Con aquellas palabras, Catherine fue recibida en el suelo de Francia. Su bienvenida resultó brusca y propia de un asunto de negocios.
–Espera aquí –le ordenó Paul, señalando un grupo de árboles mientras se volvía hacia el aparato.
Los dos pasajeros que emprendían viaje subieron, el piloto cerró la cubierta de cristal, Paul se alejó a la carrera del fuselaje e hizo una señal al piloto para que se fuese. El avión había permanecido en el suelo apenas tres minutos. Con un rugido de entrechocamiento de metales y lanzando una humareda por el tubo de escape, que Catherine estaba segura que los alemanes podrían oír desde allí hasta París, el avión se deslizó por el terreno de pastos, forcejeando por elevarse de la húmeda tierra.
Baby Cadum
y el segundo hombre habían desaparecido en la oscuridad. «Qué extraño –pensó Catherine–, hemos vivido esta extraordinaria aventura juntos, hemos intercambiado apenas dos palabras en seis horas y ahora desaparece en la noche.»
Paul recorría el campo apagando las linternas y recogiendo las estacas que habían marcado la pista iluminada. Catherine siguió de pie, rígida, con los oídos siguiendo el zumbido del «Lysander» que se encaminaba de regreso a Inglaterra y a la seguridad, aferrada a su cada vez menos perceptible rugido, hasta que, gradualmente, se perdió entre las llamadas de las aves nocturnas, el ruido de la brisa y el distante ladrido del perro de una granja.
En su vida, Catherine jamás se había sentido tan total y completamente sola. A la izquierda, podía ver la niebla baja que se levantaba desde el Cher en plateados remolinos. El campo se hallaba en una llanura aluvial. Las inundaciones invernales hacían de la explanada un pastizal inhabitable; no existía ni un solo edificio a lo largo de la orilla del río, desde Azay-sur-Cher hasta Saint-Martin. Aquello convertía la zona en un perfecto lugar para aterrizajes clandestinos. Delante de ella se veía un grupo de álamos, con sus ramas desnudas silueteadas a la luz de la luna. Unos rollos negros de
gui
–muérdago– anidan mágicamente en las horquillas de esas ramas, el
gui
es la planta sagrada de los antiguos druidas, cortada una vez al año por el sumo sacerdote para traer buena suerte a su pueblo. «¿Un presagio?», se preguntó.
Paul regresó con las estacas en la mano, jadeando levemente a causa del esfuerzo. Era un hombre alto, probablemente de treinta y pocos años, que llevaba una chaqueta vieja de lana y pantalones a juego. En los pies se le veían un par de holgadas botas de caucho.
–Quédate aquí –le ordenó–. En seguida vuelvo.
Le cogió la maleta y se alejó en la oscuridad. «¿No eres un tipo hablador, verdad, Paul?», pensó Catherine mientras le veía alejarse.
El pesado andar de sus botas anunció el regreso de Paul. Sin pronunciar una palabra, se acercó hasta donde se encontraba Catherine, la cogió en brazos y empezó a llevarla cual a un incapaz tullido a través del campo.
–¿Qué demonios estás haciendo? – gritó la mujer, pateando y removiéndose para protestar de su forma de obrar.
–Cállate. Por la noche, las voces llegan muy lejos…
Ése fue el único comentario que consiguió.
Bufando de silenciosa ira, Catherine le permitió llevarla a través del esponjoso pastizal, hasta un puente de planchas de madera que formaba un dique de contención, hasta llegar a una sucia carretera donde la depositó en el suelo. Les esperaban dos bicicletas. La maleta de la mujer se hallaba ya atada en la redecilla trasera de una de ellas.
–¿Sabes montar en bicicleta?
Catherine asintió.
–Algunos no saben… Y ahora escucha: tenemos que hacer cinco kilómetros. Al llegar a Saint-Martin tomaremos la D 83 hasta un lugar seguro en el extremo del bosque. Mantente detrás de mí y haz exactamente lo mismo que yo. Si oímos un coche, nos esconderemos. Puede pertenecer a un alemán o a un estraperlista. Nadie más sale durante el toque de queda.
