Tenía sólo un momento para estudiar tres sarcófagos romanos colocados bajo las arcadas y dos estatuas restauradas de Marsyas, antes de que Bertoldo partiese hacia la gran escalinata que conducía a la capilla, con sus frescos de Gozzoli, de colores tan brillantes que Miguel Ángel no pudo reprimir una exclamación de asombro.
Luego, cuando Bertoldo le condujo de sala en sala, su cabeza comenzó a dar vueltas, como en un mareo, pues vio un verdadero bosque de esculturas y una gran galería de pinturas. No tenía suficientes ojos ni fuerza para ir de una obra a otra, o soportar tan enorme excitación emocional. Ningún artista italiano de calidad, desde Giotto hasta Nicola Pisano, faltaba en aquella presentación. Mármoles de Donatello y Desiderio da Settignano, de Luca della Robbia y Verrocchio, bronces de Bertoldo, pinturas colgadas en todas las salas: el San Pablo de Masaccio, la Batalla de San Romano, de Paolo Uccello, Lucha entre dragones y leones, la Crucifixión de Giotto; la
Madonna
de Fra Angelico, y la Adoración de los Reyes Magos; El nacimiento de Venus, Primavera, y la
Madonna
del Magnificat, de Botticelli… Además, se veían cuadros de Castagno, Filippo Lippi, Pollaiuolo y otros cien de Venecia y Brujas.
Llegaron al
studiolo
de Lorenzo, la última de una serie de hermosas salas en lo que se llamaba «
el noble piso del palacio
». No era un despacho, sino una pequeña sala-escritorio. Su bóveda había sido esculpida por Luca della Robbia. El escritorio de Lorenzo, contra la pared del fondo, estaba debajo de los estantes que contenían los tesoros de
Il Magnifico
: joyas, camafeos, pequeños bajorrelieves de mármol, antiguos manuscritos iluminados. Era una habitación íntima, dispuesta más para placer que para trabajo. Había en ella pequeñas mesas pintadas por Giotto y Van Eyck, antiguos bronces y un Hércules desnudo sobre la chimenea, pequeñas cabezas de bronce en los dinteles, sobre las puertas, y jarrones de cristal diseñados por Ghirlandaio.
—¿Qué te parece? —preguntó Bertoldo.
—Nada. Todo. Mi cerebro está paralizado.
—No me sorprende. Aquí tienes el Fauno que llegó ayer de Asia Menor. Sus ojos te dicen cuánto ha gozado en sus placeres carnales. Y ahora te dejaré unos minutos, porque tengo que ir a buscar algo a mi habitación.
Miguel Ángel se acercó más al fauno y se encontró mirando los ojos brillantes, gozosos. La larga barba estaba teñida como si sobre ella se hubiese vertido vino en alguna orgía. Parecía tan intensamente vivo que Miguel Ángel tuvo la sensación de que iba a hablar. Sin embargo, dentro de la pícara sonrisa, de los labios no se veían los dientes. Pasó los dedos por el agujero en busca de la talla, pero ésta había desaparecido.
Sacó papel de dibujo y carboncillo rojo, se sentó en un rincón y dibujó el fauno. De pronto, sintió que alguien estaba junto a su hombro y enseguida le llegó un suave perfume. Se volvió bruscamente.
Habían pasado muchas semanas desde que la viera por última vez. Tenía un cuerpo tan delicado y diminuto que desplazaba poco espacio. Sus ojos eran omnívoros y disolvían las sensitivas facciones en el brillo castaño y cálido de sus pupilas. Vestía una túnica azul con guarniciones de piel marrón. La falda y las mangas lucían aplicaciones de diminutas estrellas. Llevaba en una mano un pergamino griego, copia de las Oraciones de Isócrates.
—Miguel Ángel —dijo con voz suave.
¿Cómo era posible que aquella sola palabra encerrase tanto júbilo en sus labios, cuando él la oía tantas veces al día en otros?
