Islas en la Red (18 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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—Se trata de
drogas alteradoras de la mente
—protestó Laura. Sonó obstinada y virtuosa, incluso para ella misma. Andrei sonrió indulgentemente, y Carlotta dejó escapar una carcajada—. Son peligrosas —insistió Laura.

—Quizá crea que van a saltar del papel y morderla —dijo Andrei. Saludó educadamente con la mano a un rastafari que pasaba.

—Ya sabe lo que quiero decir —dijo Laura.

—Oh, sí. —Andrei bostezó—. Usted nunca usa drogas sobre sí misma, pero, ¿qué hay acerca de sus efectos sobre la gente que es más estúpida y más débil que usted, eh? Está mostrándose protectora hacia otra gente. Invadiendo sus libertades.

Pasaron junto a la enorme cabria eléctrica de un ancla y un gigantesco conjunto de bombas, con tanques de dos pisos pintados en medio de una jungla de tuberías. Rastas con cascos duros y tablillas iban de un lado para otro por encima del amasijo de tuberías.

—No está siendo usted justo —dijo David—. Las drogas pueden atrapar a la gente.

—Quizá —dijo Andrei—. Si no tienen nada mejor en sus vidas. Pero mire a la tripulación de este barco. ¿Le parecen como un puñado de drogadictos? Si los Estados Unidos sufren a causa de las drogas, quizá deberían preguntarse ustedes qué es lo que les falta a los Estados Unidos.

—[Qué tonto del culo] —comentó bruscamente Eric King. Lo ignoraron.

Andrei les condujo subiendo tres tramos de escaleras de plancha de hierro perforada, clavadas a la superestructura llena de portillas del
Charles Nogués.
Había un flujo intermitente de gente del lugar subiendo y bajando por aquellas escaleras, con grupos charlando en los descansillos. Todo el mundo llevaba el mismo tipo de tejanos llenos de bolsillos y las blusas estándar de algodón. Pero unos pocos escogidos llevaban protectores de plástico en los bolsillos de sus camisas, con plumas. Dos plumas, o tres plumas, o incluso cuatro. Un tipo, un rasta con barriga de bebedor de cerveza, el ceño fruncido y casi calvo, llevaba media docena de plumas con punta de fieltro chapadas en oro. Iba seguido por una multitud de lacayos,

—Viva el auténtico socialismo —murmuró Laura a Carlotta.

—Puedo llevar yo la niña, si quiere —dijo Carlotta, sin escucharla—. Debe estar usted cansada.

Laura dudó.

—Está bien. —Carlotta sonrió mientras Laura le tendía el arnés. Se echó la correa al hombro.

—Hola, Loretta —canturreó, acariciando a la niña, Loretta alzó dubitativa la vista y decidió dejarlo pasar.

Cruzaron una compuerta de bordes redondeados y sello de caucho hacia las luces fluorescentes de un pasillo. Paneles de vieja y rayada teca, linóleo arañado por multitud de pies. Las paredes estaban llenas de cosas.

—El Arte del Pueblo —supuso Laura: cantidad de rojos infantilmente brillantes y dorados y verdes, hombres y mujeres con el pelo peinado con multitud de trenzas avanzando hacia un cielo azul extraído de un cartel turístico.

—Esto es el puente —anunció Andrei. Parecía como un estudio de televisión, con docenas de pantallas monitoras, crípticas bancadas de botones, diales e interruptores surtidos, una mesa de navegación con flexos y teléfonos. A través de una pared transparente encima de los monitores, la cubierta del barco se extendía como una autopista de veinticuatro carriles. Había pequeños atisbos de océano, muy, muy lejos, con un aspecto demasiado distante como para que importara mucho. Mirando a través de las ventanas, Laura vio que había un par de grandes barcazas de carga en el lado de babor del petrolero. Antes habían permanecido completamente ocultas por la propia masa del barco. Las barcazas bombeaban sus cargas a bordo a través de enormes tubos acanalados. Había una especie de aspecto desagradable en aquella visión, algo vagamente obsceno, como la sexualidad parasitaria de algún pez abisal.

