Ned lo recibió con frialdad.
—¿Puedo preguntaros la razón de vuestra visita, Lord Baelish?
—No os robaré mucho tiempo. He pasado de camino, voy a cenar con Lady Tanda. Empanada de lamprea y cochinillo asado. Esa mujer tiene intención de casarme con su hija pequeña, así que a su mesa se come siempre como si fuera fiesta. La verdad, antes me casaría con el cochinillo, pero eso no se lo voy a decir. Me encanta la empanada de lamprea.
—No seré yo quien os aparte de vuestros peces carroñeros, mi señor —dijo Ned, con desdén gélido—. En estos momentos no se me ocurre nadie cuya compañía me resulte menos grata que la vuestra.
—Vamos, vamos, seguro que si lo intentáis de verdad se os ocurren unos cuantos nombres. Varys, por ejemplo. Cersei. O Robert. Su Alteza está muy, muy furioso. Cuando os marchasteis esta mañana, siguió dándole al tema un buen rato. Creo recordar que las palabras «insolente» e «ingrato» se pronunciaron varias veces.
Ned se negó a honrarlo con una respuesta. Tampoco ofreció un asiento a su invitado, pero, de todos modos, Meñique se sentó.
—Después de que salierais con tanta precipitación de la sala, me he visto obligado a convencerlos para que no contrataran a los Hombres sin Rostro —siguió, despreocupado—. En lugar de eso, Varys hará correr discretamente el rumor de que el que liquide a la Targaryen será nombrado Lord.
—Así que ahora concedemos títulos a los asesinos —dijo Ned, asqueado.
—Los títulos salen baratos. —Meñique se encogió de hombros—. Los Hombres sin Rostro son caros. Seamos sinceros, yo he hecho más por esa chica que vos, con todo vuestro blablablá sobre el honor. Si un mercenario borracho con ansias de grandeza intenta matarla, probablemente hará una chapuza, y después el dothraki estará en guardia. Si hubiéramos enviado a los Hombres sin Rostro, ya podríais darla por muerta.
—Os sentáis en el Consejo —dijo Ned con el ceño fruncido—, habláis de mujeres feas y labios de acero, ¿y esperáis que crea que intentabais proteger a la niña? ¿Acaso pensáis que soy idiota?
—La verdad, sí —dijo Meñique con una carcajada.
—¿El asesinato os parece gracioso, Lord Baelish?
—No me río del asesinato, sino de vos, Lord Stark. Vuestra actitud es la de un hombre que bailara sobre hielo frágil. Creo firmemente que caeréis con un chapuzón de lo más honorable. Me parece que esta mañana escuché el primer crujido.
—El primero y el último —replicó Ned—. Ya he tenido suficiente.
—¿Cuándo pensáis regresar a Invernalia, mi señor?
—En cuanto sea posible. ¿Acaso es asunto vuestro?
—No... pero, si por casualidad aún estáis aquí cuando caiga la noche, me encantaría llevaros a ese burdel que vuestro criado Jory ha investigado con tan poco éxito. —Meñique sonrió—. Y no se lo diré a Lady Catelyn.
—Deberíais habernos anunciado vuestra llegada, mi señora —dijo Ser Donnel Waynwood mientras los caballos ascendían por el paso—. Os habríamos enviado una escolta. El camino alto ya no es tan seguro como en otros tiempos, y menos para un grupo tan pequeño como el vuestro.
—Lo hemos descubierto a un alto precio, Ser Donnel —respondió Catelyn. A veces tenía la sensación de que su corazón se había trocado en piedra. Para ayudarla a llegar hasta allí habían muerto seis hombres, seis valientes, y no había tenido lágrimas para llorarlos. Hasta empezaba a olvidar sus nombres—. Los clanes nos han acosado día y noche. Perdimos tres hombres en el primer ataque, dos más en el segundo, y el criado de Lannister murió de fiebres cuando se le infectaron las heridas. Al oír llegar a vuestros hombres nos dimos por muertos.
