«Incendiemos Europa.» Con esta sonora frase, pronunciada el 16 de julio de 1940, Winston Churchill había sido el heraldo de la adición de una nueva arma al agotado arsenal de Inglaterra. Se le llamó el SOE, el Ejecutivo de Operaciones Especiales
(Special Operations Executive)
, y sus órdenes fueron «promover el terror, alentar la resistencia, cundir la alarma, el desaliento y la destrucción detrás de las líneas alemanas».
De todos modos, ni las llamas del infierno hubieran sido suficientes para, en julio de 1940, hacer arder los países ocupados de la Europa occidental, y aquel día veraniego en que había pronunciado sus desafiantes palabras, Winston Churchill apenas poseía ni una cerilla mojada. Promover el terror era el monopolio de la Gestapo y la destrucción un reino de la Luftwafe. Incluso la idea de resistirse a sus conquistadores nazis resultaba una noción impensable para la amplia mayoría de las personas de la Europa ocupada.
Pero no Churchill. No permitiría que los alemanes descansasen tranquilamente en sus territorios recientemente conquistados: aunque no tuviese las armas convencionales para turbar su sueño, conocía otros medios para perturbar sus noches. Había aprendido a luchar con los enemigos de Gran Bretaña en todos los rincones del Imperio. Había combatido contra los bóers en las praderas de África del Sur, había perseguido a los esquivos afganos de la Frontera Noroeste, estudiado las tácticas empleadas por los pistoleros del IRA para movilizar los barrios bajos de Dublín. La guerra en la que había combatido era una sin principios, sin reglas, sin ética, tan distante de las virtudes del juego limpio anglosajón, como las celdas de tortura del cuartel general de la Gestapo en Prinz Albrechtstrasse lo estaban del Oíd Bailey londinense. Pero, como él mismo había visto, resultaba un juego mortíferamente efectivo, con él se podían convertir en inofensivos enormes ejércitos.
Por lo tanto, creó el SOE. Sus modelos de conducta fueron el IRA, las guerrillas de Mao Tsé-tung, incluso la quinta columna del enemigo nazi. Sabotajes, huelgas, propaganda falsa, boicots, algaradas, actos terroristas, en eso consistía su táctica. Pronto comenzó a ganarse el apodo de «Ministerio de la Guerra sucia». Los hombres y mujeres del SOE que saliesen a combatir en los oscuros y solitarios territorios de la guerra, lo harían a sabiendas de que sus vidas podrían considerarse perdidas desde el momento en que se embarcasen en sus botes de goma o se deslizasen a través del hueco de paracaidistas de los bombarderos «Halifax»; que sus acciones estarían condenadas a ser desautorizadas por la nación a la que servían. Ningún documento oficial revelaría nunca la existencia de su organización, a los representantes elegidos del pueblo inglés en la Cámara de los Comunes. La Historia nunca sabría lo que hicieron o por qué lo hicieron.
Aquella noche de marzo en que se presentó el momento en que Catherine Pradier ocupase su lugar en la Francia ocupada, el SOE había ido mucho más allá de colmar el sueño de Churchill. Resultaba ahora inminente el regreso de los ejércitos aliados al continente, algo impensable cuando Churchill creara el SOE. Y cuando aquel día llegase, los alemanes, en efecto, encontrarían su retaguardia en llamas, alimentadas por los hombres y las mujeres del SOE.
No obstante, los dirigentes del SOE seguían siendo los parias del
establishment
del espionaje. Ninguno de ellos se sentaba en los comités secretos en los que se decidían las políticas de la guerra clandestina. Ninguno tenía acceso al material generado por el mayor secreto de la guerra, el programa «Ultra» que había permitido a los aliados leer las claves de guerra de los alemanes.
Para el general Sir Stewart Menzies, «C», Jefe del Servicio Secreto de Inteligencia, SIS, el SOE resultó ser una insegura y no bien recibida invasión en un mundo que él y sus acólitos estaban acostumbrados a regir por sí mismos. El SIS se había introducido en el SOE con un celo comparable al que empleaba en penetrar las filas de sus rivales alemanes, la Abwehr. Durante dos años, el SIS había manipulado todos los códigos y comunicaciones secretas del SOE, y todo ello para asegurarse el control sobre aquel rival de tiempos de guerra. Además, su organización había adquirido la reputación de ser fatalmente insegura. En el «White's Club» y en los lugares en torno de Saint James Park, donde vivían y trabajaban los verdaderos dirigentes de la Inteligencia británica, se había pasado la consigna: «Nunca confiéis un secreto al SOE.» Eso podría haber arruinado el invento de Churchill. Sin embargo, no había sido así, puesto que, en la guerra de las sombras, una organización secreta puede correr el riesgo de convertirse en otra fuerza redentora.
Cavendish se puso en pie en cuanto Catherine Pradier entró en su despacho. Con amplia sonrisa, rodeó su escritorio para saludarla.
–Maravilloso –exclamó–, diría que acabas de salir de los mismos Campos Elíseos.