—¿No quiere mirar? —preguntó Carlotta, acunando a la niña hacia delante y hacia atrás sobre su cadera. Andrei y David estaban ya profundamente enfrascados, examinando medidores y hablando a un kilómetro por minuto. Sobre temas realmente absorbentes también, como el fraccionamiento de las proteínas y la turbulencia de los torbellinos. Un oficial del barco ayudaba en las explicaciones, uno de los tipos importantes con muchas plumas. Parecía extraño: una piel aterciopeladamente negra y pelo rubio, largo y lacio.

—Esto es más cosa de David —dijo Laura.

—Bueno, ¿puede usted quedarse offline por un segundo, entonces?

—¿Eh? —Laura hizo una pausa—. Cualquier cosa que desee decirme, tiene que ser algo que pueda decirle a Atlanta.

—Está bromeando —dijo Carlotta, haciendo girar los ojos—. ¿Cuál es el trato, Laura? Hablamos en privado durante todo el tiempo en el Albergue, y nadie nos molestó entonces.

Laura pensó en ello.

—¿Qué piensa, online?

—[Bueno, demonios, confío en usted] —dijo King—. [¡Adelante! No corre ningún peligro que yo pueda ver.]

—Está bien…, de acuerdo, siempre que David esté aquí para observarme. —Laura se dirigió hacia la mesa de navegación, se quitó las videogafas y el auricular y lo depositó todo encima de ella. Retrocedió y se reunió con Carlotta, cuidando de mantenerse a la vista de las gafas—. Ya está. ¿De acuerdo?

—Tiene usted unos ojos realmente extraños, Laura —murmuró Carlotta—. Como amarillo verdosos… Había olvidado su aspecto. Es más fácil hablar con usted cuando no lleva eso…, la hace parecer un insecto.

—Muchas gracias —dijo Laura—. Quizá convendría que fuera usted con cuidado con los alucinógenos.

—¿A qué viene ese aire de superioridad? —exclamó Carlotta—. Esa abuela suya, Loretta Day, a la que usted tiene en tan gran estima…, fue arrestada en una ocasión por posesión de drogas, ¿no?

Laura se sobresaltó.

—¿Qué tiene que ver mi abuela con todo esto?

—Sólo que ella la educó y cuidó de usted, no como su auténtica madre. Y sé que usted la tiene en muy alto concepto. —Carlotta se echó el pelo hacia atrás, complacida ante la expresión impresionada de Laura—. Lo sabemos todo acerca de usted…, y de ella…, y de David… Cuando más hacia atrás va una, más fácil es extraer los datos. Porque nadie mantiene protegidos todos los datos. ¡Hay tanto que ver, y a nadie le importa realmente! Pero al Banco sí le importa…, así que los escruta todos.

Carlotta entrecerró los ojos.

—Certificados de matrimonio…, divorcios…, tarjetas de crédito, nombres, direcciones, teléfonos… Periódicos, revisados a lo largo de veinte, treinta años, por los ordenadores, en busca de cualquier mención de su nombre… He visto el dossier que tienen de usted. De Laura Webster. Todo tipo de fotos, cintas, centenares de miles de palabras. —Carlotta hizo una pausa—. Es realmente extraño… La conozco tan bien que tengo la impresión de hallarme dentro de su cabeza, en cierto sentido. A veces sé lo que va a decir antes incluso de que lo diga, y eso me hace
reír.

Laura se dio cuenta de que enrojecía.

—No puedo impedir que invada usted mi intimidad. Quizás eso le proporcione una ventaja injusta sobre mí. Pero yo no tomo las decisiones finales…, yo sólo represento a mi gente. —Un grupo de oficiales se levantó junto a una de las pantallas y abandonó el puente con expresiones de intensa devoción a su tarea—. ¿Por qué me está diciendo todo esto, Carlotta?

