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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (68 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Y Miguel Ángel contestaba: «
En cuanto vaya a Florencia los estableceré o haré que ingresen como socios en alguna empresa ya establecida. Trataré de conseguir dinero para ese adelanto de la granja. Creo que estaré listo para fundir la estatua más o menos a mediados de Cuaresma. Rogad a Dios que todo salga bien, pues si es así creo que me irá bien con el Papa…
».

Pasó muchas horas siguiendo al Papa por todas partes para dibujarlo en infinidad de posturas. Y luego regresaba al taller para modelar en cera o arcilla cada una de aquellas posturas.

—¿Cuándo veré algo hecho, Buonarroti? —le preguntó el Papa un día de Navidad, después de oficiar misa en la catedral—. No sé cuánto tiempo más tendré la corte aquí. Necesito volver a Roma. Informadme cuando estéis listo, e iré a vuestro taller.

Alentado por aquella promesa, Miguel Ángel, con la ayuda de Lapo y Lotti, trabajó día y noche en la construcción del armazón de madera, al que añadió después la arcilla, poco a poco, a espátula, para crear el modelo sobre el que habría de ser fundido el bronce. Capturado por el calor de su propia creación, proseguía la tarea veinte horas diarias, después de lo cual se arrojaba sobre la cama como un muerto, entre Argiento y Lotti. En la tercera semana de enero, visitó al Papa.

—Si Vuestra Santidad lo desea, podréis venir a mi taller. El modelo está listo para vuestra aprobación.

—¡Excelente! Iré esta misma tarde.

—Gracias… ¿Podríais llevar con vos a vuestro tesorero? Parece que cree que yo puedo hacer esta estatua con salchichas boloñesas.

Julio II llegó a media tarde acompañado por
messer
Carlino. Miguel Ángel había puesto una piel sobre su mejor silla, en la que se sentó el Papa. Éste pareció satisfecho. Dio varias vueltas alrededor del modelo y comentó la exactitud y la cualidad de vida de la figura. Luego se detuvo y miró perplejo el brazo derecho de la estatua, que estaba levantado en un gesto altivo y casi violento.

—Buonarroti, esta mano ¿está bendiciendo o maldiciendo?

—Conmina a los boloñeses a ser obedientes, aun después de que Vuestra Santidad haya regresado a Roma. ¿Qué sostendrá la mano izquierda?

—¿No podría el Santo Padre tener en ella las llaves de la nueva iglesia de San Pedro?

—¡
Bravissimo
! —exclamó el Pontífice—. Tendremos que extraer grandes sumas de todas las iglesias para su construcción, y ese símbolo de las llaves contribuirá.

Miguel Ángel miró a Carlino y dijo:

—Tengo que comprar de trescientos a cuatrocientos kilos de cera para crear el modelo definitivo.

El Papa autorizó la compra y se retiró. Miguel Ángel envió a Lapo a buscar la cera. Lapo regresó enseguida.

—No puedo conseguirla por menos de nueve florines y medio el centenar de kilos. Será mejor que compremos inmediatamente, porque me parece una ganga.

—Vuelva y dígales que rebajen el medio florín.

—Ya me han dicho que no les es posible.

A Miguel Ángel le llamó la atención un extraño tono en la voz de Lapo. En un momento en que éste estaba ocupado, envió a Argiento a pedir precio a la misma tienda. Argiento volvió y le dijo en voz baja:

—Sólo piden ocho florines y medio, y además me harán un descuento como comisión.

—Ya me parecía —dijo Miguel Ángel—. El rostro honrado de Lapo me ha engañado.

Había oscurecido ya cuando llegó el carro cargado con la cera. Una vez que se hubo retirado, Miguel Ángel enseñó la factura a Lapo y dijo:

—Ha estado engañándome en los precios desde que realizó la primera compra.

—¿Y por qué no habría de hacerlo, cuando paga tan poco salario? —respondió el toscano imperturbable.

—¿Poco salario? En las últimas seis semanas le he dado veintisiete florines, o sea, mucho más de lo que ganaba en el Duomo.

—Si, ¡pero vivimos tan miserablemente aquí! ¡Casi no se come en esta casa!

—Entonces, vuélvase a Florencia —replicó Miguel Ángel amargamente—. Allí vivirá mejor.

—¿Me despide? ¡No puede hacerlo! ¡Me quejaré a la Signoria! Y además, contaré a toda Florencia lo avaro que es usted.

Comenzó a empaquetar sus efectos. Lotti se acercó a Miguel Ángel y dijo como disculpándose:

—Tendré que irme con él.

—¿Por qué, Lotti? Usted no ha hecho nada malo. Hemos sido amigos.

—Si, lo admiro,
messer
Buonarroti, y espero que alguna vez me será posible volver a trabajar para usted. Pero he venido con Lapo y debo volver con él.

Aquella noche, solos en la mesa, Miguel Ángel y Argiento no pudieron comer el
stufato
que había preparado el muchacho. Miguel Ángel esperó que Argiento se durmiese y se fue a casa de Clarissa, a quien encontró dormida. Nervioso, muerto de frío, temblando además de frustración e ira, trató de entrar en calor abrazándose al cuerpo de ella. Pero eso fue todo. La infelicidad no es un clima propicio para el amor.

