Afonso se cuadró y después se dieron las manos.
—He venido en cuanto supe que me había llamado.
—Gracias, gracias —respondió Mardel, que indicó otra silla—. Siéntese, siéntese. Póngase cómodo.
El capitán se sentó en la silla, disimulando los nervios e intentando acomodarse lo mejor posible. Mardel volvió al lugar del que se había levantado.
—¿Quiere café? —preguntó el teniente coronel, que se recostó en su silla.
—Sí, por favor.
Mardel se volvió hacia la puerta del refugio.
—Duarte —llamó.
La cabeza del militar asomó a la entrada.
—¿Sí, mi teniente coronel?
—Trae dos cafés. Calentitos, ¿eh?
—Inmediatamente, mi teniente coronel.
El militar se retiró y Mardel se volvió hacia Afonso.
—¿Y? ¿Cómo van las cosas?
—Tirando —respondió Afonso, que llevándose la mano al bolsillo, sacó el informe de las últimas veinticuatro horas. Sabía que era un documento que leía con mucho interés el Alto Comando—. ¿Quiere el informe?
—Claro —dijo Mardel, extendiendo la mano—. Muéstremelo.
El teniente coronel cogió la hoja, la abrió y la leyó con atención.
—Por lo visto, una patrulla ha detectado problemas en la alambrada de los boches —dijo con una sonrisa.
—Sí, mi teniente coronel —asintió Afonso—. En el sector de Wick Salient.
—Algo para investigar —comentó crípticamente.
El militar entró en el despacho con dos tazas humeantes y una cajita con azúcar en una bandeja, colocó el café en la mesa y se marchó. Los dos oficiales echaron el azúcar en el café, lo revolvieron y bebieron un sorbo.
—Ah, qué maravilla —exclamó Mardel.
—Una delicia —coincidió el capitán, que sintió que el sabor cálido y azucarado del café le endulzaba la boca.
Mardel dejó la taza.
—¿Ha visto el combate aéreo de hace poco?
—Sí, mi teniente coronel. Fue reñido.
—Es verdad. Fue reñido —coincidió Mardel—. Pero ¿sabe qué es verdaderamente relevante en lo que vimos en el cielo?
—¿La victoria del aeroplano inglés, mi teniente coronel?
—No, capitán. Eso fue agradable, pero no lo más importante. Lo más significativo fue el comportamiento del primer aeroplano boche. ¿No reparó en nada extraño, capitán?
—Huyó al ver el aeroplano inglés.
—Tampoco es eso. Eso es relevante, pero no lo más extraño. Lo verdaderamente insólito es que no abrió fuego sobre nuestras líneas. Sin duda, sabe lo que eso significa.
Afonso se acomodó en la silla, incómodo con ese método de interrogatorio continuo, se sentía de vuelta en el colegio primario de Rio Maior, donde lo forzaban a responder a las preguntas del profesor, sólo que esta vez no era Manoel Ferreira poniéndolo a prueba con la cartilla Joăo de Deus,
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sino su superior jerárquico.
—Estaba en observación —dijo finalmente, esperando acertar.
—Exacto. Su misión era observar nuestras líneas desde el aire, probablemente sacando fotografías. Y por eso, sin duda, evitó el combate, su misión no era enfrentarse. Pero ¿sabe lo que me está perturbando realmente, a mí y a todo el comando del CEP?
—No, mi teniente coronel.
—Lo que nos está perturbando es notar un creciente interés de los boches en nosotros. Han aumentado las patrullas enemigas, aparecen cada vez más aeroplanos de observación, se ve a oficiales boches observándonos con prismáticos. En fin, están estudiándonos y nosotros comenzamos a ponernos nerviosos.
—¿Los boches están estudiando al CEP?
—Exacto, capitán.
—¿Y sabe cuál es el objetivo?
—No. Suponemos que quieren hacer un
raid
, pero eso lo decimos nosotros. La verdad es que no lo sabemos.
Bebieron un sorbo más de café, el capitán sorprendido por el lenguaje telegráfico que se imponía en el colorido léxico de su superior jerárquico. Afonso dejó la taza y pronunció la que sospechaba que era la frase clave de la conversación.
—Tendremos que enterarnos de qué es lo que ocurre.
—Exacto, capitán —coincidió Mardel, esta vez con solemnidad, acentuando la palabra «exacto» y pronunciándola de manera pausada. El teniente coronel se inclinó entonces hacia delante y fijó los ojos en su interlocutor—. Hace ya algunos días que estamos pensando en esto, pero el comportamiento del primer aeroplano boche ha despejado todas las dudas y hemos tomado una decisión definitiva. Tenemos que efectuar un
raid
en las líneas enemigas y quiero que usted prepare el plan.
—¿Yo, mi teniente coronel? ¿Por qué yo?
—¿Por qué usted no? ¿Tiene miedo?
Lanzó la pregunta con tono de desafío, de provocación, como para probar su masculinidad, y Afonso se dio cuenta de que no tenía opción. El capitán suspiró.
