La mujer del mayor, doña Odete, debía de ser tuberculosa, porque tosía tremendamente. Afonso, imbuido de un espíritu cristiano que había adquirido en el seminario, se multiplicaba en esfuerzos para ayudarla. Iba muchas veces a la farmacia situada en una esquina de la calle, con el rótulo por encima de las elegantes canterías de las puertas y ventanas de la fachada que anunciaba: LABORATORIO FRANCO. ESPECIALIDADES FARMACEÚTICAS. Allí recogía las medicinas que recetaba el médico. En una de las visitas a la farmacia reparó en la fotografía de un equipo de
football
pegada a la pared.
—¿Quiénes son? —le preguntó al empleado mientras esperaba que le preparasen la receta.
El hombre sonrió.
—Es el Grupo Sport Lisboa —dijo con orgullo—. Es el
team
en el que yo juego.
—¿Usted juega al
football
?
—Todos los domingos —exclamó, señalando enseguida al otro empleado de la farmacia—. Yo, Daniel y hasta el señor conde.
El conde era Pedro Franco, conde de Restelo y dueño del laboratorio Franco.
—¿Cómo se llama exactamente el equipo?
—Hombre, es el Sport Lisboa, ¿nunca ha oído hablar de él?
—No.
—Ya veo que no le gusta el
football
.
—Al contrario, me gusta mucho.
—¿Le gusta el
football
y nunca ha oído hablar del Sport Lisboa?
—Pues no.
—Caramba, hombre, usted anda un poco despistado.
—Ocurre que no soy de Lisboa, he llegado hace poco tiempo.
—Ah, vale —exclamó el empleado—. El Grupo Sport Lisboa nació en esta farmacia hace unos tres años. Es un
club
formado por chicos de la calle, los hermanos Catatau, los Carrillo y los Monteiro, toda gente que vive aquí y que se unió al grupo que era de la Casa Pia.
—¿Y juegan bien?
—¿Si jugamos bien? —El empleado se rio—. ¡Hombre, usted realmente está en la Luna! El año pasado quedamos en segundo lugar en el primer Campeonato de Lisboa. Segundo lugar, ¿ha oído? Por delante de nosotros sólo está el Carcavellos Club y detrás quedaron el Lisbon Cricket y el CIF de los hermanos Pinto Basto.
—¿Ah, sí? ¿Ustedes juegan con el Carcavellos Club? —preguntó Afonso, ahora genuinamente impresionado.
Ya en la época del Club Lisbonense, el Carcavellos Club era el equipo más temible que había, formado por ingleses del cable submarino. Si el
team
del empleado de la farmacia jugaba con el Carcavellos Club, razonó Afonso, debía de ser realmente bueno.
—Somos bicampeones de Lisboa —repitió el hombre con incontenible orgullo.
—¿Puedo ir a ver algún partido?
—Este domingo, si quiere. Vamos a enfrentarnos con el Cruz Negra en un
match
amistoso. El campeonato no comienza hasta el otoño.
—¿Y dónde es?
—Aquí al lado, en las Salésias, el campo que está al lado del cuartel. A las tres y media de la tarde.
Afonso no faltó al encuentro. Eran las tres de la tarde del domingo y ya había tomado asiento en las Salésias, un descampado rodeado de casas y que pertenecía a un cuartel de caballería. Las caballerizas estaban alineadas al fondo, y del otro lado se veía el Tajo deslizándose perezosamente hacia el mar. Había ya una pequeña multitud aglomerándose en torno al campo de tierra apisonada, observando a algunos jugadores que se entrenaban junto a porterías improvisadas. Unos vestían camisetas verdes con una cruz negra bordada al pecho, otros llevaban camisetas rojas y calzones blancos, entre ellos los dos empleados del laboratorio Franco. A Afonso le resultó fácil entender que los primeros pertenecían al Cruz Negra y los segundos al Grupo Sport Lisboa. Al cabo de media hora, un hombre con pantalones, corbata y chaleco llamó a los
captains
de los dos equipos y los tres eligieron el campo y la pelota. Era el
referee
.