A continuación se quitó las botas de goma y las colocó al pie del puente. Abrió la cesta que se hallaba fijada en la barra del manillar de su bicicleta y sacó un conejo muerto, con sangre fresca y entrañas rezumando de sus restos. Mientras Catherine lo observaba en medio de una creciente revulsión, lo ató encima de la maleta de ella.
–La cena. Hemos estado cazando furtivamente –le explicó, mientras pasaba la pierna por encima del sillín.
La primera cosa que sorprendió a Catherine fue lo perfectamente engrasadas que se encontraban las bicicletas de Paul. Apenas pudo escuchar el ruido de sus ruedas mientras pedaleaban hacia el Este, a lo largo de la sucia calzada. El único sonido que se oía en alguna parte, muy a lo lejos en la oscuridad, era el tranquilizador tintineo de la esquila de una vaca. Por encima de sus cabezas, unas nubes a la deriva cortaban de un lado a otro aquella luna llena que la había traído a su patria, esparciendo sus irregulares diseños alrededor de la tierra que la rodeaba. Respiró hondo el aire húmedo nocturno impregnado con rancio olor que habían dejado tras de sí las inundaciones invernales. Durante un extraño segundo, sintió unos locos deseos de detenerse, de inclinarse y de besar aquel suelo de su tierra natal que pasaba bajo las ruedas de su bicicleta. Pensó en los noticiarios que había visto de los republicanos españoles al final de la Guerra Civil, que marchaban hacia el exilio en Francia, con un puñado de su perdida tierra en las manos. Qué ridículo le pareció aquel gesto entonces, y qué natural le resultaba ahora. De repente, la asaltó lo absurdo de cuanto estaba sucediendo. No sabía dónde se encontraba. No sabía ni adonde iba. Ni siquiera sabía con quién estaba. Todo cuanto conocía era que su vida se hallaba comprometida por completo en manos de aquel hosco desconocido que pedaleaba delante de ella, por una oscurecida carretera de un rincón perdido de Francia que le era tan poco familiar como la superficie de la luna.
Se aproximaban a un cruce ferroviario. Más allá se veía el asfaltado de una carretera. Paul se bajó de la bicicleta y se quedó tenso, escuchando todos los ruidos de la noche. A Catherine le recordó un animal en el bosque, con las facultades agudizadas por la oscuridad, por el olor del peligro. Con un ademán del brazo señaló hacia un grupo de árboles enfrente de la carretera. Agazapada bajo su sombra, Catherine se esforzó por oír el sonido que había alertado al hombre. Sus oídos no lo captaron hasta que el coche estuvo delante de ellos, un «Citroen» negro, con las luces apagadas, el motor amortiguado, deslizándose con lentitud a lo largo de la carretera como un gato a punto de saltar sobre una desprevenida presa.
–¡Bastardos! – susurró Paul cuando desapareció–. Han debido oír el avión. Tendremos que sentarnos aquí y esperar un rato.
En París, la Avenue Foch yacía amordazada en el silencio de la noche. Ni un solo vehículo rodaba a lo largo del espléndido bulevar que enlazaba el Arco de Triunfo con el Bois de Boulogne. Ni un solo transeúnte, ni siquiera furtivo, recorría las aceras de su celebrada alameda, la calzada interior separada del bulevar paralelo por una amplia y verdeante hilera de césped. Sin una excepción, las imponentes residencias de piedra que se alineaban en la alameda, seguras e impasibles manifestaciones de la burguesía francesa, eran unas sombras sin vida.