—Miedo tenemos todos, mi teniente coronel. Pero tendré mucho gusto en preparar ese plan y ejecutarlo.
El rostro de Mardel se iluminó con una amplia sonrisa.
—Sabía que podía contar con usted, capitán Brandăo —dijo—. Le comunicaré al general Simas su disponibilidad, se quedará satisfecho.
El general Simas Machado era el comandante de la 2ª División y, al igual que el general Gomes da Costa, de la 1ª División, respondía sólo ante el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP.
—¿Y el mayor Montalvăo? —preguntó Afonso, preocupado por no pasar por encima del comandante de la Infantería 8, no quería problemas con su superior jerárquico.
—He hablado con él hace poco y le he pedido que me haga el honor de ser yo quien le proponga preparar el
raid
—dijo Mardel—. Como usted puede ver, él ha accedido.
—Muy bien —dijo el capitán—. ¿Cuál es el objetivo táctico de la operación?
—El plan tiene tres objetivos —contestó Mardel, siempre telegráfico, y levantó los dedos uno a uno—. Uno: capturar prisioneros para obtener informaciones. Dos: mostrar al enemigo capacidad de combate. Tres: elevar la moral de nuestras tropas.
—¿La moral de las tropas?
—Exacto. Como sabe, la gente lleva ya demasiado tiempo en las líneas y comienza a estar saturada. Lisboa no manda refuerzos y no tenemos manera de dar descanso a los hombres. A falta de algo mejor, puede ser que un espectacular golpe de mano anime a los soldados.
—Ya veo —dijo Afonso sin gran convicción. Sorbió el último trago de café y dejó indolentemente la taza—. ¿Cuándo quiere que comience esta operación?
—Dentro de un mes —indicó Mardel—. No se dé prisa, estudie bien las cosas, observe el terreno, busque los puntos débiles del enemigo, establezca pautas de acción. Estamos a finales de la primera semana de febrero; tiene que preparar bien los detalles del
raid
para llevarlo a cabo en la primera semana de marzo, más o menos. Cuando tenga todo estudiado, venga a verme para ratificar el plan.
El teniente coronel se levantó de la silla y Afonso lo imitó. Mardel le extendió la mano, se despidieron y el capitán salió del puesto de Laventie y regresó pensativo y muy preocupado a su refugio de Picantin, con los ojos perdidos en un punto infinito.
A
gnès se sentía cansada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por mantener una expresión sonriente al pasar por la enfermería. Se había quedado toda la noche de guardia y su turno se acercaba al final, pero había que mantener una apariencia fresca ante los pacientes, era importante para que no decayese la moral de éstos durante su convalecencia. Además, le gustaba el trabajo que hacía, desde el comienzo de la guerra nunca se había sentido tan útil, tan necesaria, tan empeñada en la vida, asumía el cansancio con avidez de trabajo, con el alma íntegramente dedicada a la tarea que tenía en sus manos, el sueño de infancia se concretaba, al fin era Florence Nightingale, un ángel de consolación gravitando en un antro de dolor y sufrimiento.
El cambio que se había producido en su vida se debía a su capitán. Gracias a unos hilos movidos por Afonso, había entrado hacía una semana al servicio en el hospital Mixto de Medicina y Cirugía, en la retaguardia, escapando al tedio del cuartel general de Saint Venant y a los incómodos lances del teniente Trindade,
el Mocoso
. El capitán intentó primero colocarla en uno de los dos hospitales de sangre, el hospital n.º 1, en Merville, o el hospital n.º 2, en Saint Venant, ambos constituidos por ocho tiendas y con capacidad para doscientos pacientes, pero Agnès había insistido en ir al que estuviese lo más lejos posible del Mocoso, y el hospital Mixto le pareció adecuado. Se adaptó fácilmente al trabajo, y los pacientes a ella, no era común ver a una mujer de aquella belleza circulando entre la soldadesca, una palabra aquí, una caricia allá, una sonrisa cautivadora acullá, y su simple paso por la enfermería era un tónico maravilloso para los enfermos. Aunque había estudiado para convertirse en médica, se veía en el papel de enfermera y lo desempeñaba con gusto y dedicación. No hablaba portugués, pero los soldados se desenvolvían bien con el torpe
patois
de las trincheras y eso parecía suficiente. «
Moi pas bonne, mademoiselle bonne, boches méchants
», eran frases que formaban parte ahora de sus diálogos cotidianos.
Agnès cruzó apresuradamente la enfermería esa mañana porque la había informado el bedel de que un oficial se había presentado a la puerta del hospital pidiendo hablar con ella. Supuso que se trataba de Afonso, que su portugués estaba de regreso de las trincheras, pero existía también la pavorosa posibilidad de que fuese una mala noticia, un amigo de su amante con la terrible novedad, temía todos los días que lo que le había ocurrido a Serge se repitiera con Afonso, un mensajero desconocido con un telegrama negro que le destruyese la vida. La sola idea la llenó de ansiedad, de inquietud. Casi corrió hasta la puerta, con el corazón acelerado, presa del sobresalto.
