—¿Cómo ha pillado esto, Baltazar?
—No lo sé, mi mayor. Estaba en el refugio con mis compañeros y comencé a
estolnudar
, a
estolnudar
…
—A estornudar —corrigió el médico.
—Eso. Y mis compañeros igual. Después sentimos cómo nos ardía la nariz y la garganta, una sensación cada vez más fuerte, nos dimos cuenta de que teníamos gripe. Hace poco comenzaron a dolemos mucho los ojos y nos moqueaba la nariz. Me vinieron también unos dolores de tripa y vomité antes de llegar aquí, al puesto.
—¿Cuándo comenzaron a estornudar?
—Hace unas doce horas, a primera hora de la tarde, mi mayor.
—¿Y ustedes? —preguntó a los otros sin apartar los ojos de la inflamación de Baltazar.
—Nosotros lo mismo, mi mayor —dijo Matias—. Fue en el mismo momento. La diferencia es que nosotros no vomitamos.
—A mí, además de la tripa, me duele también la cabeza —intervino Vicente.
Abel,
el Canijo
, señaló unos puntos en la cara y en el cuello.
—Yo tengo unos granitos.
El médico lo examinó mientras limpiaba los ojos de Baltazar con un algodón humedecido.
—Hum —murmuró pensativamente—. ¿No habréis sufrido por casualidad un ataque con gas?
—No, mi mayor —negó Matias, reafirmando lo que decía con un meneo de cabeza—. Es gripe.
—Hum —volvió a murmurar el médico—. Abra la boca. —Baltazar la abrió y el mayor Botelho observó la garganta irritada—. ¿No percibieron olor a mostaza?
—No, mi mayor.
—¿Ni a ajo?
Los soldados se miraron.
—Pues…
—¿Olor a ajo?
—Sí, mi mayor.
El médico dejó de revisar a Baltazar y miró al grupo.
—¿Y no se pusieron las máscaras?
Los soldados bajaron la cabeza.
—No, mi mayor.
El médico suspiró.
—Idiotas. Ustedes son idiotas. ¿Acaso no saben que hay que ponerse las máscaras en cuanto perciben olor a algo químico? ¿No lo saben?
—Mi mayor —dijo Baltazar con voz sumisa—. Nosotros no olimos algo químico. Olimos comida.
—¡Qué comida ni qué diablos! Les ha caído gas encima. ¿Dónde estaban cuando olieron a ajo?
—En el refugio, mi mayor.
El mayor Botelho apartó los ojos de Baltazar y se sentó en una caja, junto a una mesa. Sacó unos impresos de un cajón, los puso sobre la mesa y comenzó a tomar notas.
—Cuando salieron del refugio, ¿vieron algunas granadas intactas?
—Sí, mi mayor.
—¿Cómo eran?
Los hombres se miraron, sin entender la pregunta.
—Pues, eran granadas de hierro, mi…
—No es eso —se impacientó el médico—. ¿Estaban pintadas con algún color?
—Sí, mi mayor —respondió Matias, el más observador del grupo—. Eran granadas de 7,7 centímetros, de modelo alargado, pintadas de azul y con la cabeza amarilla. Me acuerdo de que tenían dos cruces, creo que una era verde y la otra amarilla.
—Vaya, no entiendo nada. ¿Verde y amarilla, o azul y amarilla?
—Las cruces eran de color verde y amarillo, pero las granadas estaban pintadas de azul y amarillo.
—Azul y amarillo —repitió el médico, que cogió un voluminoso dosier de un estante, cuya cubierta indicaba que contenía los informes de los Chemical Advisers del XI Cuerpo británico. Abrió la carpeta y hojeó las páginas—. Azul y amarillo. —Pasó una hoja—. Azul y amarillo. —Otra hoja. Miró rápidamente cada informe, sólo atento al segundo punto de cada documento, titulado «Nature of the shells»—. Azul y amarillo…: aquí está. —Apoyó el dedo en la línea que buscaba y leyó—.
