Juego mortal (Fortitude) (40 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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La visión de una figura que se esforzaba por subir la ladera interrumpió su meditación. Era notable, pensó Aristide, cuánto más amigables se habían vuelto las actitudes de sus paisanos hacia la Resistencia, a medida que el signo de la guerra había ido cambiando. Hacía dos años, el hombre que trepaba hacia él, en el mejor de los casos hubiese ignorado su invitación para una pequeña charla, y, en el peor, le habría denunciado a la Policía. Ahora, con la victoria de los aliados como perspectiva muy real, casi se había mostrado ansioso por aceptar su requerimiento de una reunión.

Al observarle, Aristide no pudo dejar de pensar en el pasado, en 1942, y en su propio reclutamiento para la Resistencia. Su padre había sido minero del carbón en Lens, hasta que sus enfermos pulmones le habían llevado a la superficie, y a Calais como organizador de la federación de sindicatos comunistas. Había sido capturado en la primera redada que hicieron los alemanes de comunistas en el Pas de Calais, en noviembre de 1941, y dos meses después, había sido fusilado en Lila tras haber disparado contra un soldado alemán. En aquella época, Aristide llevaba ya a cabo ocasionales tareas menores para la Resistencia, convencido de que su edad y su debilidad física le impedían desempeñar un papel más activo. Cuando el capitán Trotobas, el legendario comandante del SOE en el Norte, le sugirió que podría realizar algo más sustancioso para su organización, Aristide aceptó con la mayor de las alegrías. El SOE le había enviado a Inglaterra en un vuelo clandestino del «Lysander» para efectuar un cursillo de adiestramiento de seis semanas. A su regreso, y a sugerencia de Londres, dejó de dar clases y consiguió un empleo en el Ayuntamiento de Calais, donde podría ayudar a fabricar los constantemente cambiantes pases y documentos de identidad para circular por la zona costera.

Aquel empleo le permitió acceder a los archivos municipales y, ocasionalmente, prever los planes de los alemanes respecto de la ciudad. Por ejemplo, también le había permitido investigar los antecedentes del nombre que ahora trepaba la colina para reunirse con él. Pierre Paraud tenía cincuenta y cuatro años, estaba casado, era padre de dos hijos y llevaba ya doce años como empleado en «La Béthunoise», la compañía eléctrica privada que suministraba fluido eléctrico al noroeste de Francia. Desde mayo de 1939 había dirigido las operaciones de la compañía en el Pas de Calais. La constante necesidad de los alemanes por aumentar la producción de corriente eléctrica, para construir sus fortificaciones del Muro del Atlántico, significaba que necesitaban de la cooperación de «La Béthunoise» y de sus empleados principales, como Paraud. Algunos –muy pocos en realidad– se habían marchado para no tener que poner sus habilidades al servicio de los ocupantes. Pero no Paraud. Al igual que tantos franceses, había sido colaboracionista, aunque reluctante, dispuesto a hacer lo que fuera para mantener su empleo, para seguir adelante y que su familia conservara sus niveles de vida. La gente como Paraud necesitaría de referencias en los meses venideros, pensó Aristide. Y él estaba dispuesto a concedérselas, pero a cierto precio.

Los dos hombres se estrecharon la mano y se tendieron luego en el altozano. Aristide ofreció un cigarrillo al jadeante Paraud.

–Bonita vista, ¿verdad? – murmuró señalando a través de la niebla marina hacia Inglaterra, a treinta kilómetros de distancia–. ¿No se pregunta a veces qué deben estar haciendo allí? ¿Qué pensarán cuando estén de pie en sus acantilados calizos y miren hacia nosotros?

–No…

Paraud se encogió indolentemente de hombros, un gesto que en cierto modo implicaba que se remitía en aquello a Aristide.

–Cuando miro hacia allí e imagino lo que vendrá pienso en la destrucción que la liberación va a aportar…

«Estupendo –pensó Aristide–, exactamente la apertura que deseaba.»

–Sí, probablemente habrá que pagar un pesado precio por nuestra privilegiada ubicación. Siempre ha sido así.

Ofreció a Paraud el beneficio de una sonrisa de tanteo y aquella mirada perforadora de sus ojos que tanto había afectado a Catherine la primera vez que le vio.

–Me temo que habrá muchos precios que pagar cuando llegue la liberación.

Si sus palabras habían dejado la menor duda en la mente de Paraud acerca de su significado, el tono de Aristide fue suficiente como para disiparlos. Hizo ondear negligentemente su cigarrillo.

–Pero, ¿por qué debemos preocuparnos acerca de eso ahora? Sólo deseaba charlar un rato. Conseguir alguna información que me pueda ser útil.

Devolvió la mirada a Paraud, con sus profundas ojeras denotando el precio del silencio.

