—Cualquiera puede verlo inmediatamente. No se me permite que intervenga en los concursos organizados por Lorenzo, con premios en dinero, ni que trabaje en los encargos del taller. No se me permite que visite el palacio y vea las obras de arte que hay allí. Ahora eres tú el administrador del jardín. ¡Habla por mí a Bertoldo! ¡Ayúdame, Granacci!
—Cuando Bertoldo te considere en condiciones de intervenir en los concursos, lo dirá. Hasta entonces…
Peno había otra causa para su infelicidad, la cual no podía mencionar a Granacci: al llegar el tiempo húmedo, Lorenzo había prohibido a Contessina que fuese al jardín de escultura. No podía salir del palacio. A él no le parecía que la joven fuese tan delicada. Intuía en ella una llama lo suficientemente fuerte para combatir la muerte. Y ahora que ya no la veía, el jardín se le antojaba extrañamente vacío, largos los días y tediosos, porque le faltaba la excitación de la espera.
En su soledad, se volvió hacia Torrigiani. Los dos se hicieron inseparables. Y Miguel Ángel deliraba constantemente con su amigo: su ingenio, su físico, sus aptitudes…
Granacci le dijo un día:
—Miguel Ángel, me encuentro en una posición difícil. No puedo hablar demasiado sin dar la impresión de celos o envidia. Pero tengo la obligación de advertirte. Torrigiani ha hecho antes lo que ahora hace contigo.
—¿Y qué hace?
—Abrumante con su afecto para de pronto montar en cólera y romper la amistad cuando se le ha presentado un nuevo amigo. Torrigiani necesita un auditorio y tú eres eso en estos momentos. No confundas eso con cariño o sincera amistad.
Bertoldo, por su parte, no fue tan suave. Al ver un dibujo de Miguel Ángel en el cual había imitado otro de Torrigiani, el maestro lo rompió en pedazos y dijo irritado:
—Camina con un cojo durante un año y al final tú también cojearás, Miguel Ángel. Lleva tu mesa otra vez al lugar que tenías antes.
Bertoldo sabía que Miguel Ángel había llegado ya al límite de su paciencia. Pasó un brazo por los hombros del muchacho y le dijo:
—Bueno, ahora… ¡A esculpir!
Miguel Ángel hundió la cabeza en sus manos. Alivio, júbilo y tristeza se mezclaban en su corazón, haciéndolo latir violentamente. Sus manos temblaban sin control.
—Veamos, ¿qué es la escultura? —prosiguió Bertoldo, con tono didáctico—. Es el arte que, al eliminar todo lo que es superfluo del material que se maneja, lo reduce a la forma diseñada en la mente del artista…
—Con el martillo y el cincel —exclamó Miguel Ángel, recuperada ya su calma.
—O mediante sucesivas adiciones —persistió Bertoldo—, como cuando se modela en barro o cera, que es el método de agregar.
—¡Para mí no! —dijo Miguel Ángel con energía—. Yo quiero trabajar directamente en el mármol, como lo hacían los griegos, esculpiendo sin modelo de barro o cera.
Bertoldo sonrió un poco sarcásticamente:
—Esa es una noble ambición, pero primero tienes que aprender a modelar en arcilla y cera. Hasta que no hayas dominado perfectamente el método de agregar, no podrás atreverte a acometer el método de eliminar. Tus modelos de cera deberán tener aproximadamente unos treinta centímetros de altura. Ya he ordenado a Granacci que compre una cantidad de cera para ti. Para ablandarla, empleamos un poco de esta grasa animal. Si por el contrario necesitas más consistencia en la cera, le agregas un poco de trementina. ¿Va bene?
Mientras se derretía el bloque de cera, Bertoldo le enseñó a preparar el armazón con varitas de madera o alambres de hierro. Una vez preparado, Miguel Ángel comenzó a aplicarle la cera para ver hasta qué punto podía acercarse a la creación de una figura de tres dimensiones a partir de un dibujo de dos.
