En las semanas que siguieron era como si Miguel Ángel estuviera solo en el universo: solamente él y sus materiales de dibujo, las tumbas que copiaba o los frescos de Cimabue, bajo las arcadas. Cuando no copiaba, pasaba el tiempo en la biblioteca, entregado a la lectura: Ovidio, Homero, Horacio, Virgilio…
Con la muerte de Lorenzo, todo había cambiado.
Il Magnifico
se reunía continuamente con la Signoria, obteniendo su aprobación por medio de los poderes de la persuasión. Piero, por el contrario, no hacía caso alguno de los Consejos elegidos por el pueblo y adoptaba arbitrarias decisiones. Mientras su padre solía recorrer las calles acompañado por algún amigo, y saludaba a todos, Piero jamás aparecía fuera del palacio más que a caballo, rodeado de sus guardias personales, y nunca reconocía a quienes se cruzaban con él. Hacía huir a los transeúntes, vehículos y burros, temerosos de ser atropellados por la cabalgata de su comitiva.
—Pero hasta eso podría perdonársele —comentó el prior Bichiellini a Miguel Ángel— si desempeñase sus funciones con capacidad. Por el contrario, es el peor gobernante que ha tenido Florencia desde nuestras desastrosas guerras entre
guelfos
y
gibelinos
. Los príncipes italianos de las ciudades-estado que vienen de visita a Florencia para renovar sus alianzas se van disgustados y lo juzgan un hombre carente de talento. Lo único que sabe es dar órdenes. ¡Si tuviera la sensatez de realizar conferencias para discutir abiertamente los asuntos con la Signoria!…
—Ése no es su carácter, padre.
—Pues entonces le convendrá empezar a cambiarlo. La oposición ya se está uniendo contra él: Savonarola y sus partidarios, los primos Medici, Lorenzo y Giovanni y sus partidarios, las viejas familias a las que está excluyendo, los miembros disgustados del Consejo de la Ciudad y los ciudadanos, que lo acusan de descuidar los asuntos más urgentes para realizar concursos atléticos y disponer éstos de tal modo que sólo él pueda ganar… ¡Estamos abocados a tiempos difíciles, Miguel Ángel!
—Buonarroto, ¿cuánto dinero mío tienes guardado? —preguntó Miguel Ángel aquella noche.
Su hermano consultó el libro de cuentas e informó a Miguel Ángel de la cantidad de florines que le quedaban de sus ahorros del palacio.
—Muy bien. Es suficiente para comprar un bloque de mármol y dejar algo para el alquiler.
—Entonces, ¿tienes algún proyecto?
—No, lo único que tengo es necesidad. Tienes que apoyarme en una mentira que voy a decirle a nuestro padre. Le diré que me han encargado un pequeño trabajo y que me pagan el valor del mármol, más unos cuantos escudos al mes mientras trabajo. Le daremos ese dinero a nuestro padre, de lo que queda.
Buonarroto movió la cabeza tristemente y Miguel Ángel agregó:
—Diré que quien me ha encargado ese trabajo se reserva el derecho de rechazarlo. De esa manera, me protejo por si no pudiera venderlo.
Y Ludovico tuvo que conformarse con eso.
Miguel Ángel dedicó entonces su atención al otro problema. ¿Qué deseaba esculpir? Sentía que había llegado ya el momento de producir su primera estatua completa y dejar los relieves. Pero ¿qué figura esculpiría?
El profundo anhelo de su corazón era hacer algo sobre Lorenzo, un tema que expresase la totalidad del talento, valor, profundidad de conocimientos y comprensión humana de aquel hombre que había acometido la colosal empresa de conducir al mundo a una revolución intelectual y artística.
Sus pensamientos insistían en recordar el hecho de que Lorenzo le había hablado muchas veces de Hércules y sugerido que la leyenda griega no significaba que los doce trabajos del mitológico héroe debieran ser tomados al pie de la letra, sino que posiblemente eran tan sólo símbolos de todas las diversas y casi imposibles tareas ante las cuales se encontraba cada nueva generación de la humanidad.
¿No era Lorenzo la encarnación de Hércules? ¿No había acometido los doce trabajos contra la ignorancia, los prejuicios, la mezquindad, la intolerancia? No podía dudarse que había realizado una tarea hercúlea al fundar universidades, academias, colecciones de arte y de manuscritos, imprentas, al apoyar a artistas, poetas, sabios, filósofos y hombres de ciencia para interpretar de nuevo el mundo en términos modernos y vigorosos, y ampliar el acceso del hombre a todos los frutos del intelecto y del espíritu. Lorenzo había dicho: «
Hércules era medio hombre y medio dios, y es el eterno símbolo de que todos los hombres son también medio hombres y medio dioses. Si utilizamos aquello que es medio dios en nosotros, podemos realizar aquellos doce trabajos todos los días de nuestra vida
».