–Sobre una base estrictamente privada, no obstante –dijo con su voz convirtiéndose en un murmullo–, no soy un hombre que olvide a aquellos que me prestan un servicio.

Paraud pareció tragarse el cigarrillo.

–¿Qué desea saber?

–Hábleme sobre las instalaciones eléctricas en la «Batería Lindemann».

La aprensión que aquellas palabras produjeron en los rasgos de Paraud, resultó gratificante para Aristide. Una leve incomodidad mental era un pequeño precio que el ingeniero eléctrico tenía que pagar por lo que había sido, a fin de cuentas, una guerra relativamente libre de problemas.

–Toman la corriente eléctrica directamente de la central. Tienen su propia línea. Se la instalamos en 1942 para que no se queden sin luz cuando tenemos que cortar el suministro a la ciudad. También poseen dos generadores diesel «Deutz» en la batería, para generar su propia electricidad si la corriente queda cortada.

–¿Y cuánto tiempo pueden gobernar la batería con esos generadores?

–Indefinidamente.

–¿Días? ¿Semanas?

–Meses. Mientras tengan combustible para que funcionen los motores.

–¿Y en un caso de emergencia, podrían utilizar la batería sin corriente eléctrica?

–En absoluto, no el «Lindemann». Es demasiado grande. Los obuses pesan más de mil kilogramos. La única forma que tienen para llevarlos hasta los cañones desde su arsenal subterráneo, consiste en transportarlos en montacargas. Las torretas de los cañones pesan cincuenta toneladas cada una. Y tampoco pueden moverlas para cambiar la puntería sin ayuda de los motores eléctricos.

Por lo tanto, reflexionó Aristide agradecido, aquí se encuentra su talón de Aquiles. Siempre se supone que existe, incluso en sus creaciones. Se removió para conseguir una posición más cómoda en el altozano.

–Dígame algo –le preguntó–. Es una cosa que recuerdo de cuando era niño antes de la guerra. Me encontraba con algunos de mis primos en Amiens y una noche tuvimos la tormenta más increíblemente fuerte que quepa imaginar. En un momento determinado un rayo cayó en la línea eléctrica que enlazaba con la casa. Corrió a través de los fusibles y quemó los motores de todas las instalaciones eléctricas de la casa, la nevera, la máquina de coser, la radio, todo… ¿Podría sucederle algo así a la «Batería Lindemann»?

–No.

–¿Y por qué no?

–Porque los alemanes están preparados para esto. Tienen un muy fiable y calibrado sistema de limitadores del circuito, que controlan el flujo de electricidad en sus monitores. La descarga del rayo nunca llegaría a pasar por ellos. Causaría un follón en el panel de control, pero nunca alcanzaría a los motores. Todo lo que los alemanes deberían hacer sería establecer una línea de desvío y volver otra vez a operar.

Aristide se desmoronó. Su alma de filósofo se había visto siempre siendo ultrajada por la incapacidad de la ciencia para conformarse con las razones mejor dictadas.

–Si los motores que gobiernan esos cañones se quemasen, ¿cuánto tiempo costaría reemplazarlos?

–Veinticuatro horas. Tal vez cuarenta y ocho. Siempre y cuando, como es natural, haya motores de repuesto aquí, en Calais. Pero no sé si los tienen o no.

Los ojos de Aristide se clavaron en los de Paraud.

–¿Existe alguna forma para que esos cierres del circuito se alteren y una sobrecarga de corriente llegue a través de ellos hasta los motores?

–Para alcanzarlos, primero habría que llegar al panel de control. Y siempre está cerrado.

–¿Y quién tiene la llave?

–El teniente Metz, el oficial eléctrico. Y supongo que también el comandante de la batería.

Aristide dio la bienvenida a aquella golosina con un leve asentimiento de la cabeza.

–Permítame colocarle ante una situación teórica y puramente hipotética. La puerta de ese panel de control está abierta. El cortacircuitos se encuentra delante de nosotros. ¿Qué habría que hacerle para que el impacto de una descarga eléctrica pasase a través de los mismos y alcanzase los motores de los cañones?

Paraud hizo una pausa en lo que Aristide al principio interpretó como un recalcitrante silencio. En realidad, se trataba de la ensoñación de un técnico. Simplemente, jamás le habían enfrentado ante el problema que Aristide acababa de plantearle.

–¿Sabe cómo funciona un fusible? – preguntó finalmente Paraud.

–No.

–El principio es muy simple. El fusible está insertado en la línea eléctrica delante del motor que se trata de proteger. La corriente ha de pasar a través del núcleo de plomo de ese fusible antes de que llegue a los motores. Si existe demasiada corriente en tu línea, el calor que produce conlleva que, al alcanzar el plomo del fusible, instantáneamente se funde. Y de esa forma se corta el fluido eléctrico y se salvan los motores.

–Comprendo… –replicó Aristide, gratificado ante aquella demostración de lo razonable que resultaba la ciencia.