Para eso había discutido las virtudes de la escultura con respecto a la pintura en la escalinata del Duomo. La verdadera tarea del escultor era la profundidad, esa dimensión que el pintor solamente podía sugerir por medio de la ilusión de la perspectiva. El suyo era el duro mundo de la realidad; nadie podía caminar alrededor de su dibujo, pero cualquiera podía hacerlo alrededor de su escultura, para juzgarla desde todos los ángulos.
—Así, tiene que ser perfecta, no solamente en su frente, sino al mirarla por los costados o la parte posterior —agregó Bertoldo—. Esto significa que cada parte tiene que ser esculpida no una vez, sino trescientas sesenta, porque en cada cambio de grado se torna una parte distinta.
Miguel Ángel estaba fascinado. La voz de Bertoldo le atravesaba como una llama:
—
Capisco
, maestro —respondió.
Tomó la cera y sintió su calor en las palmas de las manos. Para unas manos hambrientas de mármol, la bola de cera no podía ser agradable. Pero las palabras del maestro le dieron el impulso necesario para ver si le era posible modelar una cabeza, un torso, una figura completa que en cierta medida reflejase el dibujo. No era fácil.
Una vez que hubo amasado la cera sobre el armazón esquelético, obedeció las órdenes de Bertoldo y la trabajó con herramientas de hierro y hueso. Después de lograr la más tosca aproximación, la refinó con sus fuertes dedos. El resultado tenía una cierta verosimilitud.
—Si, pero carece por completo de gracia —criticó Bertoldo—, y no tiene el menor parecido facial.
—No estoy haciendo un retrato —gruñó Miguel Ángel, que absorbía las instrucciones como una esponja seca arrojada a un barril de agua, pero se encrespaba ante las críticas.
—Ya lo harás.
—¡Al diablo con los retratos! ¡Jamás me gustarán!
—Jamás está mucho más lejos a tu edad que a la mía. Cuando tengas hambre y el duque de Milán, pongo por mecenas, te pida que hagas su retrato en un medallón de bronce…
—¡Nunca tendré tanta hambre! —dijo el muchacho, enérgico.
Pero Bertoldo se mantuvo firme. Le habló de expresión, gracilidad, equilibrio. De la interrelación del cuerpo con la cabeza: si la figura tenía la cabeza de un anciano, era forzoso que tuviera los brazos, cuerpo, piernas, manos y pies de un anciano. La fluidez de los ropajes tenía que ser tal que sugiriese la desnudez debajo de ellos. Los cabellos y las barbas debían ser trabajados con suma delicadeza.
Baccio era el fermento. Los días en que Torrigiani estaba de mal humor, que Sansovino sentía la nostalgia de Arezzo, que Miguel Ángel clamaba para que se le permitiera trabajar con la arcilla, que Granacci se quejaba de una horrible jaqueca originada por el constante martillar sobre los cinceles, o que Bertoldo, sacudido por la tos, decía que se habría ahorrado muchas preocupaciones y disgustos de haber sucumbido a su último ataque, Baccio acudía presuroso con sus chismes y chistes recogidos en tabernas y prostíbulos.
—Maestro, ¿sabe el cuento del comerciante que se quejaba del elevado costo del vestido de su esposa? «
Cada vez que me acuesto con usted
», le dijo, «
me cuesta un escudo de oro
». Y la joven esposa le contestó, mordaz: «
Si se acostara conmigo más a menudo, solamente le saldría a razón de una moneda de cobre
».
—No, no lo tengo aquí como bufón del jardín —explicaba Bertoldo—. Hay en él una promesa de talento. No le gusta estudiar, es cierto. Lo absorbe el placer. Pero todo eso pasará. Su hermano, que es monje dominicano, está dedicado por entero a la pureza; tal vez se deba a eso que Baccio sea devoto de la lascivia.