Tenía que hallar la manera de representar a Hércules de tal modo que fuese al mismo tiempo Lorenzo, no sólo el gigante físico de la leyenda griega, sino el poeta, estadista, comerciante, mecenas y revolucionario. No podía concebir una estatua de Hércules, o Lorenzo, que no fuese de tamaño natural. En realidad, debía ser una vez y media el tamaño de un hombre, ya que tanto uno como el otro eran semidioses que necesitaban un mármol heroico que les diese vida. Pero ¿dónde hallar semejante bloque? ¿Y cómo pagarlo? Sus ahorros no alcanzaban ni a la décima parte de su costo.
Recordó el taller del Duomo, detrás de la inmensa catedral. Al pasar por sus portadas había visto varios bloques de mármol desparramados por el suelo. En consecuencia, se dirigió al taller y recorrió todo el patio examinando cuidadosamente todos los bloques. El capataz se acercó a él para preguntarle si podía serle útil en algo.
—Fui aprendiz en el jardín de escultura de Medici —dijo Miguel Ángel—, pero ahora tengo que trabajar por mi cuenta. Necesito un bloque grande pero no tengo mucho dinero. Pensé que la ciudad podría estar dispuesta a vender algo que no necesite.
El capataz, cantero de profesión, lo miró fijamente y luego respondió:
—Llámeme Beppe. ¿Qué bloque le interesa?
Miguel Ángel aspiró profundamente y respondió:
—En primer lugar, Beppe, esta columna grande. Ésa que ya ha sido algo trabajada.
—Esa tiene el nombre de Bloque Duccio. Es de Carrara y tiene algo más de cinco metros de altura. La Junta de Trabajo del Duomo la adquirió para que Duccio esculpiera un Hércules. Pero llegó aquí estropeada, Duccio esculpió durante una semana, pero no pudo encontrar en el mármol figura alguna, ni grande ni pequeña…
Miguel Ángel caminó alrededor del bloque, explorando con las manos su superficie.
—¿Cree que la Junta estaría dispuesta a vender el bloque, Beppe? —preguntó.
—No lo creo posible, porque hablan de utilizarlo algún día.
—¿Y éste más pequeño? También ha sido trabajado, aunque no tanto.
Beppe examinó el bloque, de cerca de tres metros de altura, que Miguel Ángel indicaba.
—Podría preguntar. Vuelva mañana.
—¿Me haría el favor de tratar de conseguirlo barato?
El capataz abrió la desdentada boca en una amplia sonrisa.
—Hasta hoy no he conocido a un solo trabajador de la piedra que haya tenido el dinero para la pasta de mañana en la bolsa de hoy.
La respuesta tardó unos días, pero Beppe había conseguido una verdadera ganga para Miguel Ángel.
—El bloque es suyo —le dijo—. Argumenté que se trataba de un feo pedazo de carne y que valía más el lugar que ocupaba que el bloque. Me dijeron que tratase de obtener por él un precio razonable. ¿Qué le parece cinco florines?
—¡Beppe, permítame que le dé un abrazo! Esta noche volveré con el dinero. ¡No deje que se me escape, por favor!
Ahora que ya tenía su bloque de mármol necesitaba encontrar un taller. La nostalgia lo llevó nuevamente al jardín de escultura, que desde la muerte de Lorenzo no era utilizado. El pequeño casino del centro estaba vacío de sus colecciones de arte. Únicamente los montones de piedras en el fondo del jardín, donde estaba la biblioteca de
Il Magnifico
, ahora abandonada, seguían igual que antes. Miguel Ángel se preguntó: ¿Podría trabajar en este viejo cobertizo? No perjudicaría a nadie y a Piero no le costaría ni un escudo. Tal vez me lo permita si le digo que estoy a punto de comenzar una escultura.
Pero no le fue posible armarse del valor suficiente para ir a ver a Piero.
Cuando se volvía para abandonar el jardín por la puerta posterior, vio dos figuras que llegaban por la principal desde la Piazza San Marco: Contessina y Giuliano. No se habían visto desde la muerte de Lorenzo. Se encontraron en el porche del casino. Contessina parecía haberse achicado. Lo único de su rostro que podía verse bajo la protección del amplio sombrero eran los enormes y vivaces ojos castaños.
Giuliano fue el primero en hablar:
—¿Por qué no ha venido a vernos? ¡Le hemos echado mucho de menos!
La voz de Contessina le reprochó dulcemente:
—Podía habernos visitado.
—No se me ha invitado —respondió él, sin saber qué decir.
—Pues le invito yo ahora —exclamó ella, impulsiva—. Giovanni tiene que regresar a Roma mañana, y entonces nos quedaremos solos, con sólo Piero y Alfonsina, a quienes nunca vemos. El Papa Inocencio está moribundo. Giovanni tiene que estar allí para protegernos contra la posibilidad de que sea elegido Papa un Borgia. Giuliano y yo venimos aquí casi todos los días. Pensamos que usted trabajaría, y ¿dónde mejor que aquí?
—No, Contessina. No he trabajado, pero hoy he comprado un bloque de mármol.
—Entonces, podemos venir a visitarlo —exclamó Giuliano vivamente.
—No tengo permiso.
—¿Y si yo lo consigo?
—Es una columna de unos tres metros de altura. Piedra muy vieja. Está trabajada, pero por dentro se halla en buen estado. Voy a esculpir un Hércules. Era la figura mitológica favorita de su padre.
