Juego de Tronos (103 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Bronn estaba sentado bajo un castaño, con las piernas cruzadas, cerca del lugar donde habían atado los caballos. Estaba afilando la espada, bien despierto. Por lo visto, el mercenario no dormía como el resto de los hombres.

—¿Dónde la encontraste? —le preguntó Tyrion mientras meaba.

—Se la arrebaté a un caballero. No quería dejarla marchar, pero tu nombre hizo que cambiara de opinión... bueno, eso y mi daga en su garganta.

—Espléndido —replicó Tyrion secamente, al tiempo que se sacudía las últimas gotas—. Si mal no recuerdo, te pedí que me buscaras una puta, no que me crearas un enemigo.

—Todas las bonitas estaban ya cogidas —dijo Bronn—. Si prefieres una vieja desdentada, yo me quedaré con ésta.

—Mi señor padre diría que eso ha sido una insolencia —dijo Tyrion mientras se acercaba cojeando a él—, y te mandaría a las minas por impertinente.

—Por suerte para mí, tú no eres tu padre —replicó Bronn—. Había otra con la nariz llena de verrugas. ¿Te la traigo?

—Sé que te rompería el corazón —dijo Tyrion para devolverle el golpe—. Me quedo con Shae. ¿Recuerdas por casualidad el nombre de ese caballero? No quisiera tenerlo a mi lado durante la batalla.

—En la batalla seré yo quien estará a tu lado, enano. —Bronn se había levantado, ágil y rápido como un gato, haciendo girar la espada en la mano.

Tyrion asintió. El aire de la noche era una caricia cálida sobre la piel desnuda.

—Encárgate de que sobreviva a esta batalla y podrás pedirme lo que quieras.

—¿Quién querría matar a alguien como tú? —Bronn se pasó la espada de la mano derecha a la izquierda, y practicó un golpe de tajo.

—Mi señor padre, por ejemplo. Me ha puesto en la vanguardia.

—Yo habría hecho lo mismo. Un hombre pequeño con un escudo grande. A los arqueros les dará un ataque.

—Me parece que estás muy contento —bufó Tyrion—. Seguramente soy yo el que está loco.

—No te quepa duda. —Bronn envainó la espada.

Cuando Tyrion volvió a la tienda, Shae se incorporó sobre un codo.

—Me he despertado y mi señor se había ido —murmuró, somnolienta.

—Tu señor ha vuelto ya —dijo Tyrion y se deslizó entre las mantas junto a ella. La chica metió la mano entre las piernas atrofiadas y descubrió que estaba dispuesto.

—Ya lo veo —dijo mientras lo acariciaba. Él le preguntó por el hombre con el que estaba cuando Bronn la había escogido para él. Le dio el nombre de un vasallo menor de un señor insignificante—. No tenéis nada que temer de él, mi señor —añadió la muchacha, con las manos ocupadas en su sexo—. Es un hombre pequeño.

—¿Y qué soy yo? —preguntó Tyrion—. ¿Un gigante?

—Oh, sí —ronroneó—. Mi gigante de Lannister. —Se montó sobre él y, durante un rato, casi consiguió que la creyera.

Tyrion se durmió con una sonrisa en los labios...

... y despertó en la oscuridad, entre el sonido de las trompetas. La chica lo sacudía por el hombro.

—Mi señor —susurraba—. Despertad, mi señor. Tengo miedo.

Se sentó adormilado, y apartó la manta. Los cuernos resonaban en la noche, salvajes y apremiantes, con un aullido que proclamaba: «deprisa, deprisa, deprisa». Oyó gritos, ruido de lanzas, relinchos de caballos, pero nada que delatara que empezaba la batalla.

—Las trompetas de mi señor padre —dijo—. Llaman a la batalla. Creía que Stark estaba todavía a una jornada de distancia.

Shae sacudió la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos; estaba conmocionada.

