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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (29 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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En primer lugar, tendría que retirar la sábana que lo envolvía por completo. Era grande, y tuvo que emprender el doloroso proceso de dar vueltas al cadáver varias veces hasta conseguir que quedase libre del todo. Después cogió la vela y la alzó con la mano izquierda para estudiar el cuerpo muerto que tenía ante sí. ¡Y de pronto, todas las diferencias entre la vida y la muerte se manifestaron con tremenda claridad!

El rostro carecía de expresión; la boca estaba semiabierta, y la piel aparecía con tonos verdosos a causa de la gangrena. Había sido un hombre poderosamente constituido, de mediana edad. Por lo visto, había muerto de una puñalada en el pecho. Su primer sentimiento fue de piedad hacia el infortunado. Pero luego sintió perplejidad. ¿Por dónde debía comenzar? Alzó el brazo del muerto que tenía más cerca y sintió un frío desconocido para él que lo hizo estremecer. No era más frío que otras cosas, pero sí diferente. Era un frío lleno de contenido emocional, un frío duro, no de la piel sino de los músculos. La piel estaba blanda, como terciopelo. Sintió una leve repugnancia, como si una mano de hierro estuviera apretándole el estómago. De pronto, acudieron a su mente recuerdos de todos los brazos y manos tibios que había tocado en su vida. ¡Y se retiró!

Pasó mucho tiempo antes de que le fuera posible recoger el cuchillo del suelo, recordar cuanto había leído sobre el cuerpo humano y las ilustraciones que había visto sobre el mismo. Se inclinó sobre el cadáver, helado él también y respirando agitadamente. Luego bajó el cuchillo y practicó su primera incisión, desde el hueso del pecho hasta el empeine. Pero no había ejercido suficiente presión. La piel era sorprendentemente dura.

Repitió la operación. Esta vez puso más fuerza en su mano y encontró que la sustancia bajo la piel era blanda. La piel se abrió unos cinco centímetros. Se preguntó: «
¿Dónde estará la sangre?
», porque ésta no corría. Sintió que se acrecentaba aquella impresión de frío y muerte. Y vio la grasa, blanda, de un color amarillo intenso. Sabía lo que era aquello, pues había visto despiezar animales en los mercados… Hizo un tajo más profundo para llegar a los músculos, que eran de un color distinto a la piel y la grasa, así como más difíciles de cortar. Y estudió las columnas de las fibras, coloreadas de un rojo oscuro. Cortó nuevamente y tropezó con el intestino.

El hedor se intensificaba. Sintió náuseas. Al primer tajo había echado mano de todas sus fuerzas para continuar; ahora todas las sensaciones le llegaron juntas: el frío, el miedo, el hedor, la reacción ante la muerte. Le repelía el carácter resbaladizo del tejido, la fluidez de la grasa entre sus manos, como de aceite. Sintió un enorme deseo de meterlas en agua caliente para lavarlas.

«
¿Qué haré ahora?
», se preguntó.

Tembló al escuchar su propia voz, que las paredes de piedra devolvieron tenuemente.

No corría peligro de que lo oyeran, pues a su espalda tenía el sólido muro tras el que estaba el jardín; a un lado, la capilla reservada para los responsos fúnebres; y al otro, el muro de la enfermería, de piedra, a través del cual no podía penetrar sonido alguno.

La cavidad que acababa de abrir con el cuchillo estaba oscura. Sujetó la bolsa de lona bajo un pie del cadáver y colocó la vela a la altura del cuerpo.

Todos sus sentidos parecieron despertar de pronto. Los intestinos, que ahora comenzaba a manipular, eran blandos, resbaladizos, movibles. Sintió una aguda punzada en los suyos, como si fueran ellos los apretados en sus manos. Tomó aquella masa, dividiéndola en partes y separándolas para poder mirar mejor. Vio una especie de culebra color gris pálido, transparente, larga, que se enroscaba en numerosas vueltas. Tenía un aspecto superficial de madreperla y brillaba porque estaba ligeramente húmeda, llena de algo que se movió y vació al tocarlo.

Su sensación inicial de repugnancia se trocó en excitación. Cogió el cuchillo y comenzó a cortar hacia arriba, desde el extremo inferior de la caja torácica. El cuchillo no era lo bastante fuerte. Probó con la tijera, pero carecía de ángulo a lo largo de las costillas y tuvo que atacarlas una a una. Los huesos eran duros. Era como cortar alambre.

De pronto, la luz de la vela comenzó a vacilar. ¡Tres horas ya! No podía creerlo. No obstante, no se atrevió a dejar de hacer caso al aviso. Puso la bolsa de lona y la vela en el suelo y recogió el sudario del rincón donde lo había colocado. El proceso de envolver el cadáver fue muchísimo más difícil, porque ya no podía ponerlo de lado, puesto que todas sus vísceras se habrían desparramado por el suelo.