Painted blue with yellow on top
. —Sacó la hoja y la estudió con atención. Estuvo un minuto analizando el informe y sacando conclusiones, más para sí mismo que para los hombres—. Ya lo veo, éste es un derivado del azufre con un porcentaje elevado de clorina —murmuró, rascándose el mentón. Consultó detenidamente el último punto del documento, identificado como «Symptoms of personnel». Un buen rato más de lectura hasta que volvió a romper el silencio—. Pues sí, aquí está todo. Vómitos, ojos inflamados, irritaciones en la garganta. —Sin levantar la cabeza, arrancó una hoja del impreso y comenzó a rellenarla—. Voy a mandarlos a un hospital de sangre. —Alzó la cabeza y miró a los hombres—. ¿Nombres y números?
—¿Es grave, mi mayor?
—Es grave, sí —confirmó el médico con expresión ceñuda—. Lo grave es que ustedes sean unos tontos de capirote y no se pongan las máscaras tal como señala el reglamento.
—Pero ¿es muy grave? —insistió Baltazar, ansioso y con los ojos que le lagrimeaban en abundancia por culpa de la inflamación.
—Lo único grave es que el CEP va a tener que sobrevivir sin ustedes durante dos días —replicó el médico, prolongando el «suspense»—. En cuanto a sus miserables personas, pasarán una mala noche, pero mañana, hacia mediodía, estarán mejor. Éste es un gas traicionero porque casi no se siente su olor, pero la ventaja es que no hace demasiado daño. Les daré una baja de cuarenta y ocho horas y después regresarán a las trincheras.
—Gracias, mi mayor —dijeron todos casi a coro, aliviados y fugazmente sonrientes. No había mejor cosa que tener una baja debido a un daño pasajero.
—Rápido, rápido —se impacientó el mayor Botelho—. ¿Nombres y números?
—Matias Silva, mi mayor. Número 216.
E
ran más de las doce y la mañana, como de costumbre, había sido tranquila. Las actividades de ambos lados de las trincheras fueron intensas desde la puesta del sol de la víspera, con legiones de hombres que reparaban pasaderas, arreglaban el alambre de espinos y drenaban los pasos inundados bajo la protección del manto oscuro de la noche, mientras que otros patrullaban la Tierra de Nadie o buscaban objetivos por la mirilla de las Lee-Enfield, si eran portugueses, o de las Mausers, en el caso de los alemanes. Cuando por fin asomaron los rayos del sol, alzándose el astro lenta y majestuosamente por detrás de las líneas enemigas, ya se había cumplido el primer «A sus puestos» de ese día 8 de febrero y muchos hombres fueron a acostarse. Afonso y Pinto se despertaron a eso de las once, se lavaron la cara en una palangana llena de agua lodosa e inmunda, mearon en un rincón húmedo de la trinchera, junto a su puesto de Picantin, y se sentaron en la caja de municiones para tomar el desayuno que les había llevado Joaquim. Comieron rápidamente la tortilla francesa y las tostadas con mantequilla, regadas con la tapioca con azúcar y una taza de café cargado. Cuando estaban a punto de terminar, llegó el teniente Timothy Cook.
—
What ho
, Afonso,
old bean
—saludó.
El capitán se incorporó, se frotó las palmas de las manos en los muslos para quitarse las migas de las tostadas y la grasa de la mantequilla y le dio la mano al oficial inglés de enlace.
—
Old bean
? —preguntó conteniendo un eructo—. ¿Por qué me estás llamando viejo frijol, tunante?
Tim se rio.
—No me hagas caso, en realidad, se trata de un apelativo cariñoso.
El inglés saludó a Pinto con un gesto.
—
Breakfast
? —preguntó Afonso, señalando lo que quedaba del desayuno.
—No, gracias, ya he comido —respondió Tim—.
Bacon
con
scrambled eggs and baked beans
—explicó satisfecho—.
Capital breakfast. Capital
.
—Si es así, pues, vamos a hacer la ronda.
El capitán y los tenientes, con el ordenanza detrás, bajaron por la Picantin Road hasta la Rue Tilleloy, giraron a la derecha para tomar por Picantin Avenue, avanzaron chapoteando en el barro hasta llegar a la línea B, entraron allí junto al puesto avanzado Flank Post y siguieron hacia el sur en dirección a Rifleman's Avenue, donde rodearon su sector en Fauquissart. Se detuvieron y alzaron los ojos. Del lado enemigo venía lo que parecía ser, a lo lejos, una mosca molesta, zumbaba como un moscardón, era un avión alemán, con las cruces negras visibles en el fuselaje a pesar de la distancia.