–Ahora bien, si quiere eliminar cuatro o cinco de los cortacircuitos que emplean, lo que debería hacer sería quitar sus núcleos de plomo y reemplazarlos por cobre. El cobre es un excelente conductor de la electricidad, pero también se funde, aunque a una temperatura mucho mayor. Un fusible de plomo que esté calibrado para fundirse a treinta amperios de corriente, admitiría muchos centenares de amperios más antes de fundirse si su núcleo está compuesto de cobre.

–Ah… –exclamó Aristide que, de repente, lo había comprendido todo–. ¿Lo que sugiere es desenroscar los cortacircuitos del panel de control, quitar los fusibles auténticos y poner otros manipulados en su lugar?

–Exactamente…

El jefe de la Resistencia dedicó a Paraud la sonrisa que un anciano maestro de piano brindaría a un discípulo que acabase de abrirse camino sin cometer ningún error a través de un preludio de Chopin.

–Se trata de una idea muy inteligente. Y muy simple. Me gusta. Ahora permita que le haga una última pregunta. Podemos estar seguros de que Dios es antinazi, pero eso no significa que nos proporcione un rayo si se lo pedimos… ¿Hay algún procedimiento para que la central eléctrica pueda sustituirle? ¿Cómo mandar una gran descarga eléctrica a través de la línea y que tuviese el mismo efecto que un rayo?

El labio inferior del ingeniero tembló ante el reconocimiento de la decididamente poco teórica naturaleza de la pregunta que acababan de formularle. Aristide estaba preparado para esta reacción. El valor no era de ningún modo monopolio de los jóvenes o de los pobres, pero en su actuación para la Resistencia había aprendido que un sitio donde resultaba improbable encontrarlo era entre las personas de mediana edad de la clase media.

–No estoy seguro de que realmente quiera entrar en esto…

La voz de Paraud imploró lo mejor posible para que hubiese una pequeña comprensión de lo delicado de su situación.

–Oh, no veo por qué no…

Aristide cogió un tallo de hierba y se lo colocó graciosamente entre los dientes.

–Estoy seguro de que un hombre como usted no desea hacer nada que pueda interpretarse como una ayuda para que nuestros ocupantes prolonguen su estancia aquí.

–¿Pero qué me dice de mi familia? Debe tratarse de un trabajo interno y me acusarían a mí.

«Si ése es el problema –pensó Aristide–, resulta bastante fácil el hacerle frente.»

–¿Y si suponemos que consigo que les evacúen? En ese caso, se encontrarían a salvo de todo tipo de represalias. Y lo que es más importante, estarán alejados de los combates que con toda seguridad tendrán lugar aquí.

–¿Podría arreglar eso?

–En efecto. Y ahora volvamos a mi hipotética pregunta… Y sigo insistiendo en que se trata de algo puramente hipotético…

–Lo que habría que hacer es conseguir una súbita y enorme elevación del voltaje de la línea que suministra electricidad a la batería.

Aristide ofreció al pequeño electricista la sonrisa de un jesuíta que acaba de oír el primer reconocimiento de duda ética.

–¿Y cómo lo haría?

–La corriente para la batería llega a nuestra central eléctrica por una línea de alta tensión eléctrica de 10.000 voltios. La rebajamos hasta una corriente trifásica de 220 voltios con un transformador. Normalmente, se habría colocado el transformador lo bastante cerca de la batería para que la corriente llegase de una forma directa desde la fuente. Pero, puesto que los alemanes tienen guardianes en torno de nuestra central eléctrica, han instalado los transformadores dentro de la central.

–Comprendo.

El recital había tenido hasta ese momento una lógica que complugo a Aristide.

–Básicamente, lo más importante sería instalar un desvío entre el cable que llega al transformador con la corriente de 10.000 voltios, y eliminar el cable que alimenta con corriente de 220 voltios del transformador a la batería. De esta forma, los 10.000 voltios rodearían al transformador e irían directamente a la batería.

–¿Y…?

–Y el estallido de una corriente de 10.000 voltios quemaría por completo esos motores como camarones sobre un espetón.

Aristide sonrió ante el placer que le inspiraba aquella comparación.

–¿Y hasta qué punto sería difícil hacer eso… técnicamente? ¿Existe alguna forma para hacerlo con antelación respecto del momento en que se pretendiera? ¿Para que cuando llegue la ocasión todo esté listo para funcionar?

Por el repentino silencio del electricista, resultó evidente que el asunto requería pensarlo un poco.

–Habría que instalar el desvío del cable de 220 voltios a la batería con cierta anticipación. Eso podría hacerse.

–¿Descubrirían los alemanes lo que se había hecho, inspeccionando la central eléctrica?

–Nunca entran en la central. A menos que alguien se lo hubiera contado, no tendrían ninguna razón para entrar y realizar una inspección.

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