Hacia el final de la avenida, cerca del punto en que se unía con la Porte Dauphiné, los dos edificios que le daban su renombre actual se hallaban tan silenciosos y oscuros como los demás. Pero no siempre era así. Aquellos dos edificios, los números 82 y 84, albergaban el cuartel general principal en París de la Gestapo. Daban su apodo a la avenida, «Avenue Boche», y en realidad sus buenos vecinos burgueses raramente dormían tranquilos. La Gestapo prefería llevar a cabo sus actos de salvajismo por la noche, como si de algún modo las sombras ocultadoras de la noche añadiesen una dimensión propia al horror que trataban de imponer en sus víctimas. Además, una preocupación práctica subyacía en la predilección de la Gestapo por las horas nocturnas: los gritos de sus víctimas tendían a perturbar a las secretarias de los edificios cuando torturaban a sus prisioneros de día. Resultaba mejor, razonaban los capitostes de la Gestapo, perturbar el sueño de sus vecinos que los trabajos de sus secretarias.
En todo caso, las celdas de tortura del quinto piso del número 84 se hallaban vacías esta noche de marzo. El único sonido que emanaba de uno y otro edificios procedía de las firmes pisadas de un par de zapatos de cocodrilo que caminaban por encima de una alfombra púrpura en la oficina del cuarto piso del número 84. El
Obersturmbannführer
Hans Dieter Stromelburg, el jefe de la Sección IV, Contraespionaje, del Sicherheitsdienst, el Servicio de Seguridad alemán para Francia, era un hombre tenso y excitado. Siempre lo estaba en noches como ésta. Aunque nunca lo admitiría, Stromelburg era un sádico. No un sádico bruto como alguno de sus subordinados, Klaus Barbie en Lyon, por ejemplo, que gozaban de un placer físico al ayudar a los interrogadores a golpear a sus prisioneros, o sádicos viciosos, como Otto Langebach, de su oficina de París, que parecía disfrutar llevando a los prisioneros al umbral de la muerte en la
baignoire
, la tortura de la bañera, o un pervertido sádico sexual, como el ex alcahuete francés que Stromelburg empleaba para sacarles las uñas a las mujeres o atacar sus pezones o genitales con cigarrillos encendidos. No, Stromelburg era un sádico intelectual. Amaba dominar a sus prisioneros intelectualmente, sentir cómo el miedo rezumaba en ellos cuando les insinuaba las crudas pruebas que les aguardaban. Le gustaban en particular aquellas ocasiones como la que tenía por delante: los primeros aterradores momentos en que un agente se percataba, tanto hombres como mujeres, de que se encontraba en manos de la Gestapo.
Y no era que Stromelburg tuviera escrúpulos en el uso de la tortura. Era un auténtico hombre práctico y eficiente, y no vacilaba lo más mínimo en emplear cualesquiera medios que fuesen necesarios para alcanzar sus fines. Era simplemente que, al igual que su mandamás, Heinrich Himmler, detestaba la visión de la sangre. Prefería entregar sus prisioneros a los secuaces que tenía para estos fines y regresar cuando hubiesen terminado su trabajo, dispuesto a interpretar el papel del entristecido consejero, apenado por lo que se evidenciaba, ansioso de intervenir en favor de los prisioneros en el momento en que tuvieran el más leve deseo de cooperar. Era un papel que interpretaba con arrolladura efectividad.
Lo ensayaba ahora en las cámaras interiores de su mente, mientras paseaba por su despacho amueblado con mucho gusto, con sus rincones casi alegremente iluminados por el gran candelabro de cristal que dominaba la estancia. Naturalmente, se veían allí las obligadas fotos del Führer encima de la repisa de la chimenea, las fotografías dedicadas de Himmler y el superior inmediato de Strómelburg en Berlín, Ernst Kaltenbrunner. Sin embargo no constituían un reflejo de la personalidad del oficial que caminaba encima de su alfombra roja.