VII

Perdió no solamente a Lapo, sino a Clarissa.

El Papa anunció que regresaría a Roma para Cuaresma. Tal decisión dejaba a Miguel Ángel sólo unas semanas para preparar el modelo de cera y obtener la aprobación del Pontífice. Sin ayudantes experimentados, sin que le fuera posible conseguir un fundidor de bronce en Emilia, eso significaba que tendría que trabajar los días que faltaban sin pensar ni un momento en comer, dormir ni descansar. En las escasas ocasiones en que podía dejar el trabajo no le quedaba tiempo para sentarse con Clarissa, charlar amigablemente y contarle lo que estaba haciendo. Iba tan sólo cuando ya no le era posible contener su pasión, cuando el deseo de tenerla entre sus brazos lo llevaba ciegamente por las calles para llegar a su casa, tomarla como con prisa y volver al taller. Clarissa estaba triste y cada vez daba menos de sí misma en aquellos fugaces contactos, hasta que llegó a no dar nada y el acto no se parecía en absoluto a la plena dulzura de su amor interior.

Una noche, al retirarse, Miguel Ángel dijo:

—Clarissa, siento mucho esta situación.

Ella levantó los brazos y los dejó caer nuevamente, desesperanzada.

—Los artistas viven en todas partes… y en ninguna —dijo—. Usted está dentro de esa estatua de bronce. Bentivoglio ha enviado un coche desde Milán a buscarme…

Unos días después, el Papa visitó el taller por última vez, aprobó el modelo definitivo, bendijo a Miguel Ángel y dio orden al banquero boloñés AntonMaría da Lignano de que le continuase pagando los importes de sus gastos.

Necesitaba desesperadamente un fundidor de bronce y escribió de nuevo al heraldo de la Signoria, pidiéndole que le enviase al maestro Bernardino, el mejor de Toscana. El heraldo contestó que Bernardino estaba conforme en ir, pero que no podría hacerlo antes de unas semanas.

Un calor fuera de estación se precipitó sobre la ciudad a principios de marzo, agostando las cosechas de primavera. Bolonia la Gorda se convirtió en Bolonia la Flaca. Siguió una plaga, que se propagó a más de cuarenta familias en unos pocos días. Las personas que caían en las calles eran abandonadas allí, pues nadie se atrevía a tocarlas. Miguel Ángel y Argiento trasladaron el taller de la cochera al patio abierto de San Petronio, donde por lo menos corría alguna brisa.

El maestro Bernardino llegó en otra racha de fuerte calor, en mayo. Aprobó el modelo de cera que había preparado Miguel Ángel y construyó un tremendo horno de ladrillo en el centro del patio. Siguieron algunas semanas de experimentos. Miguel Ángel estaba impaciente por fundir la estatua y volver a casa.

—No podemos apresurarnos —aconsejó Bernardino—. Un paso en falso, sin previos ensayos, y a lo mejor todo nuestro trabajo se arruina.

¡No podían apresurarse! Pero hacia ya más de dos años que había entrado al servicio del Papa. Había perdido su casa, sus años, sin poder ahorrar ni un escudo. Leyó nuevamente la carta que recibió de su padre aquella mañana, pidiéndole dinero para otra maravillosa oportunidad de inversión. Necesitaba doscientos florines inmediatamente o perdería la ganga, y jamás perdonaría a Miguel Ángel por su avaricia.

Miguel Ángel fue a ver al banquero, a quien detalló sus dos años perdidos al servicio de Julio II y su urgente necesidad del momento. El banquero se mostró compasivo.

—El Papa —dijo— ha autorizado solamente a que le pague lo que necesite para adquirir lo necesario para la estatua. Pero la tranquilidad del artista es también un elemento imprescindible, tanto como los materiales; le adelantaré cien florines contra futuras necesidades, y así podrá enviarlos hoy mismo a su casa.

Llegó por fin el momento de fundir, en junio, y algo salió mal. La estatua fundió bien hasta la cintura, pero el resto del material, casi la mitad del metal, quedó en el horno. Para sacarlo fue necesario desmantelar el horno. Miguel Ángel exclamó, aterrado:

—¿Qué puede haber ocurrido?

—No sé —respondió Bernardino—. ¡Jamás me ha sucedido una cosa igual! Tiene que haber algo que ha fallado en la segunda mitad del bronce. ¡Estoy avergonzado! ¡Mañana mismo empezaré de nuevo!

Bolonia, como Florencia y Roma, tenía su sistema de comunicación instantánea. Como un relámpago corrió por toda la ciudad la noticia de que Miguel Ángel no había podido fundir la estatua del Pontífice. Una multitud empezó a congregarse en el patio.

—¿Es muy serio, Miguel Ángel? —preguntó Aldrovandi que llegó apresurado.

—Afecta a la mitad de la estatua. En cuanto podamos reconstruir el horno podremos echar el metal al molde desde arriba. Si el metal se funde como es debido, no habrá dificultad.

