Krabat y el molino del Diablo (23 page)

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Authors: Otfried Preussler

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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—¿Y entonces? —preguntó Krabat.

—Debes —dijo Juro—, a lo largo del verano y del otoño, intentar llegar a estar en disposición de oponerte a la voluntad del maestro... Cuando estemos en la barra transformados en cuervos y él nos pida que escondamos el pico bajo el ala izquierda... tú tienes que ser capaz de conseguir ser el único que esconda el pico bajo el ala derecha. Me comprendes, ¿no? Si durante la prueba te comportas de una manera diferente a los demás, te darás a conocer: la muchacha sabrá entonces qué cuervo tiene que señalar, y la cosa estará hecha.

—¿Qué es lo que podemos hacer entonces? —dijo Krabat.

—Tendrás que ejercitar tu voluntad.

—¿Nada más?

—Eso es más que suficiente, ya te darás cuenta. ¿Empezamos?

Krabat estuvo de acuerdo.

—Supongamos —dijo Juro— que yo soy el maestro. Cuando yo te dé una orden tú intentarás hacer lo contrario de lo que yo te diga. Por ejemplo, si yo te ordeno que muevas algo de derecha a izquierda, tú lo mueves de izquierda a derecha. O si te tienes que poner de pie, tú te quedas sentado. Si te exijo que me mires a la cara, entonces miras hacia otro lado. ¿Está claro?

—Está claro —dijo Krabat.

—Bueno, pues entonces vamos a empezar.

Juro señaló la palmatoria que estaba entre ambos.

—¡Cógela —le pidió— y acércala hacia ti!

Krabat extendió las manos y cogió la palmatoria, con firme intención de apartarla de él, empujándola hacia Juro... pero entonces encontró resistencia. Una fuerza que contrarrestaba su propia voluntad se le opuso, y durante un instante le dejó paralizado. Luego se desencadenó un duelo sordo. De un lado la orden de Juro; y del otro Krabat, que quería oponerse a ella a toda costa.

Todavía estaba decidido a apartar de sí la palmatoria. «¡Fuera de mí! —pensó—. ¡Fuera, fuera!»

Pero se dio cuenta de que poco a poco la voluntad de Juro se iba adueñando de la suya, y de que él la iba perdiendo lentamente.

—Como tú... ordenes —se oyó decir Krabat finalmente.

Luego, obedeciendo, se acercó la palmatoria hacia sí. Se sintió como vacío por dentro. Si alguien le hubiera dicho que estaba muerto, él lo hubiera creído.

—¡No desesperes!

Oyó la voz de Juro muy alejada. Luego sintió cómo le ponía una mano en el hombro, y nuevamente, esta vez desde muy cerca, oyó que Juro decía:

—No olvides que esto no ha sido más que el primer intento, Krabat.

A partir de entonces pasaban en la cocina todas las noches que el maestro se encontraba fuera de casa. Krabat entonces se entrenaba bajo la dirección de Juro para imponer su propia voluntad sobre la de su amigo: un trabajo duro para ambos, y con demasiada frecuencia parecía que Krabat fuera a darse por vencido.

—Es que no lo voy a conseguir... y ya que voy a tener que morir, al menos no quiero que por mi culpa la muchacha también pierda la vida, ¿comprendes?

—Sí —dijo entonces Juro—, lo comprendo, Krabat, pero la muchacha aún no está comprometida. De momento no tienes por qué preocuparte por tener que decidir en un sentido o en otro. Lo principal es que sigamos avanzando. Si no pierdes el ánimo y no te das por vencido, ya verás todo lo que conseguimos hasta fin de año, ¡Créeme!

Volvieron a empezar, por enésima vez ya, con aquel tormento... y poco a poco, después de haberse ejercitado durante muchas noches, según iba transcurriendo el final del verano, empezaron a aparecer de cuando en cuando los primeros éxitos.

