Juego mortal (Fortitude) (38 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Había una razón precisa para esto. A menudo, si la Gestapo había localizado la calle o el barrio desde el que transmitía un operador, enviaban un equipo con ropa de paisano para cortar el suministro de electricidad casa por casa, en cuanto la radio estaba en el aire. Si la señal desaparecía cuando se cortaba el suministro eléctrico de determinado edificio, en ese caso la Gestapo sabía que era la casa desde la que radiaban. Si la luz de la lámpara de Catherine se apagaba cuando estaba en el aire, sólo tenía que conectar el interruptor de su pila con la mano izquierda y seguir transmitiendo. Esta breve interrupción podía pasar inadvertida a los escuchas de la Gestapo.

Al lado de la lámpara se encontraba un gran reloj despertador y cuatro de sus cinco cristales alineados en el orden en el que pretendía emplearlos. Cada cristal estaba encajado dentro de una vaina dentada que se alojaba en el aparato igual que un fusible eléctrico. Cada uno de ellos tenía un número. Catherine sólo debía radiar el número del siguiente cristal que usaría para prevenir a Sevenoaks del hecho de que variaba de frecuencias. Su «madrina» en Sevenoaks tenía una lista de frecuencias que correspondían con cada uno de los cristales. Lo conectaba instantáneamente, pero los cazadores del servicio de detección alemán tendrían que comenzar su incesante búsqueda por las ondas para dar con su nueva frecuencia, y empezarlo de nuevo todo.

Su mensaje se hallaba enfrente de ella codificado en bloques de cinco letras, en el papel cuadriculado que los escolares franceses emplean para sus deberes en casa. Lo había cortado en trocitos de papel. Si la Gestapo se presentaba irrumpiendo por la escalera, podría tragárselos antes de que apareciesen por la puerta. Afortunadamente, Aristide era un hombre parco cuando debía expresar su pensamiento en palabras. Algunos jefes del SOE las usaban con el inacabable abandono de los marineros borrachos al gastar su dinero en tierra. Constituían la maldición de sus operadores de radio, puesto que, cuanto más rato permanecía una radio en el aire, mayores eran las probabilidades de que los alemanes pudiesen conseguir su localización.

Las 10.25. Catherine hizo un ademán a Pierrot y se colocó los auriculares en la cabeza. Jugó con el dial durante un instante y luego saltaron al éter con fuerza precisa y clara las familiares tres letras de su señal de llamada: «BNC… BNC… BNC», una y otra vez, en dirección a Sevenoaks. Aquel sonido tenía un efecto extrañamente tranquilizador sobre Catherine: era su enlace con aquella FANY sin rostro que la recibía, en Inglaterra. Cuidadosamente, ajustó el dial para conseguir enviar a Sevenoaks una señal con el máximo de fuerza. Afortunadamente, no había otras transmisiones cerca con la longitud de onda que empleaba, ni maniobras de tropas alemanas, ni buques de carga holandeses en el Escalda parasitando su frecuencia.

Las manecillas de su reloj señalaron las 10.30. Catherine se tensó, respiró con lentitud para relajarse y conectó el aparato para empezar a transmitir. En el primer intervalo de la transmisión en Sevenoaks de su señal de llamada, entró en el aire, emitiendo su «BNC» media docena de veces. Luego se retrepó y escuchó.

–QSL… QSL… QSL… –respondió Sevenoaks–. La oímos alto y claro.

Ya estaban preparados. Catherine miró al reloj, se frotó por última vez su mano derecha y colocó el dedo encima de la llave. En unos segundos, se encontraba en otro mundo, total y absolutamente concentrada en su ágil dedo, en el clic-clac de la clavija de la radio bailoteando a través de puntos y rayas. Ágilmente, firmemente, se abrió camino por sus cinco bloques de letras, insertando su comprobación de seguridad entre el cuarto y el quinto, y su doble comprobación de seguridad entre el quinto y el sexto bloques. Trabajó metódicamente, forzándose a una calma que no sentía, obligando a su propio ser a olvidarse de la rigidez de sus músculos, de las gotas de sudor que empezaban a abrirse camino por su espina dorsal. Exactamente a las 10.40 hizo destellar una clave de nueva frecuencia a Sevenoaks, desenchufó su primer cristal e insertó el siguiente.

Lentamente y con firmeza, avanzó por los bloques de letras del mensaje de Aristide. Se había olvidado de todo, excepto de su dedo y de mantener el oído alerta hacia algún eco de silbido, que, según la habían prevenido, podía indicar que las camionetas alemanas de detección la habían encontrado.

Eran exactamente las 11.12 cuando transmitió la última letra del último bloque y su signo de llamada «BNC» para indicar que había concluido. Se echó hacia atrás tensa, escuchando. En cierto modo, se trataba del peor momento de una transmisión. En Sevenoaks, su «madrina» FANY tendría que repasar su mensaje, bloque por bloque, para asegurarse de que lo había copiado todo. ¿Tendría que pedirle que repitiera parte del mensaje?