—Todo saldrá bien, ya verá.

Bernardino trabajó afanosamente, día y noche. Reconstruyó el horno, probó los canales del molde, experimentó con los metales que no habían fundido debidamente y por fin, bajo el enceguecedor sol de mediados de julio, echó de nuevo la aleación derretida. Lentamente, mientras esperaban nerviosos, el metal empezó a correr del horno al modelo. Y Bernardino dijo:

—Ya no me necesita. Saldré para Florencia al amanecer.

—Pero ¿no quiere ver cómo sale la estatua? ¿Se habrán unido bien las dos mitades? Porque entonces podremos reírnos en las narices de los boloñeses.

Bernardino respondió con tono cansado.

—No me interesa la venganza. Lo único que quiero es escapar de aquí. Si tiene la bondad de pagarme, me iré.

Esta vez Bernardino había realizado un buen trabajo. Las dos mitades de la estatua se unieron sin dejar marca seria alguna. El bronce era rojizo y de superficie tosca, pero sin imperfecciones. «
Unas semanas de pulir y limar, y yo también me iré
», pensó Miguel Ángel.

Pero había calculado mal la tarea. Agosto, septiembre y octubre pasaron. El agua escaseaba y casi no podía conseguirse a ningún precio, mientras él y Argiento proseguían tenazmente la tarea. Parecían condenados a una eternidad de labor en aquella tremenda estatua.

Finalmente, en noviembre, el bronce quedó terminado. Hacia un año largo que Miguel Ángel había llegado a Bolonia… Se dirigió al banquero para que le firmase el documento de entrega de la estatua, a fin de quedar libre.

—He recibido una orden del Papa —dijo AntonMaría— en la que me dice que debe instalarla debidamente en la fachada de San Petronio.

—¿Y dice que debe pagarme ese trabajo?

—No, sólo que tiene que instalarla.

Nadie podía explicarle a qué se debían las demoras. La base no estaba preparada, había que pintarla, se aproximaban las fiestas de Navidad, luego la Epifanía… Argiento decidió regresar a la granja de su hermano.

Miguel Ángel ardía en una agotadora fiebre de esculpir. Por fin, a mediados de febrero, llegó un grupo de obreros para llevar la estatua a la fachada de San Petronio. Las campanas de la iglesia fueron lanzadas a vuelo. La estatua fue izada hasta su nicho, sobre el portal de Della Quercia. A la hora que los astrólogos declararon más propicia, las tres de la tarde, la estatua fue despojada de la envoltura que la ocultaba. La multitud prorrumpió en aclamaciones y luego todos cayeron de rodillas para orar.

Miguel Ángel lo observaba todo; de pie en el extremo opuesto de la plaza, pasó inadvertido. Alzó los ojos para contemplar a Julio II en su nicho, iluminado fugazmente por los resplandores de los cohetes. No sentía nada. Ni siquiera alivio. Estaba seco, vacío, demasiado extenuado por la larga espera y pérdida de tiempo para preguntarse siquiera si, por fin, había conquistado su libertad.

Le quedaban exactamente cuatro florines y medio. Al amanecer, llamó a la puerta de Aldrovandi para despedirse de él. Su amigo le prestó un caballo, como lo había hecho ocho años antes.

VIII

En los pocos días transcurridos desde su regreso a Florencia, se enteró de cómo Soderini tenía excelentes motivos para estar satisfecho de sí mismo: por mediación de su embajador ambulante, Niccolo Machiavello, Florencia había concertado una serie de tratados de amistad que permitirían a la ciudad-estado vivir en paz y prosperar.

—Todas las informaciones que recibimos de Bolonia y del Vaticano nos dicen que el Papa está encantado… —dijo a Miguel Ángel.


Gonfaloniere
, los cinco años que pasé esculpiendo el David, la
Madonna
para Brujas y los medallones fueron los más felices de mi vida. Sólo ansío una cosa: volver a esculpir mármol.

—La Signoria sabe expresar su gratitud. Se me ha autorizado a ofrecerle un encargo hermoso: un gigantesco Hércules, que haga juego con su David. Con una de esas figuras a cada lado de la portada principal del Palazzo della Signoria, la nuestra será la entrada al edificio de gobierno más noble del mundo.

Miguel Ángel no pudo responder, porque se le había hecho un nudo en la garganta. ¡Un gigantesco Hércules! Aquello representaba todo cuanto tenía de más potente y hermoso la cultura clásica de Grecia. Se le brindaba la oportunidad de establecer el eslabón que uniría a Pericles y Lorenzo de Medici, a la vez que avanzar en sus primitivos experimentos con una estatua de Hércules. Temblaba de emoción.

—¿Podría conseguir que se me devolviese mi casa y mi taller para esculpir esa estatua? —preguntó.

—Ahora está alquilada, pero el contrato expira pronto. Le cobraré ocho florines mensuales de alquiler. Cuando comience a esculpir los apóstoles, la casa será suya otra vez.

—En ella viviré y esculpiré el resto de mi vida. ¡Que Dios oiga estas palabras mías!

Soderini le preguntó, ansioso:

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