Pasaron varias semanas. Bertoldo insistía en que Miguel Ángel se perfeccionase en la transcripción del dibujo al modelo de cera. Cuando el muchacho no podía resistir más, arrojaba sus herramientas de hueso y se iba al fondo del jardín, donde cogía martillo y cincel y desahogaba su furia cortando bloques para la construcción de la biblioteca de Lorenzo. Todos los días trabajaba así durante una o dos horas, con los
scalpellini
. Los bloques de petra serena entre las piernas y bajo sus manos le prestaban su dureza. Bertoldo capituló por fin.
—«
Alla guerra di amore, vince qui fugge
» —dijo—. Pasaremos a la arcilla… Recuerda que la arcilla trabajada, cuando está húmeda, se encoge después. Tienes que prepararla pedazo a pedazo. Mézclale cerdas de caballo para asegurar que no se te rompa. Para vestir tus figuras, moja una tela hasta darle la consistencia de un barro espeso y luego disponla alrededor de tu figura en pliegues. Más adelante aprenderás a ampliar el modelo al tamaño que vas a esculpir.
Llegó febrero, con nieblas que bajaban de las montañas y lluvias que envolvían la ciudad hasta que todas las calles parecían ríos. Había pocas horas de luz grisácea para trabajar. Todos estaban confinados en las habitaciones del casino. Cada aprendiz se sentaba en un alto taburete, sobre un brasero encendido. Cada cierto tiempo, Bertoldo tenía que quedarse acostado varios días. La arcilla mojada parecía más pegajosa y fría que nunca. Miguel Ángel trabajaba frecuentemente a la luz de una lámpara de aceite, casi siempre sólo en el casino, triste, pero más satisfecho de estar allí que en cualquier otro lugar.
Faltaban ya menos de dos meses para abril, y por lo tanto, para la decisión de Ludovico de retirarlo del jardín de escultura si no alcanzaba suficiente capacidad para percibir un salario. Bertoldo, cuando se presentaba envuelto en gruesas ropas, parecía un fantasma. Pero Miguel Ángel sabía que tenía que hablar. Mostró al maestro las figuras de arcilla que había modelado y pidió su autorización para reproducirlas en mármol.
—No,
figlio
mío —respondió el maestro con voz ronca—, todavía no estás preparado.
—¿Los otros lo están y yo no?
—Tienes mucho que aprender.
—Lo reconozco.
—¡
Pazienza
! —le aconsejó Granacci—. Dios da a la espalda la forma apropiada para la carga que debe soportar.
Bertoldo le hacía trabajar cada día más duramente, y no cesaba de criticar su labor. Por mucho que lo intentaba, Miguel Ángel no conseguía una sola palabra de elogio. Y otro motivo de disgusto era que todavía no le habían invitado al palacio.
Bertoldo le decía a menudo:
—¡No, no! Este modelo está acariciado en demasía. Cuando veas las esculturas del palacio comprenderás que el mármol quiere expresar únicamente los sentimientos más intensos y profundos.
Cuando Lorenzo invitó a Bugiardini al palacio, Miguel Ángel se enfureció. ¿Contra quién: Bertoldo, Lorenzo o contra sí mismo? No lo sabía. Aquella exclusión implicaba un rechazo. Y se sintió como el burro que lleva una carga de oro y tiene que comer paja seca.
Y por fin, en un frío pero luminoso día de finales de marzo, Bertoldo se detuvo ante un modelo de arcilla que Miguel Ángel acababa de terminar, basado en los estudios de semidioses antiguos, medio humanos, medio animales.
—En el palacio hay un fauno recién descubierto —dijo—. Lo desempaquetamos anoche. Griego pagano, sin duda. Ficino y Landino creen que es del siglo quinto antes de Cristo. Tienes que verlo.
Miguel Ángel contuvo el aliento.
—Ahora mismo me parece lo mejor. Ven conmigo —añadió Bertoldo.