Se habían preparado para una última pelea desesperada, con las espaldas contra las rocas y las armas en las manos. El enano estaba afilando el hacha y hacía algún comentario jocoso cuando Bronn divisó el estandarte de los jinetes, la luna y el halcón de la Casa Arryn, azul celeste y blanco. Catelyn no había visto nada tan hermoso en su vida.
—Desde que murió Lord Jon, los clanes son cada vez más osados —dijo Ser Donnel. Era un joven de veinte años rechoncho, poco agraciado, vehemente, con nariz ancha y una mata espesa de pelo castaño—. Si de mí dependiera, iría a las montañas con cien hombres, los sacaría de sus escondrijos y les daría una buena lección, pero vuestra hermana lo ha prohibido. Ni siquiera permite que sus caballeros participen en el torneo de la Mano. Quiere que todos sus hombres estén cerca, para defender el Valle... aunque nadie sabe de qué hay que defenderlo. Hay quien piensa que de las sombras. —La miró con ansiedad, como si acabara de recordar quién era su interlocutora—. Espero no haber hablado demasiado, mi señora. No era mi intención ofenderos.
—La sinceridad no puede ofenderme, Ser Donnel. —Catelyn sabía de qué tenía miedo su hermana.
De las sombras no, de los Lannister, pensó al tiempo que lanzaba una mirada hacia el enano que cabalgaba junto a Bronn. Aquellos dos se habían unido mucho desde la muerte de Chiggen. El hombrecillo era demasiado astuto para su gusto. Al llegar a las montañas era su prisionero, iba atado e impotente. ¿Y en aquel momento? Seguía siendo su prisionero, pero cabalgaba junto a ellos con una daga en el cinturón y un hacha colgada de la silla de montar, vestía la capa de gatosombra que había ganado al bardo a los dados, y la cota de mallas que había tomado del cadáver de Chiggen. Cuarenta hombres escoltaban al enano y al resto del desastrado grupo, eran caballeros y guerreros al servicio de su hermana Lysa y del hijito de Jon Arryn, pero Tyrion no daba la menor muestra de temor. Catelyn pensó, y no por primera vez, si se habría equivocado. Quizá fuera inocente de lo de Bran, de lo de Jon Arryn, de todo lo demás. Y, entonces, ¿en qué lugar quedaba ella? Seis hombres habían muerto para llevar al enano hasta allí. Dejó de lado sus dudas con resolución.
—Cuando lleguemos a los dominios, os ruego que hagáis llamar enseguida al maestre Colemon. Las heridas de Ser Rodrik le han provocado fiebre.
En más de una ocasión había temido que el anciano caballero no sobreviviera al viaje. Al final apenas si se mantenía sobre la silla, y Bronn había intentado que lo abandonaran a su suerte, pero Catelyn se negó en redondo. En vez de eso lo ataron a la silla, y ordenó al bardo Marillion que velara por él.
—Lady Lysa ha ordenado que el maestre no salga bajo ningún concepto del Nido de Águilas —respondió Ser Donnel después de titubear un instante—, tiene que cuidar de Lord Robert. Pero en la puerta de la entrada hay un septon que cuida de los heridos. Puede echar un vistazo a vuestro criado.
Catelyn tenía más fe en los conocimientos de un maestre que en las plegarias de un septon. Estaba a punto de decirlo cuando divisó a lo lejos las almenas y los largos parapetos edificados en la roca misma de las montañas. Un caballero salió a recibirlos cuando ya estaban casi en la cima. Tanto el caballo como la armadura eran grises, pero lucía la capa azul y roja de Aguasdulces, con un broche de oro y obsidiana en forma de pez negro.
—¿Quién quiere cruzar la Puerta de la Sangre? —declamó.
—Ser Donnel Waynwood, con Lady Catelyn Stark y sus acompañantes —respondió el joven caballero.
—El rostro de la dama me resultaba familiar —dijo el Caballero de la Puerta alzándose el visor—. Estás muy lejos del hogar, pequeña Cat.
