—¿Y qué cantidad de la siembra de primavera ha resultado afectada? —preguntó fríamente Vishnayev.
—Aproximadamente, las cuatro quintas partes, camaradas. Las sesenta toneladas del producto sobrante del año pasado estaban en perfectas condiciones. Las doscientas ochenta toneladas del nuevo compuesto fueron afectadas por el mal funcionamiento de la válvula.
—¿Y toda la sustancia tóxica fue mezclada con la simiente, y sembrada ésta?
—Sí, camarada.
Dos minutos más tarde, fue despedido el profesor, que habría de retirarse a la vida privada y al olvido. Vishnayev se volvió a Komarov.
—Disculpe mi ignorancia, camarada, pero cualquiera diría que tenía usted cierto conocimiento previo de este asunto. ¿Qué ha sido, pues, del funcionario que armó todo este... follón?
En realidad, empleó una cruda expresión rusa, relativa de un montón de excrementos de perro sobre el pavimento.
Ivanenko intervino:
—Está en nuestras manos —dijo—. Junto con el químico analista que desertó de su trabajo, el hombre del almacén, que sólo se distingue por su casi nula inteligencia, y el equipo de mantenimiento de las máquinas, que sostiene que pidió y recibió instrucciones por escrito de interrumpir su trabajo cuando aún no estaba terminado.
—¿Ha hablado el funcionario? —preguntó Vishnayev. Ivanenko evocó la imagen mental del hombre destrozado en los sótanos de la Lubianka.
—Por los codos —respondió—. ¿Es un saboteador, un agente fascista?
—No —contestó Ivanenko, suspirando—. No es más que un idiota; un ambicioso apparatchik que quiso excederse en el cumplimiento de sus órdenes. Puede usted creerme. Ahora conocemos todos los recovecos de su cráneo.
—Una última pregunta, sólo para que todos sepamos con seguridad las dimensiones de este caso. —Vishnayev se volvió hacia el afligido Komarov.— Ya sabemos que sólo salvaremos cincuenta millones de toneladas de los cien millones previstos para el trigo de invierno. ¿Cuántas obtendremos el próximo octubre del trigo de primavera?
Komarov miró a Rudin, que asintió imperceptiblemente con la cabeza.
—De los ciento cuarenta millones de toneladas fijados como objetivo de producción de trigo sembrado en primavera y de otros granos, sólo podemos esperar, lógicamente, cincuenta millones de toneladas —informó, pausadamente.
Los reunidos se quedaron pasmados de espanto.
—Esto significa que el rendimiento total de ambas cosechas será de cien millones de toneladas —jadeó Petrov—. Un déficit nacional de ciento cuarenta millones de toneladas. Podríamos soportar un déficit de cincuenta, incluso de setenta millones de toneladas. Lo hicimos con anterioridad; soportamos la escasez y compramos lo que pudimos a otros países. Pero esto...
Rudin levantó la sesión.
—Este es el problema más grande con que jamás nos hemos enfrentado, incluido el imperialismo chino y americano. Propongo un aplazamiento y que todos busquemos por separado una solución. Inútil decir que esto no debe salir de los que estamos aquí presentes. La próxima reunión será dentro de una semana.
Al ponerse en pie los trece miembros del Politburó y los cuatro auxiliares de detrás de la cabecera de la mesa, Petrov se volvió hacia el impasible Ivanenko.
—Esto no significa una escasez —murmuró—; esto significa el hambre.
Los miembros del Politburó soviético regresaron a sus automóviles «Zil» conducidos por chóferes, tratando todavía de asimilar la idea de que un vulgar profesor de agronomía acababa de colocar una bomba de espoleta retardada a los pies de una de las dos superpotencias de la Tierra.
Una semana después, Adam Munro, sentado en la platea del «Teatro Bolshoi», en la Karl Marx Prospekt, no pensaba en la guerra, sino en el amor; y no por la entusiasmada secretaria de Embajada que se sentaba a su lado y que le había convencido de que la llevase al ballet.
El no era muy aficionado al ballet, aunque reconocía que le gustaba alguna de su música. En cambio, la gracia de los
entrechats
y
fouettes
, o como los llamaba él, las cabriolas, le dejaban frío. Durante el segundo acto de Gisélle, que era lo que representaban aquella noche, sus pensamientos volvieron a Berlín.
Había sido algo maravilloso, el gran amor de su vida. El tenía entonces veinticuatro años, casi veinticinco, y ella, diecinueve, y era morena y adorable. Debido al trabajo de ella, habían tenido que guardar sus amores en secreto, encontrándose furtivamente en calles oscuras, para que él pudiese recogerla en su coche y llevarla a su pisito del extremo occidental de Charlottenburg, sin que nadie les viese. Se habían amado y habían hablado, y ella le había preparado cenas, y se habían amado de nuevo.