En el lado del palacio de Medici que daba a la Vía de Gori, se había utilizado como base el segundo muro que limitaba la ciudad. El arquitecto Michelozzo lo había completado treinta años antes para Cosimo. Era lo suficientemente espacioso para albergar a una numerosa familia de tres generaciones, el gobierno de una república, la administración de un comercio que abarcaba todo el mundo conocido y un centro para artistas estudiosos: una combinación de hogar, despachos, tienda, universidad,
bottega
, galería de pintura, teatro y biblioteca; todo ello austero, dotado de la majestuosa sencillez que siempre había caracterizado el buen gusto de los Medici.
La obra de mampostería entusiasmó a Miguel Ángel al detenerse en la Vía Larga para poder admirarla unos instantes. Aunque había visto aquel palacio centenares de veces, siempre le parecía fresco y nuevo. ¡Qué soberbios artistas eran aquellos
scalpellini
! Alrededor del palacio, en ambas calles, se extendía un banco de piedra donde, sentados, los florentinos podían charlar y tomar el sol.
—Nunca me había dado cuenta —dijo Miguel Ángel— de que la arquitectura es un arte casi tan grande como la escultura.
Bertoldo sonrió, indulgente.
—Giuliano da Sangallo, el mejor arquitecto de Toscana, te diría que la arquitectura es escultura —respondió—. Es decir, el dibujo de formas para ocupar espacio. Si el arquitecto no es escultor, lo único que consigue son habitaciones encerradas entre paredes.
La esquina de la Vía Larga y la Vía de Gori era una galería abierta que la familia Medici utilizaba para sus fiestas, a las que los florentinos consideraban entretenimientos y deseaban presenciar. Tenía unos magníficos arcos de unos nueve metros, labrados en
pietra forte
. Era allí donde los ciudadanos, comerciantes y políticos conferenciaban con Lorenzo, mientras los artistas y estudiantes consultaban sus proyectos. Para todos había siempre un vaso de vino dulce de Greco, «
el vino perfecto para los caballeros
».
Entraron por la maciza portada y llegaron al patio cuadrado con sus tres arcos completos a cada lado, sostenidos por doce columnas de decorados capiteles. Bertoldo señaló orgullosamente una serie de ocho figuras esculpidas, entre las cimas de los arcos y los marcos de las ventanas.
—Son mías —dijo—. Las copié de gemas antiguas. Verás los originales en las colecciones de Lorenzo, en el
studiolo
. ¡Son tan buenas que la gente las confunde con las de Donatello!
Miguel Ángel frunció el ceño. ¿Cómo podía conformarse Bertoldo con ir tan detrás de su maestro? En aquel momento vio dos de las grandes esculturas de la ciudad: los David de Donatello y Verrocchio. ¡Y corrió a ellas para tocarlas reverentemente, mientras lanzaba un enorme suspiro!
Bertoldo se detuvo junto a él, pasando también sus manos sobre las magnificas superficies de bronce.
—Yo ayudé a fundir esta pieza para Cosimo —dijo—. La esculpieron para colocarla precisamente aquí, donde está ahora, a fin de que fuera posible admirarla por todos lados. ¡Qué emoción sentíamos todos! Durante siglos únicamente habíamos tenido el relieve. Esta iba a ser la primera escultura vaciada en bronce de una figura suelta, en los últimos mil años. Antes de Donatello la escultura se utilizaba como ornamento de la arquitectura, en nichos, puertas, sitiales de coros y púlpitos.
Miguel Ángel contemplaba absorto el David de Donatello, tan joven y dulce, con largos rizos en los cabellos, los delgados brazos que sostenían una gigantesca espada, la pierna izquierda curvada tan graciosamente para poner el pie, calzado con una sandalia abierta, sobre la cabeza decapitada de Goliat. Era un doble milagro, pensó Miguel Ángel, que el bronce hubiera sido fundido tan admirablemente con esa suavidad satinada, y en ello correspondía parte del mérito a Bertoldo, y que una figura tan delicada, casi tan frágil como la de Contessina, hubiese podido matar a Goliat.