A pesar de su nerviosismo, Catherine le devolvió la sonrisa e hizo una reverencia burlona. Las observaciones galantes, según se había percatado, no salían con frecuencia de los delgados labios del comandante. Más parecía un clérigo anglicano que un guerrero. Una muy visible nuez de Adán bajó y subió a lo largo de su delgado cuello, mucho más apropiado para un alzacuello clerical que para una guerrera de combate. Su cara era alargada y angulosa: una barbilla sobresaliente, una nariz afilada, amplia frente sobre la que caían unos cuantos mechones de pelo en desaliñada soledad. Era un hombre alto, que sobrepasaba el metro ochenta y, como muchos hombres altos, tendía a inclinarse como si pretendiese atrapar las palabras de aquellos mortales a los que Dios había colocado más cerca de la Tierra que a él.
Cavendish la estudió con atención. Se trataba de una criatura obstinada. A pesar de sus ruegos, se había negado a cortarse el rubio cabello que le caía esplendorosamente por encima de los hombros. El vestido de Weingarten caía con rigidez poco característica, de la flexible figura que la mujer no podría hacer pasar por discreta. «Apostaría –pensó– que ha conseguido burlar las órdenes que le habían dado en la tienda de recortar y remeter donde más interesaba. Supongo –siguió diciéndose a sí mismo–, que tendremos que aprender a vivir con su aspecto y que ella deberá aprender a sobrevivir con él.»
–Y ahora, querida –le anunció Cavendish mientras se sentaba cómodamente en su sillón–, ¿podemos pasar revista a las órdenes?
A Catherine le habían entregado sus instrucciones finales en un trozo mecanografiado de papel, hacía sólo unas horas. Las memorizó y luego se las devolvió a través de su oficial de escolta.
–Mi nombre en campaña será Denise. Saldré del país en avión durante la luna llena de marzo, esta noche si el tiempo se mantiene. Me harán aterrizar en algún lugar al sudoeste de París, en el valle del Loira, donde se hará cargo de mí el oficial de operaciones aéreas de la organización. Me ayudará a llegar mañana, si todo sale bien, en tren a París.
Al oírse repetir aquellas palabras, Catherine deseó estallar en carcajadas. Parecía demasiado loco para ser cierto. «¿Puedo, realmente, estar sentada aquí esta noche, a salvo y segura, en este piso confortable, y mañana encaminarme hacia París, rodeada de soldados alemanes, tal vez bombardeada en el camino por los aviones de las mismas personas que me envían allí?»
–Entraré también en contacto con el oficial de operaciones aéreas en París y continuaré por mis propios medios hacia Calais, vía Lila, en tren. A mi llegada a Calais, ocuparé el apartamento en el segundo piso, izquierda, 17 Rué des Soupirants, del que tengo la llave, hasta que me ponga en contacto con mi red. Cada mañana a las once iré al «Café des Trois Suisses», donde buscaré a un hombre de pie en la esquina de la calle, delante del café, y que llevará unos pantalones azules y una caja de herramientas de color verde. Le preguntaré si es el fontanero que he llamado para que me repare un desagüe obturado. Él me preguntará a su vez si soy Madame Dumesnil de la Rué Descartes. Si todas esas palabras en clave han sido intercambiadas convenientemente, sabré que el contacto ha quedado establecido. Me llevará ante Aristide, el jefe de la red a la que me han asignado. Me ocuparé de la emisora de radio de Aristide y seré también su correo. Efectuaré mi primera transmisión a las 21.00 GMT, al día siguiente de entrar en contacto con Aristide. A continuación, retransmitiré de acuerdo con mi «Sked».
–Muy bien, Catherine. Creo que eso es todo. Permíteme que te dé ahora mis regalos…
Cavendish se dirigió a una mesa contigua a su escritorio y abrió una atrotinada maleta de cuero. Hizo a un lado varias saharianas, calcetines y prendas de ropa interior sucia para descubrir una segunda maleta más pequeña, esta última del tamaño de un neceser. Abrió sus cierres.
Encajado de manera precisa se encontraba un radiotransmisor. Los dedos de Cavendish señalaron el enrollamiento verde de la antena y la clave con la que Catherine podría emitir los mensajes. Alzó el faldón de un pequeño compartimiento.
–Los cuarzos de recambio están aquí.
Estos cuarzos eran unos cuadrados negros de plástico del tamaño de una caja de cerillas. Al colocar un nuevo cuarzo en el transmisor, el operador, automáticamente, cambiaba la frecuencia en la que radiaba. Esto hacía más dificultosos los esfuerzos del servicio de detección de radio alemán para localizar los transmisores clandestinos.
–Permíteme avisarte de nuevo. Nunca retransmitas más de 12 minutos sin cambiar el cuarzo. Y nunca, Catherine, bajo ninguna circunstancia, transmitas durante más de cuarenta minutos. Los servicios de detección de radio alemanes son devastadoramente efectivos. Y el Pas de Calais está lo que se dice atestado de camiones detectores.