El sudor lo cegaba y el corazón le latía de tal manera que temió despertar a todo el monasterio. Empleó los últimos restos de fuerza que le quedaban para levantar el cadáver de la mesa con un brazo, mientras colocaba la sábana debajo de él y alrededor las veces necesarias. Apenas le quedó un momento para asegurarse de que el cuerpo estaba tendido sobre los tablones, tal como lo había encontrado, y mirar al suelo por si había alguna gota de cera. Una vez hecho eso, la vela se apagó.

Volvió a su casa siguiendo una ruta distinta. Se detuvo una docena de veces, pues sentía unas náuseas tremendas y tuvo que apoyarse contra las paredes de los edificios. El hedor del cadáver persistía en su nariz cada vez que respiraba. Cuando llegó a su dormitorio, no se atrevió a hervir agua en los restos del fuego de la chimenea, pues le pareció que el ruido despertaría a la familia. Sin embargo, le era imposible quedarse con aquella sensación que le había producido la grasa en las manos. Buscó un pedazo de jabón de cocina y se lavó concienzudamente con él.

Su cuerpo estaba helado al meterse en la cama. Se arrimó a su hermano, pero ni siquiera el calor que despedía el cuerpo de Buonarroto consiguió calentarle. Tuvo que levantarse varias veces para vomitar en un balde.

Al día siguiente tuvo fiebre. Lucrezia le hizo un caldo de gallina, pero lo vomitaba en cuanto lo tomaba. La familia fue a su dormitorio para enterarse de lo que le pasaba. No podía desprenderse de aquel olor a muerto. Después de tranquilizar a Lucrezia diciéndole que no había sido su cena la causa de su descomposición, ella volvió a la cocina para hervirle unas hierbas.
Monna
Alessandra lo examinó en busca de manchas. Y al caer la tarde, pudo retener unos sorbos del té de hierbas.

A eso de las once de la noche se levantó, se vistió y se fue hacia Santo Spirito; caminaba con cierta dificultad, pues sus piernas se negaban a sostenerlo.

No había ningún cadáver en la morgue. Tampoco encontró ninguno la noche siguiente. Pero a la tercera había uno envuelto en su sudario blanco, sobre los tablones.

Este segundo cadáver era de un hombre de más edad. Tenía rastros de barba en el rostro, todavía enrojecido. La piel estaba tirante, y el fluido debajo de ella, duro como el mármol. Esta vez empleó el cuchillo con mayor seguridad. Abrió el abdomen con un limpio tajo y luego utilizó su mano izquierda para separar la caja torácica, que al quebrarse hizo un ruido como de madera.

Cogió la vela y la arrimó a las entrañas, pues aquella era su primera visión completa. Vio algo de un color rojo pálido y de sólido tejido, que según dedujo eran los pulmones. Aquella especie de red tenía una capa negra, lo que, según había oído, les ocurría a los trabajadores de la lana.

Apretó uno de los pulmones a modo de experimento. De la boca del cadáver salió una especie de siseo o silbido. Aterrado, dejó caer la vela. Por fortuna no se apagó. Una vez recobrada la calma, recogió la vela y se dio cuenta de que al apretar el pulmón había forzado el resto de aire, que encontró su lógica salida por la boca. Por primera vez comprendió lo que era respirar, porque pudo ver, sentir y oír la comunicación que existía entre los pulmones y la boca.

Después de separar a un lado el pulmón, observó una masa de color rojo oscuro. Debía de ser el corazón. Estaba cubierta por una brillante membrana. Tanteó y descubrió que todo aquel tejido estaba conectado a una masa que tenía la forma de una manzana y que se hallaba casi libre dentro del pecho, sujeta solamente a la parte superior de la pirámide.

«
¿La sacaré?
», se preguntó.

Vaciló un instante y luego cogió unas tijeras y cortó transversalmente la pirámide membranosa. Después tomó el cuchillo y la peló como si estuviera pelando un plátano. Ahora tenía en sus manos el corazón. Inesperadamente sintió un impacto emocional tan fuerte como si lo golpeara la maza de Hércules.

Si el alma y el corazón eran una sola cosa, ¿qué le habría ocurrido al alma de aquel infortunado cadáver ahora que él le había cortado el corazón?

Tan rápidamente como había llegado, se le fue el miedo. En su lugar experimentó una sensación de triunfo. ¡Tenía un corazón humano en las manos! Ahora sabía ya algo sobre el órgano más vital del cuerpo, cómo era, cómo lo sentía entre sus dedos. Lo abrió con el cuchillo y se quedó asombrado al comprobar que no tenía nada dentro. Lo devolvió a su cavidad y colocó de nuevo en su lugar la estructura de las costillas. Pero ahora ya sabía exactamente dónde latía el corazón.

No tenía la menor idea de cómo debía empezar a trabajar en aquella culebra de los intestinos. Cogió una parte y tiró. Durante un rato cedió fácilmente, alrededor de un metro. Luego empezó a sentir una mayor resistencia. La parte superior era más voluminosa: una especie de bolsa estaba adosada a ella. Dedujo que se trataba del estómago. Y tuvo que emplear el cuchillo para separarla.