—Contessina —respondió.
—Estaba estudiando en mi habitación. Y de pronto me di cuenta de que había alguien aquí.
—¡No esperaba verla! Bertoldo me trajo para ver todas estas obras de arte.
—Mi padre no me permite que vaya con él al jardín de escultura hasta que llegue la primavera. ¿Cree que voy a morir?
—Vivirá para tener numerosos hijos. —Las pálidas mejillas se tiñeron repentinamente de rojo—. ¿La he ofendido? —preguntó rápidamente, contrito.
Ella negó con la cabeza.
—Me dijeron que era brusco. —Dio uno o dos pasos hacia él—. Cuando estoy cerca de usted, me siento más fuerte. ¿Porqué será?
—Cuando estoy cerca de usted me siento confundido. ¿Por qué será? —Ella rió, musicalmente.
—Echo de menos el jardín.
—Y el jardín la echa de menos a usted.
Ella se volvió, ante la intensidad de la voz de Miguel Ángel.
—¿Cómo anda su trabajo, Miguel Ángel?
—
Non ce male
.
—No es muy comunicativo.
—No aspiro a ser un charlatán.
—Entonces, debería ocultar sus ojos.
—¿Qué dicen?
—Cosas que me gustan mucho.
—Entonces, dígamelas. No tengo espejo.
—Lo que sabemos de los demás es nuestro secreto personal.
Miguel Ángel tomó su papel de dibujo. Luego dijo:
—Ahora tengo que trabajar.
Ella golpeó el suelo con un pie.
—Nadie despide a una Medici —dijo irritada, brillantes los ojos. Pero de pronto una leve sonrisa apareció en sus labios y agregó—: Jamás escuchará palabras mías tan estúpidas otra vez.
—No importa. Tengo una gran variedad de palabras mías.
Ella extendió la diestra. Era pequeña, de dedos tan frágiles como pajaritos en la fuerte y tosca mano de él.
—
Addio
, Michelangelo.
—
Addio
, Contessina.
—Trabaje bien.
—
Grazie mille
.
Se fue por la puerta del estudio de su padre. Dejó tras de sí un débil perfume, y Miguel Ángel sintió que la sangre hervía en su mano como si hubiese estado trabajando con un cincel de hierro sueco perfectamente equilibrado.
Y aplicó la carbonilla roja al papel.
Aquella noche se revolvió constantemente en su lecho, insomne. Estaba a punto de terminar su primer año en el jardín de escultura. ¿Y si su padre iba a ver a Lorenzo, como había amenazado hacer, para exigir que dejase en libertad a su hijo? ¿Estaría dispuesto Ludovico a contrariar a una poderosa familia florentina sólo por un aprendiz a quien Lorenzo ni siquiera había advertido?
Sin embargo, no era posible que él se fuese sin haber puesto las manos ni siquiera una vez sobre un trozo de mármol.
Saltó de la cama con la intención de llegar a Settignano al amanecer para pasar el día cortando
pietra serena
. Pero cuando corría silenciosamente escaleras abajo para salir a la Vía dei Bentaccordi, se detuvo de golpe. A su mente acudió la visión de sí mismo en pleno trabajo con los
scalpellini
, detrás del jardín, donde se amontonaban las piedras. Y vio un bloque en particular, de tamaño modesto. Era un mármol blanco que estaba en el césped, a escasa distancia de los bloques destinados a la construcción de la biblioteca. Se le ocurrió de pronto que aquel bloque era del tamaño exacto para la pieza de escultura que él tenía proyectada: un fauno como el que se hallaba en el
studiolo
de Lorenzo, pero de ejecución eminentemente suya.
En lugar de caminar hacia la izquierda y seguir la calle hacia el campo abierto, se volvió a la derecha, recorrió la Vía dei Benci hasta la alta portada de madera en el muro de la ciudad, se identificó ante el guardián, cruzó el Ponte alle Crazie y subió a las ruinas del fuerte de Belvedere, donde se sentó sobre un parapeto. Tenía el Arno a sus pies.
