Juvenilia (4 page)

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Authors: Miguel Cané

Tags: #Novela

BOOK: Juvenilia
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Un momento Jacques fue retratista, uniéndose a Masoni, un pariente político mío, de cuyos labios tengo estos detalles. Florecía entonces la daguerrotipia, que con razón, pasaba por una maravilla. Fue en esa época que llegó, en un diario europeo, una noticia muy sucinta sobre la fotografía, que Niepce acababa de inventar, siguiendo las indicaciones de Talbot. Jacques se puso a la obra inmediatamente, y al cabo de un mes de tanteos, pruebas y ensayos, Masoni, que dirigía el aparato como más práctico, lleno de júbilo mostró a Jacques, que servía de objetivo, sus propios cuellos blancos, única imagen que la luz caprichosa había dejado en el papel. Pero ni la fotografía, que más tarde perfeccionaron, ni la daguerrotipia, que le cedía el paso, como el telégrafo de señales a la electricidad, daban medios de vivir.

Jacques se dirigió a la República Argentina, se hundió en el interior, casóse en Santiago del Estero, emprendió veinte oficios diferentes, llegando hasta fabricar pan, y por fin tuvo el Colegio Nacional de Tucumán el honor de contarlo entre sus profesores. Fueron sus discípulos los doctores Gallo, Uriburu, Nougués y tantos otros hombres distinguidos hoy, que han conservado por él una veneración profunda, como todos los que hemos gozado de la luz de su espíritu.

IX

Llamado a Buenos Aires por el Gobierno del general Mitre, tomó la dirección de los estudios en el Colegio Nacional, al mismo tiempo que dictaba una cátedra de física en la Universidad. Su influencia se hizo sentir inmediatamente entre nosotros. Formuló un programa completo de bachillerato en ciencias y letras, defectuoso tal vez en un solo punto, su demasiada extensión. Pero M. Jacques, habituado a los estudios fuertes, sostenía que la inteligencia de los jóvenes argentinos es más viva que entre los franceses de la misma edad y que, por consiguiente, podíamos aprender con menor esfuerzo.

Era exigente, porque él mismo no se economizaba; rara vez faltó a sus clases, y muchas, como diré más adelante, tomó sobre sus hombros robustos la tarea de los demás.

Mis recuerdos vivos y claros en todo lo que al maestro querido se refiere, me lo representan con su estatura elevada, su gran corpulencia, su andar lento, un tanto descuidado, su eterno traje negro y aquellos amplios y enormes cuellos abiertos, rodeando un vigoroso pescuezo de gladiador.

La cabeza era soberbia: grande, blanca, luminosa, de rasgos acentuados. La calvicie le tomaba casi todo el cráneo, que se unía en una curva severa y perfecta, con la frente ancha y espaciosa, surcada de arrugas profundas y descansando, como sobre dos arcadas poderosas, en las cejas tupidas que sombreaban los ojos hundidos y claros, de mirar un tanto duro y de una intensidad insostenible; la nariz casi recta, pero ligeramente abultada en la extremidad, era de aquel corte enérgico que denota inconmovible fuerza de voluntad.

En la boca, de labios correctos, había algo de sensualismo; no usaba más que una ligera patilla que se unía bajo la barba, acentuada y fuerte, como las que se ven en algunas viejas medallas romanas.

M. Jacques era áspero, duro de carácter, de una irascibilidad nerviosa, que se traducía en acción con la rapidez del rayo, que no daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora. «No puedo con mi temperamento», decía él mismo, y más de una amargura de su vida provino de sus arrebatos irreflexivos. No conseguía detener su mano y entre todos los profesores fue el único al que admitíamos usara hacia nosotros gestos demasiado expresivos. Un profesor se había permitido un día dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landívar, si mal no recuerdo, y éste lo tendió a lo largo, de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a otro magíster que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a otros, los maltratados, para levantarnos un poco el ánimo: «¡Si no fuera Jacques!»... ¡Pero era Jacques!

X

Recuerdo una revolución que pretendimos hacer contra D. José M. Torres, vicerrector entonces y de quien más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven, Adolfo Calle, de Mendoza y yo.

Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida y la tiranía de Torres (las escapadas habían concluido) y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jerjes, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fue inmediatamente a buscar a M. Jacques, rector entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla, en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía y empezamos los preparativos de defensa.

Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros, republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta la invasión inglesa.

Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini, que estallan al ser pisadas. Era monsieur Jacques, que entraba irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el
quos ego...
en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar de ser libres o morir.

No de otra manera dejaron los persas entrar el espanto en sus corazones cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Maratón.

Vino rápido hacia mí y... Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir, y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: «¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!» seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del vicerrector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo, y un cuarto de hora después me encontraba ignominiosamente expulsado con todos mis petates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del Colegio.

Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo.

¿Qué hacer? Me parecía aquella una aventura enorme y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el concepto social. Vagué una hora, sin el baúl se entiende, que había dejado en depósito en la sacristía de San Ignacio, y por fin fui a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó y tomándome cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos.

Era D. Marcos Paz, presidente entonces de la República y uno de los hombres más puros y bondadosos que han nacido en suelo argentino.

Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con energía, vio a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del Colegio entero por nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte), y después de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis exámenes salía
regular.
La suerte y mi esfuerzo me favorecieron, y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volvía a ingresar en los claustros del internado.

XI

Nada mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, le ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado, y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos se olvidaba del cigarro, sacaba otro, y así sucesivamente, hasta que, agotada su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno, que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa.

Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra que, siendo casi imposible seguirle, habíamos adoptado con mi vecino del primer banco y amigo, Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así las voces largas, como
circunferencia, perpendicular,
etc., eran reemplazadas por el signo del infinito,
a,
las letras griegas.

Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición.

Aquel galimatías de signos le puso furioso y me tiró con mi propio manuscrito.

XII

Otra vez, Corrales... No puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado, que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio, reconocerá a primera vista.

Es el cabrión, el travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos.

De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando grabado su nombre en todas las mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de sal gruesa de colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción científica cualquiera.

Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa, en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono.

Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible, pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos.

Las matemáticas, como toda noción racional por lo demás, eran para él abismo sin fondo en los que su cráneo de chorlo se mareaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y abundante, obedeciendo sin trabas el impulso de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad, sin prisa, y dándole el derecho de preguntar, sin límites. Era inútil; no tenía la noción del ángulo recto. En clase pasaba el tiempo en tallar el banco, que se iba convirtiendo en un escaño digno del Berruguete; en fumar a escondidas, a favor de su facultad envidiada de retener el humo en el pecho durante cinco minutos; en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el índice y el anular, lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; en fabricar gallos perfectos, navíos primitivos y en mil otros pasatiempos igualmente conexos con el curso.

No había casi día en la clase de Jacques, que Corrales escapara a las vigorosas acometidas del sabio.

Pero Corrales, familiarizado ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes más estudiadas: Corrales
canchaba
maravillosamente. Un pie adelante, con el cuerpo encorvado, durante los recreos, ni los
grandes
conseguían tocarle el rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos especiales.

Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente preocupado en construir, en unión con su vecino, el cojo Videla, que le ayudaba eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. Jacques se detiene y con voz tonante exclama: «Corrales, tú eres un imbécil y tu compadre Videla otro. ¿Cuánto valen los dos juntos?»

«¡Dos rectos!», contestó Corrales, que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante la explicación y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques. Éste se le fue encima y nos fue dado presenciar uno de los combates más reñidos del año.

Corrales se echó para atrás, enroscó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros y mirando a su adversario con sus ojos chiquitos, llenos de malicia, esperó el ataque con las manos en postura.

Jacques
debutó
por un revés, que fue hábilmente parado; una finta en tercia, seguida de un amago al pelo, no tuvo mayor éxito. Entonces, Jacques, despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano, de punta, todo en confuso e inexplicable torbellino. El calor de la lucha enardeció a Corrales; se multiplicaba, se retorcía y a cada buena parada decía con acento jadeante: «¡Diande!» «¡Cuándo, mi vida!» y otros gritos de guerra análogos. Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la artillería y una nube de puntapiés cayó sobre las extremidades del intrépido agredido.

Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañón y el combate al arma blanca continuó.

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