Tyrion consiguió ponerse en pie torpemente, salió de la tienda y llamó a gritos a su escudero. Los jirones de niebla blanquecina parecían dedos largos que surgieran del río hacia el aire de la noche. Tanto hombres como caballos se movían casi a ciegas en medio del frío previo al amanecer; se ensillaban los animales, se cargaban los carromatos, se apagaban las hogueras... Las trompetas sonaron de nuevo: «deprisa, deprisa, deprisa». Los caballeros maldecían a gritos, los guerreros se colgaban a toda prisa las espadas de los cintos. Cuando por fin encontró a Pod, el muchacho roncaba suavemente. Tyrion le dio una patada en las costillas.

—Mi armadura —dijo—. Venga, venga.

Bronn surgió de pronto de entre la niebla, ya con la armadura puesta y a caballo, con su eterno yelmo abollado.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Tyrion.

—Stark se nos ha adelantado un día —dijo Bronn—. Ha bajado por el camino Real en medio de la noche, y ahora sus huestes están formadas para la batalla a menos de un kilómetro hacia el norte.

«Deprisa —llamaban las trompetas—, deprisa, deprisa, deprisa.»

—Asegúrate de que los hombres de los clanes estén preparados. —Tyrion volvió a entrar en su tienda—. ¿Dónde está mi ropa? —gritó a Shae—. Muy bien. No, maldita sea, la de cuero. Sí. Tráeme las botas.

Cuando consiguió vestirse, su escudero le presentó la armadura. Tyrion tenía una armadura excelente, diseñada para adaptarse a su cuerpo deforme. Por desgracia, la armadura estaba a buen recaudo en Roca Casterly, y él no. Tuvo que arreglárselas con restos elegidos en los carromatos de Lord Lefford: una cota de mallas, el gorjal de un caballero caído en batalla, canilleras y guanteletes articulados, y botas de acero con puntera. Parte de la armadura era sencilla; parte, muy ornamentada, y ni una sola pieza le quedaba bien. La coraza estaba diseñada para un hombre más corpulento, y lo único que pudo encontrar adecuado al tamaño excesivo de su cabeza fue un yelmo grande, con una púa triangular de un palmo de largo.

Shae ayudó a Pod con las hebillas y los cierres.

—Si muero, llora por mí —pidió Tyrion a la prostituta.

—¿Cómo sabrás si lloro o no? Estarás muerto.

—Lo sabré.

—Te creo.

Shae le puso el yelmo, y Pod se lo ajustó al gorjal. Tyrion se abrochó el cinturón, del que colgaban una espada corta y una daga. Para entonces el mozo de cuadra le había llevado ya la montura, un corcel con una armadura tan formidable como la del propio Tyrion. Tuvieron que ayudarlo para montar; se sentía como si pesara una tonelada. Pod le tendió su escudo, una enorme pieza de madera de palo santo con refuerzos de acero. Por último le dieron el hacha de combate. Shae retrocedió un paso y lo miró.

—Mi señor tiene un aspecto temible.

—Mi señor tiene aspecto de enano con armadura de retales —replicó Tyrion con amargura—, pero te lo agradezco. Podrick, si la batalla se vuelve contra nosotros, acompaña a la señora a su casa; quiero que llegue sana y salva.

La saludó con el hacha, hizo dar media vuelta al caballo y se alejó al trote. Tenía el estómago encogido en un nudo duro, tan prieto que le hacía daño. Tras él, sus criados empezaron a recoger la tienda a toda prisa. Los primeros rayos rosados del amanecer se divisaban ya hacia el este, a medida que el sol surgía por el horizonte. El cielo del oeste era de un color púrpura oscuro, salpicado de estrellas. Tyrion se preguntó si sería aquél el último amanecer que presenciaba... y si el hecho de preguntárselo denotaba cobardía. ¿Pensaría su hermano Jaime en la muerte antes de una batalla?

Un cuerno de guerra resonó a lo lejos, con una nota profunda, triste, que encogía el alma. Los hombres de los clanes montaron en sus esqueléticos caballos, entre gritos, maldiciones y bromas groseras. Varios de ellos parecían borrachos. El sol naciente disipaba ya los tentáculos de niebla cuando Tyrion se puso al frente de su grupo para iniciar la marcha. La poca hierba que los caballos habían dejado estaba llena de rocío, como si un dios hubiera salpicado la tierra con diamantes. Los montañeses cabalgaron tras él, separados por clanes y cada uno con su jefe al frente.