—Un Tauber —dijo Pinto.
—Qué manía tienen ustedes de llamar Tauber a todos los aeroplanos
jerries
—acotó Tim—. Ése es un Fokker.
—¿Cómo lo sabe?
—
I know, lad. I know
.
—Tim sabe distinguirlos —explicó Afonso—. Estuvo en el Royal Flying Corps y conoce todos los aeroplanos. Si Tim dice que ése es un Fokker, amigo Zanahoria, es porque se trata, efectivamente, de un Fokker.
El monoplano volaba alto, como si quisiese pasar inadvertido. De repente, y de forma inesperada, alteró su comportamiento. El avión avanzó en picado hacia las líneas portuguesas, sobre Fauquissart, dando la impresión de que iba a abrir fuego.
—Va a lanzar una calabaza —exclamó Pinto.
Sin embargo, no lanzaron ninguna bomba. Ya cerca del suelo, se enderezó y sobrevoló las posiciones del CEP en el sentido norte-sur a baja altura. Las Vickers y las Lewis comenzaron a matraquear, intentando alcanzar al aparato, pero el Fokker ganó altura en cuanto cruzó Ferme du Bois, más al fondo. Subió, hizo una pirueta y volvió a descender sobre las posiciones portuguesas, esta vez en el sentido inverso, de sur a norte, aunque no disparase un solo tiro: se encontraba evidentemente en misión de observación. Un segundo aparato irrumpió en ese momento sobre las líneas, ahora proveniente del lado aliado.
—Uno de los nuestros —comentó Pinto con satisfacción.
—¿Qué aeroplano es? —quiso saber Afonso, mirando al teniente británico.
—Un Sopwith Camel —identificó Tim, con los ojos fijos en el cielo.
—¿Un camello?
—
Right ho
—sonrió el inglés—. ¿Ve el formato de la carlinga del aeroplano? Para algunos se parece a una joroba, aunque yo no llego a verla. De cualquier modo, por eso lo llaman
camel
.
Los tres oficiales y el ordenanza se quedaron pegados al suelo, expectantes acerca de lo que podría pasar. Los combates aéreos eran altamente apreciados en las trincheras y los consideraban el espectáculo más emocionante de la guerra. En vez de la muerte impersonal e industrial en medio del barro, con masas de soldados cayendo acribillados o destrozados por granadas y bombas que lanzaban enemigos invisibles y distantes, los enfrentamientos en el aire estaban rodeados de un aura romántica, los pilotos eran los modernos caballeros del cielo, duchos en galanteos caballerescos y elegantes actos de nobleza, sus embates aéreos se transformaban en emocionantes duelos entre las nubes, uno contra el otro, arrojo contra arrojo, pericia contra pericia, un vencedor y un vencido.
Las trincheras se agitaron por anticipado, se veían índices apuntados hacia arriba, soldados y oficiales se llamaron unos a otros, más hombres abandonaron los refugios y se reunieron con los que continuaban inmóviles esperando el duelo. Pero un «¡oooh!» decepcionado recorrió las líneas cuando el avión alemán dio media vuelta y huyó hacia sus posiciones, eludiendo el combate. El Sopwith Camel lo siguió persiguiendo durante unos minutos, pero volvió atrás y se quedó patrullando los cielos sobre Ferme du Bois, Neuve Chapelle y Fauquissart.
—Los
jerries
les tienen miedo a los Sopwith Camel —comentó Tim con una sonrisa orgullosa.
—¿Por qué?
—El Sopwith Camel es un aeroplano muy bueno —dijo—. Pero atención: no es para cualquiera. Es difícil de pilotar, suele… ¿cómo se dice?…
Spin out of control
…
—¿Quedar fuera de control?
—
Yes
, se queda
out of control
en los…
tight turns
?
—Curvas cerradas.
—
Right ho
—confirmó el inglés—. Muchos aviadores poco experimentados han muerto en estos aeroplanos. Pero los buenos pilotos opinan que el Sopwith Camel es el mejor aeroplano que existe. Es muy ágil y sube a gran velocidad. Por eso los pilotan los grandes ases del Royal Flying Corps. Los
jerries
lo saben. De ahí que les dé miedo y huyan.