Liberó alrededor de unos siete metros de intestino y tocó sus distintas partes, notando la diferencia de tamaño y contenido. Algunas contenían fluido; otras eran sólidas. Descubrió que se trataba de un canal continuo, sin abertura alguna desde el principio al fin. Para indagar sobre su aspecto interior, lo cortó con el cuchillo en varios puntos. El intestino inferior contenía residuos, cuyo hedor era terrible.

Esa noche había llevado una vela de cuatro horas, pero ya empezaba a vacilar. Introdujo las vísceras en la cavidad abdominal y con gran dificultad consiguió envolver nuevamente el cadáver en el sudario.

Corrió a la fuente de la Piazza Santo Spirito y se lavó concienzudamente las manos, pero no podía desprenderse de aquella sensación de suciedad en los dedos. Metió la cabeza en el agua helada, como para lavar la sensación de culpa. Se quedó un instante quieto, chorreándole el agua por los cabellos y la cara. Después se alejó corriendo hasta llegar a su casa. Se estremecía como poseído de fiebre.

Se sentía emocionalmente extenuado.

Despertó y vio que su padre estaba inclinado sobre él. En su rostro se advertía una expresión de disgusto.

—Levántate, Miguel Ángel —ordenó—. Es ya mediodía y Lucrezia está sirviendo el almuerzo. ¿Qué tontería es ésta de dormir hasta la hora de comer? ¿Adónde fuiste anoche?

Miguel Ángel lo miraba, sin responder. Al cabo de un rato dijo:

—Perdón, padre. No me siento bien.

Fue a la mesa. Le pareció que iba a sentirse bien. Pero cuando Lucrezia llegó con una fuente de guiso de carne, corrió de nuevo a su dormitorio y vomitó en el orinal.

Sin embargo, al llegar la noche, volvió a la morgue del monasterio.

Antes de cerrar con llave la puerta, le inundó el hedor de la putrefacción. Retiró la sábana que cubría el cadáver y vio que la pierna izquierda estaba de color marrón, con una secreción verdosa que salía por debajo de la piel. El miembro aparecía enormemente hinchado. El resto del cuerpo tenía un color gris ceniza y el rostro aparecía completamente hundido.

Comenzó a trabajar en el lugar donde se había detenido la noche anterior. Cortó directamente el intestino y lo fue desenvolviendo trozo a trozo. Lo colocó en el suelo y levantó la vela para examinar la cavidad. Allí estaban los órganos que había estado buscando: a la izquierda el bazo, y el hígado a la derecha. Reconoció este órgano por los animales que había visto despiezar en los mercados. A ambos lados, junto a la columna, estaban los riñones.

Los tomó cuidadosamente en sus manos y percibió que estaban conectados con la vejiga por pequeños tubos, como alambres. Luego volvió al hígado, cortó los ligamentos con la tijera y lo extrajo de su cavidad. Estudió atentamente su forma, manteniéndolo en sus manos cerca de la luz de la vela. Examinó la pequeña vejiga adosada al lado inferior y la abrió con el cuchillo. De ella salió un fluido color verde oscuro.

Acercó más la vela y vio algo que no había advertido hasta entonces: la cavidad abdominal estaba separada de la cavidad pectoral por un músculo que tenía forma de cúpula. En el centro del mismo había dos agujeros por los que pasaban unos tubos que conectaban el estómago con la boca. El segundo gran canal, a lo largo del espinazo, subía y se perdía en el pecho. Entonces comprendió que desde el pecho al abdomen había solamente dos medios de comunicación, uno de los cuales llevaba los alimentos y líquidos. El otro le intrigó. Levantó la estructura ósea del pecho, pero no pudo determinar qué función cumplía aquel medio de comunicación. ¡Y la vela comenzó a vacilar!

Mientras subía silenciosamente la escalera de su casa, descubrió a su padre, que lo esperaba en el rellano final.

—¿Dónde has estado? —preguntó severo—. ¿Qué es ese horrible hedor que traes? ¡Hueles a muerto!

Miguel Ángel murmuró una excusa, con los ojos bajos. Luego pasó al lado de su padre y se refugió en la seguridad de su dormitorio.

No le fue posible dormir.

«
¿No llegaré a acostumbrarme nunca a esto?
», se preguntó, desolado.

A la noche siguiente volvió a la morgue, pero no había cadáver. Experimentó una sensación de inminente peligro al observar que la parte del suelo donde había puesto el intestino la noche anterior había sido lavada y brillaba más que las piedras a su alrededor. Una gota de cera de la vela había quedado al pie de la mesa. Sin embargo, pensó que aunque hubiera sido advertida su sacrílega actividad, él se hallaba protegido por el voto de silencio del monasterio.

La noche siguiente encontró el cadáver de un muchacho de unos quince años que no mostraba señales externas de enfermedad. La piel pálida resultaba casi completamente blanca, blanda al tacto. Los ojos eran azules cuando levantó los párpados. Hasta en la muerte resultaba un niño atractivo.

Observó que todavía no tenía vello en el pecho y sintió hacia él una compasión más profunda que la que le habían inspirado los otros dos cadáveres.

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