—No estoy segura… —murmuró Carlotta, pareciendo genuinamente desconcertada, incluso un poco dolida—. Supongo que es a causa de que no deseo verla caminar ciegamente hacia lo que le espera. Usted piensa que está segura porque trabaja para el Hombre, pero el Hombre ya tuvo su día. El auténtico futuro está aquí, en este lugar. —Carlotta bajó la voz y se acercó más a ella; estaba muy seria—. Está usted en el lado equivocado, Laura. El lado perdedor, a largo plazo. Esta gente ha metido la mano en cosas que el Hombre no quiere que sean agitadas. Pero en realidad no hay nada que el Hombre pueda hacer al respecto. Porque ellos consiguieron su número. Y pueden hacer cosas aquí que sólo pensar en ellas asusta.

Laura se frotó el oído izquierdo, un poco dolorido por el auricular.

—¿Está usted realmente impresionada por ese mercado negro tec, Carlotta?

—Por supuesto que sí —dijo Carlotta, agitando su revuelto cabello—. Pero consiguieron a Louison, el primer ministro. Puede levantar a sus Óptimas; Puede hacer que salgan, Laura…, sus Personalidades, ¿comprende? Caminan por todas partes a plena luz del día, mientras que él nunca abandona ese viejo fuerte. Las he visto…, recorriendo las calles de la capital…, pequeños viejecitos. —Carlotta se estremeció.

Laura miró a Carlotta con una mezcla de irritación y piedad.

—¿Qué se supone que significa eso?

—¿No sabe usted lo que es una Personalidad Óptima? No tiene sustancia, el tiempo y la distancia no significan nada para ella…, para ello. Puede mirar y escuchar…, espiarle… ¡O quizá caminar directamente a través de su cuerpo! Y, dos días más tarde, usted cae muerta sin la menor señal en su cuerpo.

Laura suspiró; Carlotta la había conseguido impresionar por un momento. Podía comprender a los tec fuera de la ley; pero esa mierda mística nunca había conseguido alterarla. David y el emigrado polaco estaban examinando las lecturas del CAD-CAM. todos sonrisas.

—¿Cree Andrei en todo esto?

Carlotta se encogió de hombros y su rostro se cerró; se volvió de nuevo distante.

—Andrei es un político. Tenemos gente de todo tipo en Granada… Pero todos terminan por unirse en una misma categoría al final.

—Quizá sí…, si todos piensan en esas mismas estupideces.

Carlotta le lanzó una mirada de piadoso pesar.

—Será mejor que vuelva a ponerme mi equipo —dijo Laura.

Almorzaron con el capitán del superpetrolero. Era el tipo barrigón con las seis plumas chapadas en oro. Se llamaba Blaize. Diecinueve de los demás comisarios del barco se reunieron con él en el cavernoso comedor del superpetrolero, con sus candelabros colgados del techo y su revestimiento de caoba. Comieron con vajilla de porcelana ribeteada en oro con la insignia de la Compañía Naviera P O, y fueron servidos de grandes soperas de acero por camareros quinceañeros de uniforme. Comieron escop. Varias horribles formas de él. Sopas. Pechuga de pollo de imitación aromatizada a la nuez moscada. Pequeñas cosas fricasés con palillos clavados en ellas.

Eric Kíng no aguardó al final de la comida. Se declaró offline y les dejó con la señora Rodríguez.

—No estamos en absoluto al límite de nuestra capacidad —anunció el capitán Blaize con un arrastrado acento caribeño—. Pero nos estamos acercando poco a poco a las cuotas de producción a cada mes que pasa. Con esto aliviamos la tensión sobre el suelo productivo de Granada…, y su erosión…, y el creciente número de la población, ya sabe, señor Webster… —La voz de Blaize derivó hacia una cadencia cantarina, creando extrañas olas de glaseada lasitud en el cerebro de Laura—. Imagine, señor Webster, lo que podría hacer una flota de barcos como éste para remediar la situación de Madre África.

—Sí. Creo que capto las implicaciones —dijo David, hundiendo alegremente su cuchara en el escop.