El águila del Sultán

¿Había concebido sospechas el maestro? ¿Había descubierto acaso, con la ayuda de Lyschko, lo que Krabat y Juro se traían entre manos? Una de las primeras tardes de septiembre invitó a sus ayudantes a una francachela, y una vez que todos se congregaron en torno a la gran mesa del cuarto del maestro y que les llenó el vaso a todos, los soltó de forma inesperada un «¡brindo por la amistad!». Juro y Krabat se miraron por encima de la mesa.

—¡Bebed! —exclamó el maestro—. ¡Bebed todos!

Luego hizo que Lobosch les llenara de nuevo los vasos y dijo:

—El verano pasado os hablé de Jirko, mi mejor amigo. Y no os oculté que un día le asesiné. Ahora os vais a enterar de cómo ocurrió... Fue en los años de la gran guerra contra los turcos, Jirko y yo por entonces habíamos tenido que desaparecer de Lusacia, nos habíamos separado. Yo me había alistado en el ejército del Emperador, donde servía como mosquetero, mientras que Jirko, cosa que no podía yo imaginarme, había entrado al servicio del Sultán como maestro de magia. El comandante de las tropas imperiales era el Mariscal de Sajonia. Nos había conducido hasta muy adentro de Hungría, donde llevábamos ya semanas acampados frente al ejército turco; amigos y enemigos atrincherados en campamentos fortificados. No se notaba demasiado que hubiera guerra, salvo porque cada una de las partes en conflicto llevaba a cabo de cuando en cuando alguna escaramuza contra la otra y disparaban con los cañones a determinados puntos de la zona de nadie. Una mañana se descubrió que los turcos se habían apoderado por la noche del Mariscal de Sajonia y le habían secuestrado, al parecer por medio de magia. Poco después se presentó a caballo ante nuestras fortificaciones un parlamentario: dijo que el Mariscal se encontraba cautivo en manos del Sultán, que se le pondría en libertad si nuestro ejército se retiraba de Hungría en un plazo de seis días, y que en caso contrario sería estrangulado la mañana del séptimo día. Entonces la consternación fue grande, y como yo sabía que Jirko estaba en el campamento turco me ofrecí para rescatarle.

El maestro vació el vaso de un trago, le hizo señas a Lobosch de que se acercara, le ordenó que le sirviera más y siguió contando:

—Aunque nuestro capitán me tomó por loco, cursó el asunto al señor coronel, que me llevó ante un general, y éste se dirigió conmigo al Duque de Leuchtenberg, que había asumido el mando en ausencia del Mariscal. Al principio el Duque tampoco quiso prestarme crédito; entonces convertí ante sus ojos en papagayos a los oficiales del Estado Mayor, y al general que me había llevado ante él, en cambio, le convertí en un faisán dorado. No hizo falta más para convencer al Duque. Me mandó que volviera inmediatamente a su forma humana a los señores y me prometió una recompensa de mil ducados en caso de que lograra rescatar al Mariscal. Entonces hizo que me enseñaran sus caballos, y me permitió que escogiera uno para mí.

El maestro interrumpió de nuevo su relato para beber, y de nuevo tuvo que llenarle el vaso Lobosch antes de que siguiera hablando.

—Podría seguir sencillamente con mi relato —dijo—, pero se me ha ocurrido algo mejor. El resto lo vais a vivir vosotros mismos: Krabat hará de mí mismo, representará el papel de mosquetero mago que va a liberar al Mariscal de Sajonia... Y ahora necesitamos a alguien que haga de Jirko...

Fue mirando a los mozos uno por uno, observó fijamente a Hanzo, observó fijamente a Andrusch y a Staschko. Finalmente la mirada de su único ojo quedó fijada en Juro.

—Tú quizá... —opinó—. Tú harás de Jirko, si quieres.

—Está bien —dijo indiferente Juro—. Alguien tendrá que hacerlo.