Cavendish dio un golpecito en el cierre del pequeño maletín.
–Recuerda que, por precioso que sea este transmisor, tú eres aún más valiosa. Si ves que te van a descubrir en un registro de seguridad, trata de enterrarlo. Cuando te encuentres en el tren, colócalo en una redecilla portaequipajes y siéntate luego a dos o tres vagones de distancia. Si los alemanes realizan una de sus comprobaciones sorpresa de los equipajes, el pobre tipo que esté sentado debajo de él tendrá que responder a algunas preguntas un tanto difíciles, pero tú, por lo menos, te encontrarás a salvo.
Cavendish esparció las saharianas viejas y la ropa interior sucia por encima de la caja del transmisor.
–Por desgracia, si te pillan con esto, te habrán atrapado. Realmente, es el meollo del asunto. Es más bien difícil convencer a nadie de que se trata de otra cosa.
Cavendish sacó de la maleta un tubo de pasta dentífrica francesa «Cadum».
–La clave y el horario se encuentran en la parte inferior del tubo envueltos en celofán. No es preciso que los saques hasta que llegues a Calais.
Cada uno de ellos era una pequeña pieza de tejido que, desplegado, resultaba más pequeño que un pañuelo de mujer. Impreso en los mismos se encontraban las claves del código que Catherine emplearía para cifrar sus mensajes. La FANY que, en Sevenoaks, Kent, recibiría sus emisiones tenía una serie idéntica de claves. El sistema, correctamente usado, resultaba por completo impenetrable.
Cavendish tomó una caja de cerillas francesas de madera.
–Esto es importante.
De su escritorio, cogió una cerilla de madera y la frotó contra la caja. No sucedió nada.
–No te imagines que tus amigos franceses se han olvidado de cómo se hacen las cerillas –le explicó echándose a reír–. Echa un vistazo a esto.
Catherine estudió con atención la cerilla. Parecía ser una corriente cerilla de madera. Cavendish la cogió de nuevo y luego señaló la cabeza de fósforo. Una astilla, parecida a una «U» invertida, aparecía tallada a un lado.
–De esta forma reconocerás a este fósforo en particular que no es, en realidad, una auténtica cerilla. Se trata de un trozo de madera hueco que contiene un microfilme con nuevas órdenes para Aristide. No desearíamos que le mandasen al pobre Aristide las órdenes en una bocanada de humo por error. Por favor, comprueba que lo reciba en cuanto establezcas contacto con él.
Cavendish cogió otra cerilla, esta vez de la caja y la frotó. Se encendió y dio una llama. La sopló y, con el aire de un chiquillo encantado con un nuevo juguete, colocó la cerilla falsa en la caja.
–Son muy listos esos tipos del laboratorio.
Cavendish regresó a su mesita auxiliar del escritorio. Curiosamente, nada en sus antecedentes le había preparado para el extraordinariamente complejo y difícil papel que había sido llamado a desempeñar en esta guerra subterránea. Su calificación real al respecto se basaba en el simple hecho de que era antiguo alumno de Eton. Sin que Cavendish lo supiese, había sido designado para su trabajo por otro de Eton mayor que él. Y el que fuese un aficionado en este mundo cínico, había hecho que se adecuase a él de forma admirable. Trabajaba con increíble tesón. Se hallaba absolutamente dedicado a los hombres y mujeres a los que enviaba a aquellas peligrosas misiones y a menudo fatales. Algunos se referían a su organización como «La Firma». Cavendish prefería pensar en ella como en una familia y, en muchos aspectos, eso era realmente para él. Proporcionaba a sus miembros, de forma instintiva, todo su ser y todas sus habilidades; en realidad se lo daba todo, excepto aquel ingrediente vital en el papel de maestro de espías, y que no podía entregar porque no lo poseía: tortuosidad.
Cogió ahora la cartilla de racionamiento de Catherine y su carné de identidad. Al igual que sus ropas, habían sido impresas en otro de los talleres secretos de Cavendish, éste dirigido por un falsificador convicto, liberado bajo palabra de la cárcel, para servir en las Fuerzas Armadas de Su Majestad. Los estudió meticulosamente en busca del menor fallo que, aunque pequeño, pudiese traicionar a Catherine ante la Gestapo.
–Tratamos de mantener estas cosas absolutamente al día, con todos los cambios que van haciendo por allí –explicó, colocándolos delante de Catherine–. Creo que éstos son perfectos. Afortunadamente, y como muy bien sabes, el cumplir la ley a pies juntillas no constituye algo que caracterice a nuestros amigos franceses. Si un gendarme encuentra algo atrasado en alguna de ellas, no te dejes dominar por el pánico. Probablemente, serás la quinta persona a la que ha parado desde la hora del almuerzo con idéntico problema.
Señaló la cartilla de racionamiento.
–Te hemos arrancado algunos de los cupones para que se vea que has estado empleando la cartilla con regularidad.