—Tú también, tío —respondió ella con una sonrisa, pese a todos los sufrimientos de los días anteriores.
Aquella voz ronca y gentil la hacía retroceder veinte años, a los días de su infancia.
—Mi hogar está a mi espalda —refunfuñó él.
—Tu hogar está en mi corazón —le dijo Catelyn—. Quítate el yelmo. Quiero verte la cara otra vez.
—Me temo que no ha mejorado con el paso de los años —dijo Brynden Tully.
Pero hizo como le había pedido, y Catelyn vio que había mentido. Tenía el rostro arrugado y curtido, el tiempo le había quitado el oro del cabello y se lo había tornado gris, pero su sonrisa era la de siempre, al igual que las cejas pobladas, gruesas como orugas, y la risa que bailaba en sus ojos color azul oscuro.
—¿Sabía Lysa que ibas a venir?
—No tuve tiempo de enviarle un mensaje —respondió Catelyn. El resto del grupo se acercaba—. Me temo que somos los predecesores de la tormenta, tío.
—¿Entramos en el Valle? —preguntó Ser Donnel.
Los Waynwood eran dados a las ceremonias.
—En nombre de Robert Arryn —proclamó Ser Brynden—, señor del Nido de Águilas, defensor del Valle, Verdadero Guardián del Oriente, os ruego que entréis con libertad y defendáis su paz. Pasad.
Y así, entraron a caballo tras él, bajo la sombra de la Puerta de la Sangre, donde una docena de ejércitos se habían enfrentado a muerte en la Edad de los Héroes. Al otro lado de las edificaciones, la montaña se abría a un paisaje impresionante de prados verdes, cielos azules y montañas nevadas: el Valle de Arryn, bañado por la luz de la mañana.
Se extendía hacia las nieblas de oriente, tierras tranquilas y ricas, con ríos anchos de aguas tranquilas y cientos de lagos que brillaban al sol como espejos, protegidos por picos escarpados. En los campos crecía trigo, maíz y cebada, y ni en Altojardín eran más grandes las calabazas ni más dulces las frutas. Ellos se encontraban en el extremo occidental del valle, donde el camino alto llegaba al último paso y empezaba a descender hacia las tierras fértiles, tres kilómetros más abajo. Allí el Valle era estrecho, apenas habría costado más de medio día cruzarlo a caballo, y las montañas del norte parecían tan cercanas que Catelyn casi podía tocarlas con los dedos. Por encima de todas destacaba el pico al que llamaban Lanza del Gigante, una cumbre a la que el resto de las cumbres miraban desde abajo, con la cima perdida entre las nieblas gélidas, a más de cinco kilómetros de las tierras de la cuenca. Por la inmensa vertiente occidental discurría el arroyo fantasma denominado Lágrimas de Alyssa. Pese a la distancia, Catelyn alcanzaba a distinguir la hebra de plata brillante sobre la piedra oscura.
Al ver que se había detenido, su tío se acercó a ella y señaló con el dedo.
—Es allí, junto a las Lágrimas de Alyssa. Desde aquí sólo se ve un destello blanco de cuando en cuando, y eso si prestas atención y el sol cae en la posición correcta.
«Siete torres —le había contado Ned—, siete torres como siete dagas clavadas en el vientre del cielo, tan altas que, si subes a las almenas, ves las nubes desde arriba.»
—¿A qué distancia a caballo? —preguntó.
—Podemos llegar al pie de la montaña antes del ocaso —dijo el tío Brynden—, pero tardaremos un día más en el ascenso.
—Mi señora —intervino Ser Rodrik Cassel, tras ellos—. Me temo que hoy ya no puedo seguir. —Bajo los bigotes que habían vuelto a crecerle tenía el rostro crispado y ceniciento. Parecía tan agotado que Catelyn temió que se cayera del caballo.
—Ni tenéis por qué —dijo—. Habéis hecho todo lo que se podía pedir de vos y cien veces más. Mi tío me escoltará el resto del camino hasta el Nido de Águilas. Lannister vendrá conmigo, pero los demás podéis quedaros aquí para recuperar las fuerzas.