Krabat no se dejó engañar por su risita. Ambos eran conscientes de que el maestro quería probarlos. Ahora había que procurar no delatarse.

El molinero espolvoreó un pellizco de hierbas secas sobre la llama de la vela.

Un aroma pesado y adormecedor se esparció por la habitación, a los mozos del molino les empezaron a pesar los párpados.

—¡Ahora cerrad los ojos! —les pidió el maestro—. Entonces podréis ver lo que sucedió en Hungría. Juro y Krabat, por el contrarío, actuarán... como lo hicimos Jirko y yo en aquella ocasión, en la gran guerra contra los turcos...

Krabat sintió cómo le invadía un plúmbeo cansancio, cómo poco a poco se iba quedando dormido. La voz del maestro sonaba lejana y monótona:

—Juro, el maestro de magia del Sultán, se encuentra entre los turcos, ha jurado fidelidad a la media luna... y Krabat, el mosquetero Krabat, con polainas blancas y guerrera azul, está a la diestra del Duque de Leuchtenberg, examinando los caballos que le están enseñando.

Krabat, el mosquetero Krabat, con polainas blancas y guerrera azul, está a la diestra del Duque de Leuchtenberg, examinando los caballos que le están enseñando. El que más le gusta es un caballo negro que tiene una diminuta marca blanca en la frente que le recuerda ligeramente una estrella.

—¡Dadme ese de ahí! —exige.

El Duque ordena que le ensillen y le embriden el caballo. Krabat carga su arcabuz, se lo cuelga al hombro y monta. Da una vuelta, a un trote ligero, a la plaza de armas, luego espolea a su corcel y lo lanza al galope hacia el Duque y su comitiva, y parece que quisiera atropellarles. Los señores se dispersan aterrados... pero Krabat pasa rápidamente sobre sus cabezas empolvadas de blanco, y, para asombro general, eleva por los aires en vertical al caballo negro. ¡Y no contento con eso, corcel y jinete empiezan a alejarse a toda velocidad, más y más, hasta que desaparecen de la vista de todos!... escapando incluso de la mirada del señor Mariscal de Campo, el Conde Gallas, que dispone del catalejo más potente de todo el ejército imperial.

Krabat cabalga a una altura de vértigo igual que los demás cabalgan por un campo llano. Pronto atisba a los primeros turcos al borde de un pueblo destruido por la artillería. Ve cómo relucen al sol sus turbantes de vivos colores, ve todas las piezas de artillería apostadas detrás de los gaviones, ve cómo las patrullas cabalgan de un lado para otro entre los puestos de guardia del campamento. Por el contrario, él y su corcel no son visibles para nadie. Los caballos de los turcos inflan de miedo sus ollares, los perros empiezan a aullar y meten el rabo entre las piernas.

Sobre el campamento del ejército turco ondea al viento la bandera verde del profeta. Krabat hace descender a su caballo negro hacia el suelo, le hace posarse en él con cuidado. No lejos de la suntuosa tienda en que habita el Sultán descubre otra algo más pequeña, vigilada por unos veinte jenízaros armados hasta los dientes.

Con el caballo negro cogido de las riendas, entra en ella y, efectivamente, allí está, sentado en una silla de campaña, con la cabeza apoyada entre las manos, el gran héroe de guerra y devorador de turcos de Dresde. Krabat se hace visible, carraspea, avanza hacia el Mariscal... y se sobresalta.

¡El jefe del ejército lleva un parche de cuero negro sobre el ojo izquierdo!

—¿Qué hay? —le grazna a Krabat con una voz tan ronca como la de un cuervo—. ¿Está al servicio de los turcos? ¿Cómo es que viene hasta mí a la tienda?

—¡Para servirle! —dice Krabat—. Tengo órdenes de rescatar a Su Excelencia. Mi corcel está preparado.

Ahora también el caballo negro recupera de nuevo su figura.

—Si Su Excelencia no tiene nada en contra... —dice Krabat.