Esos reflejos cabía encontrarlos en los objetos que Strómelburg en persona había traído a esta habitación: un par de jarrones de porcelana de Sévres, del siglo
XVIII
, que estaban en la repisa de la chimenea; tres páginas originales del manuscrito de la
Tocata en do mayor
, número 17, de Bach para órgano; un cuadro cubista del primer período de Juan Gris y, encima de su escritorio, un óleo de paisaje ruso de Chagall. El hecho de que Strómelburg se atreviera a exhibir tan abiertamente en su despacho la obra de un artista judío, constituía una medida tanto de su natural independiente como de su importancia dentro de la jerarquía de la SS.
En una organización cuyas filas estaban llenas de pequeños matones, gallitos de corral, brillantes pero no privilegiados y mal reeducados hijos de obreros, Strómelburg era una excepción. Procedía de una clase media alta, de una familia de intelectuales de Magdeburgo, muy cerca de Berlín, donde su padre era el director de un
Gymnasium
, una escuela superior alemana. Su madre era una distinguida organista que, en un tiempo, anheló ver a su hijo seguir sus pasos.
El joven Strómelburg había efectuado un doctorado en lenguas románicas, a la edad de veintitrés años, en la Universidad de Friburgo, en 1922, un logro que debería haberle destinado a una brillante carrera académica. En vez de ello, en la turbulenta Alemania de los «veinte», eso le llevó al hambre, al desempleo y a la amargura. La amargura se dirigía hacia los comunistas que campaban a través del sur de Alemania, para los cuales Strómelburg era el símbolo de la clase y valores que se hallaban determinados a destruir. En su rabia y frustración, se volvió a un nuevo profeta que emergía en Munich y que achacaba todos los males de Alemania a los judíos y a los comunistas, y prometía una redención nacional por medio del trabajo y de la disciplina. Strómelburg se convirtió en el miembro número 207.341 del partido nazi y, en 1925, a través de la agencia de un compañero nazi, fue reclutado para la Policía estatal bávara como inspector de lo criminal, y allí mantuvo un ojo vigilante sobre los enemigos del partido e, incidentalmente, persiguió a los escasos criminales.
Se trataba de una vocación muy rara para un hombre joven que parecía estar destinado a una cátedra de profesor en una prestigiosa Universidad; sin embargo, Strómelburg gozó con ella. El perseguir a los criminales se convirtió en una especie de juego del ajedrez para él, como un combate intelectual en el que su habilidad, de forma casi inevitable, le permitía llevar a una trampa a los truhanes que buscaba. Su ascensión fue rápida, corriendo pareja con su igualmente rápida ascensión en la jerarquía del partido nazi. Se unió a la SS en 1932, y en su expediente se le caracterizaba como un sólido tipo ario con algunos rasgos eslavos. Se le describía como «inteligente en extremo, enérgico y notablemente trabajador en persecución de un objetivo; fanático nacionalsocialista dotado de un odio especial a los comunistas; fuerte voluntad e implacable en su campo especializado de actividad; un buen camarada y un buen líder con potencial para llegar hasta los rangos elevados de la SS». En resumen, se trataba del recluta ideal de la SS.
Sus desusados antecedentes hicieron que fijase en él su atención Reinhard Heydrich, el ambicioso y volátil segundo de a bordo de Himmler. La madre de Heydrich, al igual que la de Stromelburg, se dedicó a la música, en este último caso cantante de ópera. En compañía de hombres cuyos gustos musicales se veían ampliamente limitados a las baladas de cervecería bávaras o a una estruendosa interpretación de la canción
Horst Wessel
, sus antecedentes familiares dotaron a ambos hombres de un lado especial. Heydrich reclutó a Stromelburg para el Sicherheidienst, la SD, el servicio de seguridad de élite en el corazón de la SS. Se le destinó en un principio a Amt VI, la rama de espionaje del SD, enviándole a la Embajada de París como agregado de Policía. Principalmente, debía coordinar las actividades franco-alemanas en la persecución de los criminales internacionales. En realidad, su destino consistía en establecer una red de agentes secretos que Alemania pudiese activar al estallar la guerra.