A la luz del amanecer, el ejército de Lord Tywin Lannister se desplegó como una rosa de hierro, llena de espinas deslumbrantes.

Su tío estaba al mando del grupo central. Ser Kevan había izado sus estandartes por encima del camino Real. Los arqueros de a pie, con las aljabas colgadas de los cinturones, se situaron en tres largas hileras, cruzando el camino de este a oeste, y aguardaron en calma con los arcos ya tensos. Entre ellos los hombres armados con picas formaron en cuadro. Detrás iban los guerreros armados con lanzas, espadas y hachas. Trescientos jinetes rodeaban a Ser Kevan y a los señores vasallos Lefford, Lydden y Serrett, junto a sus guardias juramentados.

El ala derecha correspondía por completo a la caballería, unos cuatro mil hombres con pesadas armaduras. Allí se concentraban más de tres cuartas partes de los jinetes, apiñados como un gigantesco puño de acero. Ser Addam Marbrand estaba al mando. Tyrion vio que en aquel momento su portaestandarte desplegaba la enseña, un árbol en llamas, anaranjado y humeante. Detrás ondeaban el unicornio púrpura de Ser Flement, el jabalí pinto de Crakehall, el gallo de Swyft, y muchos más.

Incluso desde lejos, su señor padre tenía un aspecto esplendoroso. La armadura de combate de Tywin Lannister era aún más rica que la dorada de su hijo Jaime. Llevaba una amplia capa de hilo de oro, tan pesada que apenas le ondeaba a la espalda al cabalgar, y tan larga que cuando montaba cubría casi por completo los cuartos traseros de su semental. No había broche que soportara tal peso, de manera que se la sujetaba en los hombros con dos pequeñas leonas que parecían a punto de saltar. El macho, un león de magnífica melena, descansaba sobre el gran yelmo de Lord Tywin, con las fauces abiertas en un rugido, y una zarpa amenazadora en el aire. Los tres leones eran de oro, con ojos de rubíes. La armadura era de grueso acero esmaltado en escarlata, con canilleras y guanteletes llenos de incrustaciones de oro en forma de volutas. Las rodelas tenían forma de soles; todos los broches estaban chapados en oro, y el acero rojo estaba tan bruñido que brillaba como el fuego a la luz del sol naciente.

A los oídos de Tyrion llegaba ya el retumbar de los tambores del enemigo. Recordó a Robb Stark tal como lo había visto la última vez, en el trono de su padre, en la Sala Principal de Invernalia, con la espada desenvainada en las manos. Recordó también cómo habían salido de entre las sombras los dos huargos, y volvió a verlos ante él, mostrando los colmillos, gruñendo y lanzando dentelladas. ¿Acompañarían al chico durante la batalla? La sola idea lo ponía nervioso.

Los norteños estarían agotados tras la larga noche de marcha, sin dormir. Tyrion estaba intrigado, ¿qué habría planeado el muchacho? ¿Acaso había pretendido cogerlos desprevenidos mientras dormían? Era poco probable. De Tywin Lannister se podían decir muchas cosas, pero no que fuera idiota.

La vanguardia se estaba agrupando a la izquierda. Lo primero que vio fue el estandarte, tres perros negros sobre campo de oro. Bajo él cabalgaba Ser Gregor, a lomos del caballo más grande que Tyrion había visto en su vida. Bronn le echó un vistazo y sonrió.

—En la batalla, sigue siempre al hombre más grande.

—¿Y eso por qué? —Tyrion lo miró con el ceño fruncido.

—Son un blanco magnífico. Y ese hombre va a atraer las miradas de todos los arqueros.

—La verdad es que nunca lo había considerado desde esa perspectiva. —Tyrion se echó a reír, y vio a la Montaña con otros ojos.

En Clegane no había nada de espléndido. Su armadura era de acero gris opaco, deslucida y arañada por el uso, sin ningún blasón ni adorno. Iba señalando a los hombres sus posiciones con movimientos del enorme espadón; Ser Gregor lo movía con una sola mano, con la misma facilidad con que otro habría manejado una daga.