Florencia era un cuadro de tan increíble belleza, que Miguel Ángel contuvo la respiración. No era extraño que los jóvenes de la ciudad cantasen sus románticas baladas a Florencia, baladas con las cuales no podían competir las damiselas. Todos los florentinos verdaderos decían: «
No viviré jamás lejos del Duomo
».
Sentado allí, sobre su amada ciudad, Miguel Ángel supo de pronto lo que tenía que hacer.
La luna empezaba a ocultarse tras las colinas. En el Este comenzó a insinuarse sutilmente la luz del día. Luego se intensificó como si el sol hubiera estado merodeando celosamente tras el horizonte, esperando sólo una señal para precipitarse hacia el escenario del valle del Arno. Los gallos empezaron a cantar en las granjas que bordeaban la ciénaga. Los guardianes de la portada gritaron para que fueran abiertas las grandes puertas.
Miguel Ángel bajó de la colina, caminó a lo largo del río hasta el Ponte Vecchio y continuó por la Piazza de San Marco y el jardín, dirigiéndose al bloque de mármol que estaba en el césped, más allá del lugar donde iba a levantarse la biblioteca. Tomó la piedra en sus brazos y, encorvado bajo su peso, avanzó por la senda hasta el fondo del jardín. Allí enderezó un tronco de árbol que había sido aserrado y colocó el bloque, bien firme, encima.
Sabía que no tenía derecho a tocar aquel mármol y que, al menos por implicación, se acababa de revelar contra la autoridad del jardín, violando la férrea disciplina que imponía Bertoldo. Bueno, de todos modos estaba casi a punto de irse, si su padre cumplía la amenaza. Y si Bertoldo le despedía, siempre sería mejor que lo hiciese frente a un bloque de mármol que él convertiría en estatua.
Sus manos acariciaron la piedra, buscando sus más íntimos contornos. Durante todo el año no había tocado un bloque de blanco mármol estatuario.
Para él, aquel lechoso mármol blanco era una sustancia viva que respiraba, sentía, juzgaba. No podía permitir que aquella piedra se sintiera defraudada ante él. No era temor, sino reverencia. ¡Era amor!
No tenía miedo. Su mayor necesidad era que su amor fuese reciproco. El mármol era el héroe de su vida, y su destino. Y le pareció que hasta ese momento, con las manos sobre el mármol, jamás había vivido. Porque eso era lo que él había deseado toda su vida: ser un escultor de mármol blanco.
Cogió las herramientas de Torrigiani y se puso a trabajar. Sin dibujo, modelo de arcilla o cera, sin marcas de carboncillo siquiera en la tosca superficie del mármol. La única guía, además del impulso y del instinto, era la clara imagen del Fauno del palacio: picaresco, saturado de placer y enteramente encantador.
El Fauno estaba terminado. Durante tres noches Miguel Ángel había trabajado detrás del casino; durante tres días lo había ocultado debajo de un enorme retal de lana. Lo llevó a su mesa de trabajo. Ahora estaba dispuesto a que lo viera Bertoldo: su propio Fauno, con los gruesos labios sensuales, los blancos dientes y la picaresca lengua que apenas asomaba la punta. Estaba puliendo la parte superior de la cabeza con
pietra ardita
y agua para eliminar todas las marcas de las herramientas, cuando llegaron los aprendices y Lorenzo apareció por la senda del jardín. Se detuvo junto a Miguel Ángel.
—¡Ah! El Fauno de mi
studiolo
—dijo
Il Magnifico
.
—Sí.
—No le ha puesto barba.
—Creí que no era necesario.
—Pero… ¿no debe el copista copiar fielmente?
—El escultor no es un copista.
