertas a no ser que pretenda que la sirvamos en el Más Allá.
Acuciada por el hambre, Casandra se desembarazó de las húmedas prendas de cuero con que había cabalgado y vistió una tosca túnica de lana. Pasó por sus cabellos un peine de madera y luego los trenzó, formando un moño en su nuca. Se sentía cansada y famélica, pero la ropa seca y el calor del fuego, la confortaron placenteramente. Durante un rato se quedó inmóvil, limitándose a percibir como el calor se extendía por su cuerpo, hasta que una de las mujeres la apartó de allí. En la atmósfera cerrada de la tienda, el humo se extendía cada vez más. Tosió y tosió, y habría vomitado de no tener el estómago tan vacío.
Junto a ella percibía la presión de otros cuerpos, la agitación silenciosa de las mujeres, las muchachas y las niñas; toda la tribu parecía haberse congregado en la oscuridad, a sus espaldas. Las mujeres se acurrucaban en torno del fuego. De algún lugar le llegó el suave golpear de unas manos sobre pieles tensadas en torno de un aro y el resonar de unas semillas secas en calabazas huecas, como un rumor de hojas, como el golpeteo de la lluvia sobre las tiendas. El fuego humeaba oscureciendo la penumbra y Casandra sólo sentía las tibias corrientes de un calor en disminución.
Del oscuro silencio próximo al fuego se alzaron tres de las mujeres más ancianas de la tribu y arrojaron a la hoguera el contenido de un pequeño cesto. De repente, unas hojas secas ardieron, retorciéndose entre espesas y blancas nubes de un humo aromático. Llenó la tienda un perfume dulzón y extraño. Al respirarlo, Casandra sintió que su cabeza flotaba y que intensos colores se movían ante sus ojos, haciéndole olvidar la continua desazón que le producía el hambre.
Pentesilea dijo en la oscuridad:
—Hermanas mías, sé que estáis hambrientas. Pero, ¿acaso no comparto yo vuestra suerte? Quien no se sienta dispuesta a seguir con nosotras, es libre de ir a las aldeas de los hombres donde podrá compartir sus alimentos si yace con ellos. Pero que no traiga a nuestra tribu las hijas que nazcan de esa unión, que las deje esclavas como ella misma eligió ser. Si hay alguna que quiera marcharse, que se vaya, porque no es digna de continuar aquí mientras rogamos a nuestra Doncella Cazadora, que ama la libertad de las mujeres.
Silencio. Ninguna se movió en la tienda rebosante de humo.
—Entonces, hermanas, en nuestra necesidad, roguemos a la diosa que nos socorra.
De nuevo silencio, sólo quebrado por el tamborileo de los dedos. Después, del silencio emergió un aullido largo y aterrador.
¡Ouu... ooooo... ooooo.... oooooou!
Por un instante, Casandra creyó que algún animal acechaba ante la tienda. Luego distinguió las bocas abiertas de las mujeres, las cabezas inclinadas hacia atrás. El aullido se repitió una y otra vez. Las caras ya no tenían una apariencia del todo humana. Los aullidos proseguían, alzándose y extinguiéndose mientras ellas se mecían y chillaban. Pronto se le unió un seco:
—Yip... yip... yip... yip... yip... yip... yip.
El ruido llenó la tienda. Golpeaba y agitaba sus sentidos; tuvo que utilizar todas sus fuerzas para que no la arrastrara. Había visto a su madre poseída por la diosa, pero jamás presa de un frenesí tan enloquecedor como aquél.
En ese momento, por vez primera en muchas lunas, el rostro de Hécuba se presentó de repente ante los ojos de Casandra y le pareció oír la dulce voz de su madre:
—No es costumbre...
¡Por qué no?
No hay razón para las costumbres. Existen, simplemente...
No lo creyó entonces ni lo creía ahora. Tenía que existir alguna razón para que este extraño aullido fuese el camino indicado para invocar a la Doncella Cazadora. ¿Hemos de convertirnos en las bestias salvajes que Ella caza?
Pentesilea se alzó, tendiendo sus manos a las mujeres. De un instante a otro, Casandra vio enturbiarse el rostro de la reina y el esplendor de la diosa brilló a través de su piel. Su voz era irreconocible cuando gritó:
—¡No hacia el Sur, por donde vagan las tribus de los hombres! ¡Cabalgad hacia el Este, cruzad los dos ríos! Allí permaneceréis hasta que caigan las estrellas de la primavera.
Tras esto se desplomó hacia adelante. Dos mujeres de la tribu la sostuvieron mientras la acometía un acceso de tos tan violento que acabó en débiles náuseas. Cuando se levantó de nuevo, sin que nadie la ayudase, su rostro había vuelto a ser el de siempre. Preguntó con voz ronca: —¿Nos ha respondido?
Una docena de veces repitieron las palabras que había pronunciado mientras se hallaba poseída.
—¡No hacia el Sur, por donde vagan las tribus de los hombres! ¡Cabalgad hacia el Este, cruzad los dos ríos! Allí permaneceréis hasta que caigan las estrellas de la primavera.
—Partiremos al amanecer, hermanas —anunció Pentesilea, con voz aún débil—. No hay tiempo que perder. No conozco ningún río situado al Este; pero si damos la espalda al Padre Escamandro y cabalgamos hacia el Viento del Este, con seguridad llegaremos hasta allí.
—¿Qué quiso decir la diosa cuando habló de «hasta que caigan las estrellas de la primavera»? —preguntó una de las mujeres.
Pentesilea encogió sus estrechos hombros.
—Lo ignoro, hermanas; la diosa habló pero no explicó sus palabras. Si cumplimos su voluntad, nos lo hará saber.
Cuatro de las mujeres llevaron cestos repletos de raíces retorcidas e hicieron circular botas de vino.
—Festejemos en su nombre, hermanas, y cabalgaremos al amanecer rebosantes de los dones de la diosa —dijo Pentesilea.
Casandra se dio cuenta del esfuerzo que había supuesto guardar aquellos víveres para el banquete invernal. Se precipitó hacia las retorcidas raíces como el animal famélico que sentía ser y bebió su porción de vino.
Cuando los cestos quedaron vacíos y se hubo escurrido la última gota de vino de las botas, reunieron las escasas posesiones de la tribu: las tiendas desmontadas y envueltas, unas cuantas ollas de bronce, un montón de viejos mantos que fueron de antiguas reinas. Casandra aún percibía la cara de la diosa a través y sobre la de Pentesilea y seguía oyendo la curiosa alteración en la voz de su tía. Se preguntó si algún día la diosa le hablaría a través de su voz y de su espíritu.