Se monta en el caballo y le hace señas al Mariscal de que se siente detrás de él. Luego salen corriendo de la tienda a toda velocidad.

Los jenízaros se quedan tan estupefactos que son incapaces de mover un dedo. Gritando con firmeza «¡Hacednos sitio!», Krabat baja a toda prisa con el Mariscal liberado la calle principal del campamento. Al verles hasta la guardia del Sultán deja caer sus lanzas y sus sables.

—¡Arre! —grita Krabat—. ¡Agárrese, Excelencia!

Nadie se atreve a enfrentárseles. Ya están en la salida del campamento, ya están fuera, en campo abierto. Ahora Krabat hace que el caballo negro se eleve por los aires, y sólo ahora empiezan los turcos a abrir fuego sobre ellos, con toda su artillería, ¡pim! ¡pam!...

Krabat está de buen humor, no teme a las balas de los turcos.

—Si esos tipos nos quisieran alcanzar, tendrían que dispararnos con algo de oro —le explica al Mariscal—. Las balas de hierro o de plomo no nos hacen ningún daño... y las flechas tampoco.

Los disparos se extinguen, dejan de hacer fuego. Los dos jinetes oyen entonces un fragor y un zumbido procedente del campamento de los turcos que se les acerca rápidamente. Krabat no puede volver la cabeza mientras cabalgan por los aires; por eso le ruega a su acompañante que mire hacia atrás.

El Mariscal le informa de que hay una gigantesca águila negra que les está persiguiendo.

—¡Se está lanzando desde lo alto, con el sol a sus espaldas, el pico dirigido hacia nosotros!

Krabat pronuncia una fórmula mágica, entonces, entre el águila y ellos, se acumulan nubes enormes, grises y densas, una montaña de nubes.

El águila las atraviesa.

—¡Allí está! —grazna el Mariscal—. ¡Se está preparando para caer sobre nosotros!

Krabat ha comprendido ya hace tiempo qué clase de águila es la que les persigue; no se sorprende lo más mínimo cuando les grita:

—¡Regresad! ¡O sois hombres muertos!

Grita con una voz que a Krabat le resulta conocida. ¿De qué la conoce? ¡No hay tiempo de pensar en ello! A una señal suya se levanta una tormenta que arroja hacia atrás al águila y que debería barrerla del cielo como si fuera un plumero, pero nada más lejos de la realidad, el águila del Sultán es capaz de resistir cualquier huracán.

—¡Regresad! —grita—. ¡Daos por vencidos antes de que sea demasiado tarde!

«¡La voz!», piensa Krabat. Ahora la ha reconocido: es la voz de Juro, la voz de su amigo, con el que ha estado sirviendo como mozo de molino hace muchos años en Koselbruch.

—¡El águila! —le informa el Mariscal—. ¡Está a punto de alcanzarnos!

De repente Krabat también se da cuenta de a quién pertenece aquella voz que le grazna al oído.

—¡Su arma de fuego, mosquetero! ¿Por qué no dispara simplemente a ese monstruo?

—Porque no tengo nada de oro para dispararle.

Krabat se alegra, porque aquello además es cierto. Pero el Mariscal de Sajonia, o quien quiera que sea el que va sentado detrás de él se arranca uno de los botones de su guerrera.

—¡Métalo en el arcabuz! ¡Y dispare ya de una vez!

Juro, el águila Juro, ya sólo está a unos cuantos aleteos de ellos. A Krabat ni se le pasa por la imaginación matarle. Hace como si metiera el botón dorado en el cañón de su arcabuz, pero en realidad se lo deja caer en la mano.

—¡Dispare! —le urge el Mariscal—. ¡Dispare ya!

Sin volver la cabeza, Krabat dirige su arma contra su perseguidor por encima del hombro; sin bala, como él sabe, cargada sólo con pólvora, sin el botón de oro en el cañón.

El disparo suena... y de repente un penetrante grito mortal:

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