Sonaba una agradable música de fondo. Laura la escuchó con medio oído. Algún tipo de meloso vocalista premilenio, con montones de instrumentos de cuerda y un toque jazzístico de saxofones… «(Algo algo) por ti, querida…, bu bu bu buuuh…» Casi podía identificar al cantante…, de las películas antiguas. Cosby, tenía que ser él. Bing Cosby o algo así.

Ahora unos efectos digitalizados empezaron a infiltrarse en la música, y algo horrible empezó a ocurrir. De pronto algo pareció meterse en la garganta de Cosby. Sus joviales buenas vibraciones de alegre anglo blanco se tensaron como distorsiones eléctricas…,
arruuuh,
sonidos lobunos. Ahora Bing estaba produciendo un espantoso ruido de fondo,
hub hub hub,
como si estuviera respirando por una herida en el pecho. Aquel loco ruido se infiltraba en torno de los comensales, pero nadie parecía prestarle atención.

Laura se volvió hacia el hombre con tres plumas a su izquierda. El tipo estaba agitando los dedos ante el arnés de Loretta, y adoptó una expresión de culpabilidad cuando ella le preguntó al respecto.

—¿La música? La llamamos digit-Ital…, dig-ital…, veamos, D.J.-Ital… La hacemos aquí en el barco.

—Sí, le estaban haciendo algo horrible al pobre viejo Bing mientras él no miraba. Sonaba como si su cabeza estuviera hecha de planchas de metal.

Ahora Blaize y Andrei estaban dándole a David una conferencia sobre dinero. El rublo granadino. Granada tenía una economía cerrada, libre de dinero en efectivo; todo el mundo en la isla poseía tarjetas de crédito personales, obtenidas en el banco. Esta política mantenía esa «diabólica divisa global», el ecu, fuera de la circulación local. Y eso «cortaba con un golpe de navaja los insidiosos tentáculos del imperialismo financiero y cultural» de la Red.

Laura escuchó aquel burdo discurso de relaciones públicas con un hosco regocijo. No podían aferrarse a ese nivel de retórica a menos que estuvieran intentando ocultar una auténtica debilidad, pensó. Resultaba claro que el Banco mantenía las transacciones crediticias de toda la población en sus archivos sólo para poder mirar por encima del hombro de cualquiera. Pero eso era algo orwelliano. Ni siquiera los antiguos y malvados Mao y Stalin hubieran podido conseguir que funcionara algo así.

David alzó inocentemente las cejas y preguntó acerca de los «pagos a la izquierda», una vieja etiqueta del Bloque del Este de los días premilenio. Andrei exhibió una rígida y virtuosa expresión en su rostro. Laura ocultó su sonrisa llevándose a la boca el tenedor con varias zanahorias ensartadas. Hubiera apostado cualquier cosa a que un fajo de ecus, pasado por debajo de la mesa, hubiera comprado en cuerpo y alma a cualquier granadino medio. Sí, era exactamente como aquellos antiguos buscavidas rusos, que acostumbraban perseguir a los turistas en Moscú en busca de dólares, cuando aún existían los dólares. Las pulgas grandes tenían pulgas pequeñas, los grandes señores del mercado negro tenían pequeños señores a sus espaldas. ¡Curioso!

Laura se sintió complacida, segura de que estaba sobre algo. Esta noche debería escribirle a Debra Emerson en Atlanta, por una línea cifrada, y decirle: Sí, Debra, aquí hay un lugar donde clavar una pica. Debra sabría también cómo hacerlo: era exactamente como el trabajo sucio que hacía la CIA antes de la Abolición…, ¿cómo lo llamaban? Desestabilización.

—No es como el Pacto de Varsovia, antes de la apertura —siguió Andrei, agitando su rubia y agraciada cabeza—. Nuestra isla es más como un pequeño país de la OPEP, Kuwait, Abu Dhabi… Demasiado dinero fácil devora los valores sociales, convierte la vida en algo parecido a Disneylandia, todo enormes Cadillacs y ratones de cartón piedra…, vacíos, sin significado.

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