—¡Yo mismo mataré al que vea huir! —rugía. En aquel momento vio a Tyrion—. ¡Gnomo! Ve a la izquierda. Defiende el río. Si puedes.

La izquierda de la izquierda. Para situarse en aquel flanco, los Stark necesitarían caballos capaces de correr sobre las aguas. Tyrion guió a sus hombres hacia la orilla.

—¡Mirad! —gritó al tiempo que apuntaba con el hacha—. El río. —Un manto de neblina cubría aún la superficie del agua; la corriente verdosa discurría bajo ella. Los bajíos eran lodosos y llenos de plantas acuáticas—. Ese río es nuestro. Pase lo que pase, no os alejéis del agua. No lo perdáis de vista. Ningún enemigo debe interponerse entre nuestro río y nosotros. Si ensucian nuestras aguas, cortadles las pollas y echadlas de comer a los peces.

Shagga llevaba un hacha en cada mano. Las entrechocó con un sonido estremecedor.

—¡Mediohombre! —gritó. Otros Grajos de Piedra repitieron el grito, y también lo hicieron los Orejas Negras y los Hermanos de la Luna. Los Hombres Quemados no gritaron, pero entrechocaron las espadas y las lanzas—. ¡Mediohombre! ¡Mediohombre! ¡Mediohombre!

Tyrion hizo dar media vuelta a su caballo para examinar el campo de batalla. En aquella zona, el terreno era ondulado y desigual. Al lado del río era blanco y lodoso; luego se alzaba en una pendiente suave hacia el camino Real, y al otro lado de la vía, hacia el este, resultaba pedregoso. En las laderas de la colina había algunos árboles, pero la mayor parte de la tierra se utilizaba para cultivos. El corazón le latía al ritmo de los tambores, y bajo las capas de cuero y acero sentía la piel fría de sudor. Vio cómo Ser Gregor, la Montaña, recorría las líneas a caballo, siempre gritando y gesticulando. También aquella ala era de caballería, pero, mientras la derecha era una piña de caballeros con armaduras y lanceros bien protegidos, en la vanguardia estaban los desperdicios del oeste: arqueros a caballo con chalecos de cuero; un hervidero de jinetes libres y mercenarios sin disciplina; labriegos montados sobre caballos que hasta hacía poco araban la tierra, armados con guadañas y las espadas oxidadas de sus padres; muchachos sin entrenamiento, procedentes de los antros de Lannisport... y Tyrion, con sus hombres de los clanes montañeses.

—Alimento para los cuervos —murmuró Bronn a su lado, poniendo voz a las palabras que Tyrion no había querido pronunciar.

Tuvo que asentir. ¿Acaso su señor padre había perdido el juicio? Ninguna pica, pocos arqueros, apenas un puñado de caballeros, los hombres con peores armas y armaduras, todos a las órdenes de un salvaje que se guiaba por la rabia... ¿cómo esperaba su padre que quedara protegido el flanco izquierdo durante la batalla?

No tuvo tiempo para pensarlo. Los tambores estaban tan cerca que el ritmo se le metía bajo la piel y le producía cosquilleos en las manos. Bronn desenvainó la espada larga, y, de pronto, el enemigo apareció ante ellos, por encima de las colinas, avanzando a paso mesurado tras una muralla de escudos y picas.

«Malditos sean los dioses, son muchos», pensó Tyrion, aunque sabía que su padre contaba con más hombres. Sus capitanes cabalgaban a lomos de caballos de guerra bien pertrechados, al lado de sus portaestandartes. Divisó el alce de los Hornwood, el sol de los Karstark, el hacha de combate de Lord Cerwyn, el puño con guantelete de los Glover... y las torres de los Frey, azul sobre gris. Con lo seguro que había estado su padre de que Lord Walder no intervendría... El blanco de la Casa Stark ondeaba por doquier; los huargos grises parecían a punto de saltar de los estandartes, desde lo más elevado de las astas. Tyrion no vio a Robb, cosa que le resultó intrigante.

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