Aguardó, doliéndole los músculos de la espalda a causa de la rígida posición que siempre adoptaba al emitir. Luego, al cabo de tres minutos, escuchó el sonido mejor recibido de toda la mañana: «QSL.» Sevenoaks lo había recibido todo. Se derrumbó en su silla exhausta y feliz. Había permanecido en el aire durante cuarenta y dos minutos, la transmisión más larga que había efectuado desde que llegara a Calais y no se había producido la menor señal del
Gonio
. Una vez más había frustrado a aquel desconocido cazador alemán que, en alguna parte, en su camioneta detectora, recorría las ondas en busca de una pista de su escondida posición.

Hans Dieter Strómelburg se encontraba en un estado mental desacostumbradamente jovial. Una cálida brisa primaveral agitaba las hojas de la Avenue Foch, en París, en el exterior de la ventana de su oficina. Marcel Dupré, el gran organista cuyos talentos tanto admiraba, daría un concierto por la noche en la iglesia de Saint-Sulpice. Se hallaba determinado a estar entre su auditorio. También había dispuesto todo para una visita después del concierto a Dodo, la prostituta pelirroja cuyos servicios había llegado a estimar grandemente. Y acababa de regresar de una totalmente satisfactoria conferencia de estrategia en el cuartel general del mariscal de campo Rommel en La Roche Guyon.

Le gustaba Rommel. La franca adhesión del mariscal de campo por el nacionalsocialismo y su devoción personal al Führer, constituían actitudes que Strómelburg encontraba pocas veces en los oficiales de la Wehrmacht. Nunca había visto al mariscal de campo tan optimista, respecto a las posibilidades de rechazar la invasión, como lo había estado ayer. Su contribución a la reunión, una evaluación de la fuerza de la Resistencia francesa, había sido particularmente apreciada. Había tres regiones de Francia en las que le había asegurado que la concentración de la Wehrmacht podía verse relativamente libre de la amenaza de la actividad armada de la Resistencia: en el Norte, en Normandía y en la región central alrededor de París. Al sur del Loira las cosas eran mucho más inseguras. Pero aquéllas eran las que más importaban, a lo largo de las costas, por lo que podían estar tranquilos al respecto, según había informado.

Una llamada a la puerta le despertó de su autosatisfecha ensoñación. Era el doctor.

–Supongo que llega con buenas noticias –le dijo Strómelburg, al ver el expediente que su subordinado traía en las manos.

–Por lo menos son interesantes –replicó el doctor, pasándole el expediente–. Es el informe semanal del servicio de detección del bulevar Suchet. La semana pasada salieron en el aire cuatro nuevas radios.

–Era de esperar. El tiempo de la invasión se acerca –observó Strómelburg extendiendo el material encima de su escritorio.

Vio que las dos primeras emisoras se encontraban en la Dordoña. Por lo que a él se refería, podían emitir desde allí noche y día si lo deseaban. Localizar una radio en aquellas desoladas colinas era en extremo difícil. Y aunque la encontrase, el capturarla sería seguramente un asunto sangriento. La zona estaba llena de guerrilleros de la Resistencia. El tercer nuevo aparato se encontraba en Lyon, seguro que su subordinado Klaus Barbie se encargaría de eso. Fue la cuarta radio la que captó su atención.

–Una nueva radio, con el signo de llamada «BNC», opera en el triángulo Boulogne-Dunkerque-St. Omer. El aparato transmite irregularmente y se han detectado emisiones en 6.766 y 7.580 kilociclos.

Aún no hemos captado plenamente su frecuencia de actuación, pero hasta ahora están confirmadas seis emisiones. Hemos interceptado fragmentos de las seis y estimamos que su extensión varía de seis a cincuenta minutos. Eso indica que es una emisora de cierta importancia. Los fragmentos interceptados han sido comunicados a la Sección de Radio de la Inteligencia del Ejército, en Berlín, para su descodificación.

–¿Cuántas camionetas de detección trabajan allí? – preguntó con violencia Strómelburg.

–Dos con esa emisora –replicó el doctor–, más otras cuatro que actúan entre nosotros y Lila.

–Ponga el resto de los camiones en ese triángulo –le ordenó–. Todos.

Dio unos golpes al expediente con el dedo índice.

–Quiero esa radio, doctor. Le hago responsable de conseguirla. Y lo más rápidamente posible.

C
UARTA PARTE

U
NA ENMARAÑADA TELA DE ARAÑA

Calais - Londres - París

Abril - Mayo de 1944

¡Oh, qué enmarañada tela de araña tejemos

la primera vez que empezamos a engañar
!