El
match
comenzó instantes más tarde, deslumbrante. La multitud se animó, gritando «aaaaah» cada vez que había un gol. Por la diferencia de intensidad de los clamores cuando el triunfo se producía en una portería o en otra, Afonso entendió que el Sport Lisboa absorbía la mayor parte de la simpatía de los espectadores domingueros. En cierto momento, un jugador del Cruz Negra cayó cerca de la meta del Sport Lisboa y el
referee
sentenció
penalty
. Algunos espectadores no se resignaron y entraron en el campo corriendo para pedirle explicaciones al árbitro, con tal exaltación que los propios jugadores tuvieron que proteger al hombre. Cuando se restableció la calma, un atleta del Cruz Negra disparó el
penalty
e hizo
goal
. Los espectadores reaccionaron con frialdad, en vez del «aaaaah» excitado se oyó un «oooooh» de disgusto. El partido se reanudó y, en un determinado momento, la pelota salió del campo. Uno de los espectadores la recogió e intentó huir. Dos jugadores de rojo salieron corriendo tras él y lograron recuperar el balón. El juego siguió y, poco después, un estallido de alegría señaló la igualdad restablecida por el Sport Lisboa. Los rojos acabaron ganando el
match
por 3-1 y la multitud, satisfecha, se dispersó.
Afonso se quedó un rato más viendo a los jugadores desnudarse en un rincón del campo y lavarse en barreños. Un chiquillo iba con un cubo a buscar agua a un pozo y la echaba sobre los atletas. El joven espectador sonrió ante el espectáculo y se fue serenamente de las Salésias, de vuelta a casa y a los ejercicios de álgebra superior.
Durante dos meses, ésta fue la vida de Afonso. A lo largo de la semana, estudiaba con los profesores particulares pagados por doña Isilda, y el domingo iba a ver brillar al Grupo Sport Lisboa en las Salésias, en Alcântara o en el Lisbon Cricket Club. Llegó incluso a participar en algunos entrenamientos, cuando faltaban jugadores para completar dos equipos, pero carecía del talento y la preparación física para seguir el ritmo de los titulares. Esta vida duró hasta principios de agosto, momento de ir a la Academia Politécnica a hacer las pruebas.
En los exámenes le fue bien y, en pocos días, Afonso tuvo en su mano los cinco certificados que necesitaba. El mayor Augusto Casimiro lo llevó a la Escuela del Ejército, ubicada en el sitio de la Bemposta, o Paço da Rainha, donde entregó todos los documentos y certificados exigidos y pagó los más de 5000 réis de matrícula para entrar en infantería. Afonso, además, tuvo que hacer varios ejercicios físicos como prueba de su aptitud para afrontar los rigores de los entrenamientos militares, prueba que superó con sorprendente facilidad. Se impuso su porte atlético, entre otras cosas porque su frecuente participación en los entrenamientos del Sport Lisboa lo había dejado en buena forma. El mayor Casimiro llegó incluso a hablar con el general Sousa Telles para facilitar discretamente las cosas, toda vez que había más candidatos que vacantes, pero la cuña acabó revelándose innecesaria. El 31 de agosto se fijó la lista de los candidatos seleccionados en el vestíbulo de la Escuela; Afonso vio su nombre incluido. Sintió que se liberaba del peso que llevaba sobre los hombros y una bocanada de aire puro le llenó los pulmones. Sabía que un fracaso tendría consecuencias penosas en su vida, por lo que fue un gran alivio verse matriculado en la Escuela del Ejército.
Las clases no comenzaban hasta el otoño, por lo que Afonso fue a descansar durante septiembre en Carrachana. Advertida de la presencia del muchacho, doña Isilda mantuvo a Carolina encerrada a cal y canto en casa. La viuda argumentaba que los acuerdos eran para cumplirse: no quería amoríos mientras el pretendiente no aprobase la carrera militar que le abriría las puertas de la oficialidad, no fuese a pasar que el diablo actuase y la muchacha apareciera preñada. Pero doña Isilda no eludió sus responsabilidades de protectora y financió la confección, en la sastrería de Ulpio Brazão, del uniforme de primer sargento cadete para Afonso, un uniforme obligatorio para todos los jóvenes que asistían a la Escuela del Ejército.