Al principio, el carácter clandestino de sus amores, a semejanza de los casados que se esconden del mundo y de los conocidos de uno y otro cónyuge, había añadido sabor y pimienta a sus relaciones. Pero en el verano del 61, cuando los bosques de Berlín resplandecían de hojas y flores, cuando todo el mundo remaba en los lagos y nadaba en las playas, sintieron congoja y frustración. Entonces, él le había propuesto el matrimonio, y ella había estado a punto de acceder. Sin duda lo habría hecho, de no haber surgido el Muro. Este quedó terminado el 14 de agosto de 1961, pero, durante la última semana, se evidenció que subía a toda prisa.
Entonces, ella tomó su decisión, y se amaron por última vez. Ella no podía —le dijo— abandonar a sus padres a su suerte; no podía consentir que fuesen perseguidos, que su padre perdiese su seguro empleo, y su madre, el querido apartamento con el que había soñado durante años, en los tiempos difíciles. No podía destruir las posibilidades de educación y las buenas perspectivas de su hermano pequeño; y, por último, no podía soportar la idea de no volver a ver su amada tierra.
Por consiguiente, se marchó, y él la observó desde la sombra al pasar de nuevo ella al Este por el último sector por terminar del Muro, triste, solitaria y con el corazón hecho pedazos y hermosa, muy hermosa.
No había vuelto a verla, ni había hablado nunca a nadie de ella, conservando su recuerdo con reserva típicamente escocesa. Nunca había revelado que había amado y seguía amando a una muchacha rusa llamada Valentina, que había sido taquimecanógrafa de la Delegación soviética en la Conferencia de las Cuatro Potencias en Berlín. Aquel amor, como sabía muy bien, era contrario a todas las normas.
Después de Valentina, Berlín había perdido todo su atractivo. Un año más tarde, Munro fue trasladado por «Reuter» a París, y dos años después, hallándose de nuevo en Londres, en la oficina central de Fleet Street, un paisano al que había conocido en Berlín, el cual había trabajado en el Cuartel General británico sito en el viejo estadio olímpico de Hitler, le había buscado y mostrado deseos de reanudar su antigua relación. Habían cenado juntos, y un tercer hombre se había reunido con ellos. Entonces, el conocido del estadio se había excusado y se había marchado mientras tomaban el café. El recién llegado se había mostrado amigable y despreocupado. Sólo después de la segunda copa de coñac había ido a lo que le interesaba.
—Algunos de mis asociados en «la Empresa» —dijo, con una timidez que le desarmó— pensaron que tal vez querría hacernos un pequeño favor.
Era la primera vez que oía la expresión «la Empresa». Más tarde aprendería la terminología. Entre los de la alianza angloamericana de servicios de información, una alianza extraña y recelosa, pero en definitiva vital, el SIS era llamado siempre «la Empresa». Para sus agentes los de la rama de contraespionaje, o sea, el MI5, eran «los colegas». La CIA de Langley, Virginia, era «la Compañía», y su personal, «los primos». En el bando contrario, trabajaba «la Oposición», cuyo Cuartel General estaba en el número 2 de la plaza de Dzerzhinsky, en Moscú, llamado así en honor del fundador de la vieja Cheka, Feliks Dzerzhinsky, jefe de la Policía secreta de Lenin. Este edificio sería siempre conocido como «el Centro», y el territorio al este del telón de acero, como «el Bloque».
Aquella reunión en el restaurante londinense había tenido lugar en diciembre de 1964, y la proposición, confirmada más tarde en un pisito de Chelsea, era una «pequeña excursión al Bloque». La hizo en la primavera de 1965, con el pretexto de asistir a la feria de Leipzig, en la Alemania del Este. Una excursión nada agradable.
Salió de Leipzig a la hora debida y se dirigió al lugar de la cita en Dresde, junto al museo Albertinium. El paquete que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta le pesaba como cinco biblias, y tenía la impresión de que todo el mundo le miraba. El oficial del Ejército alemán oriental, que sabia dónde estaban instalando los rusos sus cohetes tácticos, en las laderas sajonas, compareció con media hora de retraso, momento en que sin duda dos policías del pueblo estaban ya observando a Munro. Sin embargo, se realizó sin ningún tropiezo el intercambio de paquetes, en algún lugar resguardado por los arbustos del parque cercano. Entonces volvió a su coche y arrancó en dirección Sudoeste, hacia la encrucijada de Cera y la frontera bávara. En las afueras de Dresde, un conductor local le embistió por la parte delantera izquierda de su automóvil, a pesar de que Munro tenía preferencia. Ni siquiera había tenido tiempo de trasladar el paquete al escondite preparado entre el portaequipajes y el asiento posterior, todavía seguía en el bolsillo del pecho de su chaqueta de verano.
Tuvo que pasar dos angustiosas horas en una comisaría de Policía local, temiendo a cada instante oír la orden: «Vuelva los bolsillos del revés, por favor, Mein Herr. Pero, en definitiva, le dejaron marchar. Entonces se descargó la batería, y cuatro policías del pueblo tuvieron que empujarle.
La rueda delantera izquierda chirriaba, debido a un cojinete roto dentro del cubo, y le sugirieron que pasara una noche allí mientras lo reparaban. Pero él dijo que su visado terminaba a medianoche —lo cual era veradad— y reanudó el viaje. Llegó al puesto fronterizo del río Saale, entre Plauen, en Alemania Oriental, y Hof, en el Oeste, diez minutos antes de medianoche, después de haber rodado a poco mas de treinta kilómetros por hora durante todo el trayecto, rasgando el aire nocturno con el chirrido de una rueda delantera. Cuando pasó entre los guardias bávaros del otro lado, estaba empapado de sudor.