(Sir Walter Scott)

Los dos «Humber» azul oscuro se deslizaban por la carretera de Kent. por el tapiz verde pálido del campo inglés que despertaba en ese momento. T. F. O'Neill admiró las prímulas que brillaban al sol abrileño moteando los prados, las campánulas azul pálido que se agitaban desde los cauces de los arroyos. «¿Podría –se preguntó– aspirar el aire salino a través de la ventanilla abierta?» A fin de cuentas, el canal de la Mancha se encontraba sólo a quince kilómetros de distancia… En las afueras de Tenterden, los coches dejaron la carretera y atravesaron una discreta puerta; se dirigían a una mansión victoriana de ladrillos rojos.

Un teniente coronel americano y media docena de oficiales se saludaban al pie de las escaleras. T. F. salió del coche. En el vehículo de detrás, su superior, el coronel Ridley, salió con su huésped de honor, el general Sir Hastings Ismay, Jefe del Estado Mayor de Churchill. El Primer Ministro estaba tan interesado en
Fortitude
, le había explicado Ridley a T. F., que decidió enviar a Ismay para inspeccionar uno de los componentes principales en el plan, el Batallón 3103 del Servicio de Transmisiones de Estados Unidos. Ridley había insistido a T. F. que, como su enlace norteamericano, acompañase a la comitiva de Ismay. Durante un mes, los 1.000 oficiales y hombres del 3103 habían trabajado simulando las radiotransmisiones de tres Divisiones, tres Cuerpos armados, el Cuartel General de un Ejército y un Grupo de Ejército, un cuarto de millón de combatientes que noexistían, y todo en beneficio de los escuchas alemanes, al otro lado del canal de la Mancha.

Ismay subió de dos en dos las escaleras y entró en la sala de instrucciones que los norteamericanos habían preparado para él. Un camarero le ofreció una taza de té; Ismay le apartó con impaciencia. Tenía otras cosas en la cabeza. El coronel norteamericano subió a un pequeño estrado, con un puntero con el extremo de goma, dispuesto a comenzar la bien ensayada sesión informativa para su distinguido visitante. Sin embargo, Ismay no iba a desperdiciar su tiempo escuchando cómo un instructor le contaba lo que los norteamericanos deseaban que supiera. Su vida con Winston Churchill, en ocasiones difícil, le había enseñado cómo perseguir la información con despiadada efectividad.

–Sólo tiene que decirme una cosa, coronel. ¿Por qué los alemanes van a aceptar estas falsas radiotransmisiones suyas como si fuesen auténticas? – le preguntó.

El coronel dejó el puntero con tanto cuidado como un hombre que se ha recuperado de una pierna rota y deja a un lado sus muletas por primera vez.

–Señor, cada División estadounidense, Regimiento y Batallón que se halla en realidad estacionado en este país, tiene órdenes de mandarnos un análisis diario de sus intercambios por radio: el número de mensajes que mandan y reciben; el porcentaje de ellos en clave, con voces, en morse sin código; un análisis del porcentaje corresponde a cada una de las diez categorías de asuntos que les hemos dado. Además, nos imaginamos que los alemanes están escuchando esos mensajes auténticos. Por lo tanto, sacamos los falsos mensajes para nuestras falsas Divisiones basándonos en ellos. Por ejemplo, sabemos cuántos mensajes de un puesto de mando regimental auténtico se envían en un día, de qué es probable que traten, a quién irán dirigidos, etc. Por lo tanto, forjamos el falso intercambio para nuestro falso puesto de mando regimental basándonos en la pauta de los mensajes reales de un puesto de mando.

En vez de permitir que Ismay le aguijonease con otra inesperada pregunta, el coronel se volvió con rapidez hacia los confortablemente familiares rasgos de un mapa, que colgaba a su lado de un caballete.

–Nuestro papel en el plan de engaño de
Fortitude
se llama en clave
Azogue
–continuó instalándose en su preparada rutina–. Se nos ha asignado descubrir, a través de nuestra falsa actividad por radio, la concentración de un imaginario Primer Grupo de Ejército estadounidense, que prepara una invasión de las costas de Calais desde aquí, en el sudeste de Inglaterra. Se supone que se compone de dos Ejércitos, el Primero canadiense y el Tercero estadounidense.

–Ya sé todo eso –le interpeló Ismay impaciente–. ¿Sus operadores lanzan sus transmisiones directamente al aire?

–No, señor –replicó el coronel–. Aquí lo grabamos todo en discos normales de cuarenta centímetros y los emitimos desde camiones que circulan por el sudeste de Inglaterra.

–¿No parece eso demasiado perfecto?

–Nuestros hombres cometen errores en la grabación, señor. Y si no son comprometedores permitimos que salgan al aire.

–¿Supongamos que un disco se rompe en uno de nuestros soberbios caminos vecinales?

–Los grabamos por duplicado, señor.

T. F. sonrió. La razón de que Churchill hubiese mandado aquí a su Jefe de Estado Mayor personal, según se acababa de dar cuenta, radicaba en abrigar un saludable escepticismo acerca de la habilidad de los norteamericanos para llevar a cabo su papel en
Fortitude
. El coronel le estaba decepcionando.

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