—¿Y tampoco lo es un aprendiz?
—Tampoco, Magnifico. El estudiante debe crear algo nuevo de algo viejo.
—¿Y de dónde viene lo nuevo?
—De donde viene todo el arte: de dentro del artista.
Le pareció observar un fugaz brillo en los ojos de Lorenzo, quien dijo:
—Su fauno es viejo.
—¿No le parece que debe serlo?
—No me refería a su edad. Es que le ha dejado los dientes.
Miguel Ángel lanzó una mirada a su estatua.
—Estaba compensando la otra boca, que carecía de ellos.
Cuando
Il Magnifico
se retiró, Miguel Ángel tomó el cincel y se puso a trabajar en la boca del fauno. Lorenzo volvió al jardín al día siguiente. Hacía más calor y Bertoldo le acompañaba. Lorenzo se detuvo frente a la mesa de trabajo de Miguel Ángel.
—¡Ah! —exclamó—. Su fauno parece haber echado los dientes en veinticuatro horas.
—El escultor es el dueño del tiempo, y puede envejecer a sus modelos o rejuvenecerlos a su antojo.
Il Magnifico
pareció satisfecho.
—Veo que le ha sacado un diente de arriba, y dos de abajo en el extremo opuesto.
—Lo hice para equilibrar.
Lorenzo lo miró un instante en silencio, sombríos los ojos de color castaño oscuro. Luego dijo:
—Me agrada mucho comprobar que no hemos estado haciendo sopa en una cesta.
Partió. Miguel Ángel se volvió hacia Bertoldo, que estaba pálido y ligeramente tembloroso. Pero el maestro no dijo nada, y se retiró también enseguida.
A la mañana siguiente se presentó un paje en el jardín.
—Miguel Ángel, te requieren en palacio. Acompaña al paje.
—¡Ya has conseguido que te echen! —exclamó Baccio—. ¡Por haber robado ese bloque de mármol!
Miguel Ángel miró a Bertoldo y luego a Granacci. No pudo leer nada en sus rostros. Siguió al paje y ambos entraron en la parte de atrás del jardín por una puerta abierta en el antiguo muro. Se detuvo bruscamente ante una fuente que tenía una cuenca de granito. Sobre ella estaba la Judith en bronce de Donatello.
—Perdone, señor —rogó el paje—. ¡No podemos hacer esperar a
Il Magnifico
!
Necesitó toda su fuerza de voluntad para apartar los ojos de la poderosa pero vencida figura de Holofernes a punto de ser decapitado por la espada en alto de Judith.
Lorenzo estaba sentado tras su mesa de trabajo en la biblioteca, una espaciosa habitación en cuyas paredes, llenas de estantes, descansaban los libros que su abuelo había comenzado a coleccionar cincuenta años atrás. Sólo había dos piezas de escultura en aquella estancia: dos bustos de mármol del padre y del tío de Lorenzo, obra de Mino da Fiesole. Miguel Ángel avanzó rápidamente hacia el busto de Piero de Medici, padre de Lorenzo, y exclamó con entusiasmo:
—¡Vea este admirable pulido! ¡Parece como si en el interior del mármol estuvieran ardiendo mil velas!
Lorenzo se puso en pie y fue al lado del muchacho para contemplar el busto.
—Ese era el don especial de Mino. Podía dar al mármol blanco la apariencia de la carne cálida. ¡Era exquisito! Sustituyó el sentimentalismo por la técnica. Sin embargo, este busto de mi padre es el primer retrato de mármol tallado en Florencia.
—¿El primero? —exclamó Miguel Ángel—. ¡Entonces Mino tenía valor!
En el silencio que siguió, el rostro de Miguel Ángel enrojeció de pronto. Hizo una rígida reverencia, desde la cintura.
—No he presentado mis respetuosos saludos,
messer
. ¡Esa escultura me ha entusiasmado a tal punto, que me puse a hablar y…