Afonso regresó a Lisboa el jueves 24 de octubre. Se presentó en la secretaría de la escuela y prestó, días después, el juramento de fidelidad, requisito imprescindible para poder servir en los cuerpos del Ejército. A partir de ese instante, quedaba integrado en la Escuela del Ejército y, detalle extraño para quien estaba obligado a pagar matrícula, comenzó a percibir un sueldo de trescientos réis por día.
Un sargento los condujo, a él y a unos cuantos más que se habían presentado también ese día, hasta la parada del internado de la escuela, una gran plaza de tierra apisonada rodeada de edificios de color rosa claro y de dos pisos. Había grandes olmos que se alzaban al fondo más allá del muro, la bandera azul y blanca de Portugal izada en un mástil; en otro, el estandarte de la Escuela del Ejército, las armas portuguesas en cada rincón circundadas por dos ramas de laurel. Los llevaron hasta el edificio central del ala izquierda y, cuando Afonso entró, se dio cuenta de que, más que un dormitorio, aquél era un verdadero almacén de cadetes. Había literas a la izquierda y a la derecha en un espacio amplio y sin compartimientos, unas cincuenta literas a cada lado, cien en total, sábanas blancas sobre una madera ordinaria, nada que sorprendiese al mozo de Carrachana, habituado a cosas peores en la cama de latón que compartió durante años con sus hermanos. El sargento les indicó sus camas, les dio las llaves de los cofres y ordenó que se quitasen la ropa de paisano y comenzasen a usar, a partir de ese momento, sólo el uniforme reglamentario.
Afonso se quitó la ropa junto al cofre, con los pies sobre el suelo frío de baldosas, y se puso el uniforme que sólo había usado una vez, al probárselo en la sastrería de Rio Maior: primero los pantalones grises y la camiseta; después se calzó los zapatos y, por fin, se puso la perla del uniforme, el dolmán. Era una vistosa chaqueta azul, abrochada verticalmente en medio del pecho con seis botones de metal amarillo, las solapas levemente redondeadas por delante, la gola rojo vivo con el emblema dorado de la Escuela, la divisa de primer sargento bordada en escarlata en las mangas y una bandolera blanca que le cruzaba el pecho y sostenía una canana a la altura de la cadera. En la cabeza, el birrete azul. Cuando todos terminaron de ponerse el uniforme, el sargento los condujo fuera del dormitorio hasta la parada y les enseñó los movimientos que tendrían que efectuar diariamente durante la ceremonia de formación del almuerzo. Después, los cadetes le entregaron al sargento sus platos y cubiertos, debidamente numerados, para que fuesen llevados al comedor. El plato y los cubiertos de Afonso estaban marcados con el número 190, y a los cadetes se los informó del lugar que tendrían que ocupar en el comedor.
La ceremonia comenzó a las doce y media. El sargento apareció poco antes en la parada y mandó a los cadetes que se cuadrasen. Afonso y los restantes novatos se quedaron en uno de los extremos. A las doce en punto, el comandante del cuerpo de alumnos salió de su despacho y entró en la parada. Era el coronel Leitão de Barros, un sexagenario barrigón, con el pelo canoso echado hacia atrás, un bigote espeso y puntiagudo y pronunciados arcos superciliares. El comandante se colocó frente a los cadetes cuadrándose e hizo una seña al sargento.
—¡Derecha, volver! —gritó el sargento.
Los cadetes giraron hacia la derecha y Afonso, atento al movimiento, los siguió. Se cuadraron, vueltos hacia las banderas y los olmos que se alzaban más allá del muro.
—¡Ordinario, march! —volvió a gritar el sargento con un vozarrón que llenaba la parada.