—Será un honor para nosotros considerarlo nuestro invitado —dijo Ser Donnel, con la cortesía solemne de los jóvenes.
Del grupo que había iniciado el viaje con ella en la posada de la encrucijada sólo quedaban Bronn, Ser Willis Wode y Marillion el bardo, aparte de Ser Rodrik.
—Mi señora —dijo Marillion adelantando su montura—, os ruego que me permitáis acompañaros al Nido de Águilas, para presenciar el final de esta historia igual que presencié su comienzo. —El muchacho parecía agotado y macilento, pero con una extraña determinación. En los ojos tenía un brillo febril.
Catelyn no había pedido al bardo que cabalgara con ellos, era una decisión que el muchacho había tomado por su cuenta. Era inexplicable que hubiera sobrevivido, mientras tantos hombres más valientes habían quedado en el camino, muertos y sin enterrar. Pero allí estaba, y con un atisbo de barba que lo hacía parecer casi un hombre. Quizá le debiera algo por haber llegado hasta aquel punto.
—Muy bien —le dijo.
—Yo también iré —anunció Bronn.
Aquello ya le gustaba menos. Sabía que, sin la ayuda de Bronn, jamás habría llegado al Valle: el mercenario era uno de los guerreros más fieros que había visto jamás, y con su espada había abierto a golpes el camino hacia la salvación. Pero tenía algo que disgustaba profundamente a Catelyn. Era valiente, sin duda, y también fuerte, pero no había en él una pizca de bondad ni de lealtad. Y lo había visto demasiado a menudo cabalgando junto a Lannister, con quien hablaba en voz baja, y juntos reían sus bromas privadas. Habría preferido separarlo del enano en aquel mismo instante, pero ya había accedido a que Marillion los acompañara hasta el Nido de Águilas, así que no encontraba ninguna manera elegante de negar a Bronn el mismo derecho.
—Como desees —dijo, aunque se daba cuenta de que él no había pedido permiso.
Ser Willis Wode se quedó con Ser Rodrik mientras un septon de voz suave le curaba las heridas. Sus caballos, aquellas pobres bestias agotadas, también quedaron atrás. Ser Donnel prometió enviar pájaros al Nido de Águilas y a las Puertas de la Luna para avisar de su llegada. Les entregaron caballos descansados, animales de patas firmes y crines hirsutas, y antes de que transcurriera una hora ya habían vuelto a emprender la marcha. Durante el descenso hacia la cuenca del Valle, Catelyn cabalgó junto a su tío. Los seguían Bronn, Tyrion Lannister, Marillion y seis hombres de Brynden.
Hasta que no hubieron realizado un tercio del descenso, y estuvieron fuera del alcance del oído de los demás, Brynden Tully no se volvió hacia ella para hablarle.
—Bien, niña. Cuéntame qué pasa con esta tormenta tuya.
—Hace muchos años que no soy una niña, tío —replicó Catelyn.
Pero, de todos modos, se lo contó. Tardó mucho más de lo que había pensado en relatar toda la historia, la carta de Lysa, la caída de Bran, la daga del asesino, Meñique y el encuentro fortuito con Tyrion Lannister en la posada de la encrucijada.
Su tío la escuchó en silencio. A medida que avanzaba el relato, se le acentuaba el ceño y las espesas cejas le ensombrecían más y más los ojos. Brynden Tully siempre había sabido escuchar... a cualquiera excepto al padre de Catelyn. Era el hermano de Lord Hoster, cinco años más joven, pero ambos estaban enfrentados desde que Catelyn tenía uso de razón. Cuando tenía ocho años oyó cómo Lord Hoster, en una de sus peleas a gritos, decía que Brynden era «la oveja negra de los Tully». Brynden se había echado a reír, y había señalado que, ya que el emblema de la casa era una trucha saltando en el río, él sería más bien un pez negro que una oveja negra. Desde entonces había hecho del pez negro su emblema personal.