Cuando ya nadie esperaba más novedades, apareció en el sector de Bois du Biez, en las líneas alemanas, un segundo avión. Los hombres del CEP, muchos de los cuales ya se habían desmovilizado, retomaron su actitud de observadores del gran espectáculo, seguros ahora de que el combate era inevitable.
—
Oh, blast it
! Éste es un Albatros D-type —exclamó Tim, refiriéndose al nuevo aparato alemán.
—¿Y?
—Es el mejor aeroplano
jerry
. Vuela a ciento setenta kilómetros por hora, tiene una excelente velocidad de ascenso y está equipado con dos ametralladoras sincronizadas.
—¿Qué es eso?
—¿Ametralladoras sincronizadas?
Well
, el sincronismo es un mecanismo que permite a los pilotos disparar las ametralladoras mediante el… ¿
propeller
?
—Hélice.
—
Right ho
. Dispara mediante el… hélice, sin afectar a las aspas del hélice.
—De la hélice.
—
Sorry
. De la hélice. La hélice está conectada al gatillo de la ametralladora de una forma que le impide disparar siempre que un aspa queda frente al cañón de la ametralladora, con lo que evita que los tiros destruyan el aspa. En el caso de este aeroplano, no tiene sólo una, sino dos ametralladoras sincronizadas con los movimientos de la hélice.
—¿El aeroplano inglés no tiene esas ametralladoras?
—Claro que las tiene.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—
None whatsoever
—dijo Tim—. Ésos son los mejores aeroplanos de los dos lados. Va a ser
a jolly good fight
.
El Albatros alemán viró en dirección al Sopwith Camel. La confrontación parecía inminente, pero el avión británico dio repentinamente media vuelta y, en clara actitud de fuga, comenzó a ganar altitud. Los oficiales y los soldados volvieron a suspirar de disgusto: en definitiva, se los privaría de aquel gran espectáculo.
—El gringo está escaqueándose —protestó Pinto.
—No entiendo —se sorprendió Afonso.
—El tipo se ha amilanado, ¿qué quieres?
El teniente inglés se quedó callado y su rostro se ruborizó de vergüenza al ver al Sopwith Camel en fuga. El aparato británico se escondió en una nube, pero el alemán no desistió y, siempre tras él, fue en su busca más arriba. Cuando el Albatros pasó por la nube, el Sopwith Camel salió disparado en su dirección, como si fuese a estrellarse contra el enemigo, se enderezó en el último instante, por encima del alemán, y lanzó una bomba. El Albatros estalló en pleno vuelo, acabó envuelto por las llamas y comenzó a caer. Un nuevo «¡oooh!», ahora emocionado, se elevó desde las trincheras. El avión atacado descendía velozmente en dirección al suelo, soltando una estela de humo negro, pero, cuando todos esperaban el impacto, el piloto alemán logró controlar el aparato y, a pesar de estar envuelto en lenguas de fuego, se curvó hacia el este e intentó llevarlo de nuevo hacia las líneas alemanas. Los hombres en las trincheras contuvieron la respiración, absortos en el esfuerzo titánico del piloto enemigo. Ya cerca del suelo, aún sobre las líneas aliadas, los soldados vieron que caía una figura del aparato humeante, como una bala disparada hacia abajo, cuyo trayecto se interrumpió abruptamente cuando se estrelló en el suelo. Enseguida el avión, ya sin piloto, inclinó la nariz, descendió con rapidez y embistió violentamente contra la tierra, dando vueltas y vueltas, era ahora una bola de fuego que se descoyuntaba, una masa ardiente que se despedazaba, un bloque de lava desparramándose por el suelo, incandescente. El silencio se abatió momentáneamente sobre las trincheras, los hombres estaban petrificados ante la escena. Cuando los restos en llamas del Albatros se inmovilizaron junto a las paredes de unas ruinas, se oyó una salva de aplausos desde las líneas portuguesas, eran los lanudos, no festejando la muerte del enemigo, sino homenajeándolo en su último vuelo de valiente.