Un puñado de hombres de la charanga del Ejército comenzó a tocar, mientras los cadetes marchaban a paso militar, circulando alrededor de la parada hasta volver al punto de partida. Todo aquello era una novedad para Afonso, que se divertía al verse en aquella situación. El sargento dio la orden que anunciaba el final de la ceremonia y los cadetes rompieron filas y corrieron rápidamente hacia el edifico que tenían detrás, exactamente en el lado de la parada opuesto a los dormitorios. Afonso entró en el gran salón y vio dos enormes mesas en fila de cada lado: era el comedor. Los cadetes se dirigieron a las mesas y aguardaron de pie detrás de las sillas. El coronel Leitão de Barros entró en el comedor y, en ese instante, el sargento volvió a gritar una orden.
—¡Atención, cuádrense!
Todos adoptaron una posición muy rígida.
—Mi coronel, ¿me permite que dé la orden para sentarse? —preguntó el sargento en voz baja.
—Sí, señor, dé la orden.
El sargento obedeció y los cadetes ocuparon sus lugares. Afonso reconoció el número 190 marcado en el plato y en los cubiertos que tenía enfrente y no pudo dejar de admirar aquel rasgo de la organización militar. El rancho se sirvió de inmediato. Los camareros llevaron cordero guisado con patatas, agua y vino tinto. No estaba mal preparado, lo que dejó a Afonso sorprendido. De postre, café con leche y pan.
Duró pocos días esta fase de adaptación. El curso lectivo comenzaba el 30 de octubre y se preveía un gran acontecimiento. Su Majestad, el rey don Carlos, vendría a presidir la sesión pública de la solemne inauguración, por lo que la Escuela del Ejército se esmeró para ocasión tan señalada. Afonso nunca había visto a Su Alteza Real en carne y hueso y ardía de curiosidad por observar por primera vez al monarca, el hombre más importante del país, aquel que tenía poder de vida o de muerte sobre todos y cada uno.
La mañana del gran día, los cadetes formaron en cuatro compañías frente al portón de entrada de la escuela, en el Paço da Rainha, con el muro de la parada a la derecha. La banda de música de infantería se encontraba junto al batallón, mientras una compañía de la Infantería 16 formaba la guardia de honor, también con una banda de música. Se había instalado una batería de seis piezas de la Artillería 1 en el campo de ejercicios de la escuela, preparada para las salvas de rigor. La espera fue larga, con el coronel Leitão de Barros y los sargentos que inspeccionaban repetidas veces a los cadetes. El nerviosismo estaba patente en cada uno.
Hacia las diez de la mañana, la caballería irrumpió con gran aparato por la Rua Gomes Freire e invadió el Paço da Rainha, anunciando la llegada del Rey. Un automóvil negro apareció enseguida y estacionó frente al palacio de la Bemposta. Todos se habían cuadrado. Afonso nunca había visto un coche tan grande; sin duda, tenía capacidad para que se instalasen en él cinco personas. Las dos bandas comenzaron a tocar con estruendo, se extendió de inmediato una alfombra roja en la acera, el general Sousa Telles salió de la escuela e hizo la venia ante el automóvil; tenía al coronel Leitão de Barros al lado. Todos vestían el uniforme de gala. Las piezas de artillería dispararon las salvas de rigor. Se abrió la puerta del automóvil y se irguió una silueta, los oficiales se inclinaron en una reverencia y don Carlos puso sus pies en la acera. Era un hombre gordo envuelto en su uniforme engalanado, con un bigote rubio que adornaba su rostro mofletudo. Se oyeron aplausos y el Rey dirigió un gesto de beneplácito a la acera opuesta con una sonrisa forzada, saludando a las mujeres de los oficiales que se aglomeraban en la calle y en los balcones exhibiendo sus mejores vestidos domingueros y con sombrillas de estilo parisiense en la mano, meros adornos en aquel día gris. Se abrieron pasillos entre la guardia de honor y don Carlos entró en la Escuela del Ejército. El general Sousa Telles seguía a su lado indicándole el camino, y el resto del séquito a la zaga.