Extendió una mano buscando la de ella. Los delicados dedos estaban sorprendentemente fríos para aquel cálido día de verano.
Esperó pacientemente uno, dos, tres, cuatro días, regresando a su casa a la puesta del sol. Pero Contessina no apareció por el jardín. Y el quinto día, mientras él se hallaba sentado en los escalones del casino, la vio entrar por la portada principal. El corazón le saltó en el pecho. Venía acompañada por su nodriza. Y Miguel Ángel corrió a su encuentro.
No bien estuvo ante ella, vio que tenía los ojos como si hubiera llorado.
—¿Piero me ha negado el permiso? —preguntó Miguel Ángel.
—No ha contestado. Se lo he pedido numerosas veces, pero no me contesta. Es su manera de proceder, porque así no se puede decir nunca que se ha negado.
—Temía que ocurriera así, Contessina. Por eso me aparté del palacio, y no he vuelto ni siquiera para verla.
Ella dio un paso hacia él. Se quedaron inmóviles, muy cerca sus labios. La nodriza se volvió de espaldas.
—Piero dice que la familia Ridolfi se disgustará si nos ven juntos otra vez.
Esperó, pero, como Miguel Ángel no respondía, agregó:
—Por lo menos hasta después de mi boda.
Ninguno de los dos intentó acercarse más y sus labios no se unieron. No obstante, Miguel Ángel experimentó la sensación de ser amorosamente abrazado.
Contessina se alejó con lentitud por la senda central del jardín y, unos segundos después, desapareció con su nodriza por las puertas que daban a la plaza.
Beppe acudió en su auxilio.
—Le dije a la Junta que necesitaría un hombre para trabajar un turno corto y que usted se había ofrecido sin salario. Ya sabe que un buen toscano no rechaza nada gratis. Puede establecer su taller junto a la pared del fondo.
Los florentinos habían bautizado aquel patio con el nombre de Opera di Santa María del Fiore del Duomo. Ocupaba toda una manzana, detrás de la media luna que formaba la fila de casas, estudios y despachos tras la catedral. Donatello, Della Robbia y Orcagna habían esculpido sus mármoles allí y fundido sus piezas de bronce en los hornos de la Opera.
La pared de madera del patio, de forma semicircular, tenía un alero bajo el cual los obreros encontraban protección contra el sol en verano y la lluvia en invierno. Allí instaló Miguel Ángel una forja, llevó unas bolsas de madera de castaño y unas varillas de hierro de Suecia y se forjó un juego de nueve cinceles y dos martillos. Luego construyó una mesa de trabajo con pedazos de madera que encontró en el patio.
Ahora que tenía el taller, podía establecer en él su residencia de trabajo desde el amanecer hasta la puesta del sol. Una vez más podía trabajar con los oídos llenos del sonido que emitían los martillos de los
scalpellini
.
Se formuló preguntas, puesto que su resultado final dependería de los círculos cada vez más amplios de preguntas formuladas y respondidas. ¿Qué edad tenía Hércules en el momento de surgir del mármol? ¿Quedaban ya tras de sí los doce trabajos a que se viera sometido, o no los había realizado todos todavía? ¿Usaba ya el símbolo de la victoria: la piel del león de Nemea, o estaba desnudo? ¿Tendría una sensación de grandeza como consecuencia de todo cuanto había podido realizar en su carácter de semidiós, o una sensación de fatalismo, porque, en su carácter de semihumano, moriría envenenado por la sangre del centauro de Neso?
Al pasar los meses, se enteró de que la mayoría de las acusaciones contra Lorenzo, en el sentido de que había corrompido la moral y la libertad de los florentinos, carecían de fundamento, y que quien tanto lo había protegido y aconsejado fue, probablemente, el más grande de los seres humanos desde Pericles, quien propició la edad de oro en Grecia, unos dos mil años antes. ¿Cómo expresar que las realizaciones de Lorenzo eran tan grandes como las logradas por Hércules?
En primer lugar, Lorenzo había sido un hombre y, como tal, tendría que ser creado nuevamente. Era necesario concebir al hombre más fuerte que hubiese pisado la tierra, abrumador en todos sus aspectos. ¿Dónde? ¿Le sería posible hallar un modelo semejante allí en Toscana, tierra de hombres pequeños, delgados, que no tenían nada de heroico?
Rastreó toda la ciudad de Florencia: a los fuertes toneleros, los tintoreros que teñían la lana, los herreros y los rústicos picapedreros; recorrió los lugares donde se reunían los cargadores y los atletas, que libraban sus luchas en el parque. Pasó semanas enteras recorriendo la campiña para observar a los campesinos, a los leñadores y a los canteros. Y luego volvió al taller del Duomo, donde dibujó tenazmente todas las facciones, miembros, torsos, espaldas en tensión, músculos en pleno ejercicio, muslos, manos y pies, hasta que reunió una carpeta con centenares de fragmentos. Preparó dos armazones, compró la cera de abeja que necesitaría y se puso a modelar. Pero no estaba ni remotamente satisfecho.