Al llegar a la entrada, se detuvo bajo la dovela y suspiró de alivio, lo vio sentado en un escalón, con la gorra en las manos, los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás como para recibir mejor el aire fresco de la mañana, dejándose mecer por el dulce aleteo de los colibríes y por el canoro gorjeo de las alondras que revoloteaban entre los tilos del jardín. Murmuró con los ojos cerrados una breve plegaria de agradecimiento y corrió finalmente hacia él, lo abrazó y lo besó, dividida entre el alivio de verlo sano y salvo y el deber de mantener una postura respetable en el perímetro hospitalario.
—
Tu m'as manqué
—le susurró al oído.
—
Mon petit choux
. —Eso fue todo lo que él pudo decir en el calor del abrazo.
—
T'es bien
?
Él dijo que sí con un gesto de la cabeza. Sintió la delicada fragancia de Chypre y sonrió, era el perfume que le había regalado en París. La francesa le acarició el pelo y, desprendiéndose despacio, lo cogió de la mano y lo atrajo hacia ella.
—
Viens
, ven a ver mi enfermería.
Afonso se dejó llevar, deslizándose por la puerta de entrada guiado por Agnès. El suave aroma de Chypre desapareció de inmediato y, a cambio, el capitán notó el olor a éter y a desinfectante flotando en el aire. El hospital le resultaba feo y frío, hecho de largos corredores de chapa de zinc acanalada, todo metálico y negro, pintado con brea. El suelo, de madera encerada o barnizada, crujió al pisarlo; la luz entraba a raudales por ventanas abiertas en pestaña en la chapa de zinc. Los muebles eran de hierro y cristal, en un estilo
art nouveau
rudimentario, por aquí un florero con begonias o risas perfumadas, por allá una revista clavada a la pared con una beldad estampada en la tapa. Se veía mucho movimiento por los pasillos, una barahúnda de enfermeros, un puñado de médicos y mucho personal auxiliar, unos y otros de aquí para allá, afanosos y atareados, observados por pacientes silenciosos, algunos tosían angustiosamente, cinco o seis balanceaban en las sillas los muñones de las piernas y los brazos.
—Hoy es día de evacuación —explicó ella—. Vamos a mandar pacientes al hospital de Hendaya, por eso está todo un poco caótico.
—Tal vez sea mejor que venga a visitar el hospital otro día…
—No, quédate. Hasta dentro de dos horas no aparecerán los camiones para llevarse a los pacientes a la estación.
—¿Estación?
—Sí, claro. Hendaya queda junto a la frontera española.
—Pero eso está lejos.
—
Oui
. No se entiende bien por qué razón el ejército portugués ha instalado en Hendaya su principal hospital. Pero,
voilà
, es así.
Llegaron a una puerta y ella le soltó la mano.
—Ésta es mi enfermería —anunció con intensidad—. Todos los pacientes que están aquí son tuberculosos. —Levantó el índice—. Ahora presta atención. En esta enfermería, yo no soy tu Agnès, soy la enfermera que no sólo ayuda a los enfermos, sino que también alimenta sus sueños, sus fantasías, sobre todo su voluntad de ponerse buenos. Por tanto, nada de intimidades delante de los enfermos, ¿has oído?
—Bien…
—¿Has oído?
—Pues… sí.
Hecha la advertencia, y aparentemente satisfecha con la respuesta, algo titubeante, empujó la puerta y entró en la enfermería con Afonso tras ella. Era una sala grande y bien iluminada, con camas dispuestas en fila, una al lado de la otra, de uno a otro extremo, con un pasillo en el eje central de la enfermería. Agnès siguió por ese pasillo, con el capitán a su lado, casi apoyado en ella. El aire se llenaba de toses, toses persistentes en unos casos, toses secas en otros, algunos con pequeñas palanganas en la mesilla de noche para expectorar allí, unos pocos gimiendo débilmente. La enfermera francesa, con actitud muy profesional, indicó a un paciente que dormía a la izquierda.
—Éste está muy débil, tiene fiebre constantemente, no sé si se salvará. —Señaló al del lado derecho, que tosía casi sin parar—. Aquél está un poco mejor, pero también se lo ve desfalleciente. —El siguiente de la izquierda, con una pierna escayolada—. Este es un caso curioso. Fue a la sala de traumatología, una esquirla casi le quitó la pierna. Cuando estaba casi recuperado, pilló una tuberculosis. Resiste.
—
Mademoiselle
—llamó uno, desde el lado derecho—.
Moi pas bonne. Masagge
, sirva el puré.
—
S'il vous plaît
—corrigió Agnès.
—Sirva el puré —insistió el paciente.
—
Après
, Luís,
après
—repuso la enfermera, que, volviéndose a Afonso, se rio—. Éste es un pillo, dice que se va a casar conmigo cuando acabe la guerra.