Un año más tarde, abandonó la « Reuter» y siguió el consejo de presentarse a exámenes para el servicio civil, a pesar de su avanzada edad. Tenía veintinueve años.
Estos exámenes son obligatorios para cualquiera que trate de ingresar en el servicio civil. Basándose en los resultados, el Tesoro tiene preferencia para escoger la flor y nata, lo cual permite al Departamento burlar a la economía británica con impecables referencias académicas. El Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth era el segundo en elegir y, como la calificación de Munro había sido excelente, nada le costó a éste ingresar en el servicio exterior, en el que suelen disimularse los agentes de «la Empresa».
En dieciséis años se había especializado en asuntos de espionaje económico y de la Unión Soviética, aunque nunca habla estado en ella. Desempeñó puestos en Turquía, Austria y México. Se había casado en 1967, cuando acababa de cumplir los treinta y un años. Pero después de la luna de miel, había resultado ser una unión cada vez con menos amor, una equivocación, terminada discretamente seis años más tarde Desde entonces había tenido amoríos, desde luego, bien conocidos por «la Empresa», pero había permanecido célibe.
Cierto es que había tenido un solo amor que no había mencionado a «la Empresa» y que, si hubiese llegado a conocerse, así como, su ocultación del mismo, le habría valido la expulsión fulminante. Al ingresar en el servicio había escrito, como cada quisque, un relato completo de su vida, seguido de un examen oral por un oficial antiguo.
Este procedimiento se repite cada cinco años de servicio. Entre las materias de interés están, inevitablemente, las relaciones afectivas o sociales con personas de allende el telón de acero o, en realidad, de cualquier parte.
La primera vez que le preguntaron, algo se rebeló en su interior, como aquella vez en el olivar de Chipre. Él sabía que era fiel, que nunca se dejaría sobornar por causa de Valentina, aunque la Oposición conociese sus antiguas relaciones, lo cual estaba seguro de que ésta ignoraba. Si alguien intentaba hacerle chantaje con ello, lo confesaría y dimitiría, pero nunca lo reconocería por propia iniciativa. No quería que los otros agentes, y menos los empleados de oficina, metiesen las narices en sus más íntimos sentimientos. Sólo él mandaba en sí mismo. Por consiguiente, respondió «no» a la pregunta y quebrantó las normas. Habiendo mentido una vez, tuvo que aferrarse a su mentira. La repitió tres veces en dieciséis años. Y nada había ocurrido por ello, ni ocurriría jamás. Estaba seguro. Su amor era un secreto, muerto y enterrado. Y siempre lo sería.
Si hubiese estado menos absorto en sus recuerdos, y dado que el ballet no le pasmaba como a la chica que tenía al lado, quizás habría observado algo. Desde un palco alto de la izquierda del teatro, alguien le estaba observando. Y antes de que se encendiesen las luces para el entreacto, el observador desapareció.
Los trece hombres reunidos al día siguiente en el Kremlin, alrededor de la mesa del Politburó, estaban mudos y alerta, presintiendo que el informe del profesor de agronomía podía provocar una lucha interna como no se había visto desde la caída de Kruschev.
Como de costumbre, Rudin observaba a todos a través de la espiral de humo de su cigarrillo. Petrov, de las Organizaciones del Partido, ocupaba su habitual sitio a la izquierda del presidente, e Ivanenko, de la KGB, se sentaba a continuación. Rykov, de Asuntos Exteriores, hojeaba sus papeles, y Vishnayev, el teórico, y Kerensky, del Ejército rojo, guardaban un silencio sepulcral. Rudin observó a los otros siete, calculando cómo reaccionarían si se producía una contienda.
Estaban los tres no rusos: Vitautas, báltico de Vilna, Lituania; Chavadze, georgiano, de Tiflis, y Mujamed, tadjiquistaní, oriental y musulmán de nacimiento. Su presencia era una concesión a las minorías, pero, en realidad, cada uno de ellos había pagado por estar allí. Rudin sabía que todos estaban completamente rusificados; el precio había sido alto, más alto que el que cualquier gran ruso tendría que pagar. Todos habían sido primeros secretarios del partido en sus respectivas Repúblicas, y dos lo eran todavía. Todos habían dirigido programas de fuerte represión contra sus paisanos, aplastando a los disidentes, nacionalistas, poetas, escritores, artistas, intelectuales y trabajadores, que se habían mostrado remisos en la total aceptación del dominio de la Gran Rusia sobre ellos. Por esto no podían volver a sus países sin la protección de Moscú y estaban dispuestos, llegado el caso, a alistarse con la facción que les garantizase su supervivencia, es decir, con la que tuviese las de ganar. A Rudin le incomodaba la perspectiva de una lucha de facciones, pero no había dejado de pensar en ella desde el día en que había leído el informe del profesor Yakolev en la intimidad de su despacho.