—No me gusta —dijo García-Meza—. ¿Por qué convertir esto en una situación de ojo por ojo? No es culpa nuestra que los piratas tengan enemigos. Nosotros no les disparamos. Y no tenemos por qué rebajarnos a su nivel, puesto que ellos nunca se han elevado al nuestro. —García-Meza era el duro del grupo—. Creo que este enfoque diplomático fue un error. No se detiene a los ladrones besándoles. —Hizo una pausa—. Pero admito que ahora no podemos echarnos atrás. Nuestra credibilidad está en juego.
—No podemos permitir que esto degenere en una lucha entre gángsteres por el poder —declaró Gauss—. Tenemos que restablecer la confianza que tanto nos costó establecer. Así que debemos convencer a Granada de tres cosas: que no fue culpa nuestra, que aún somos de confianza, y que pueden obtener beneficios cooperando con nosotros. Mientras que no conseguirán nada con una confrontación.
Ese tipo de resumen era típico de Gauss. Había cortado en seco la conversación.
—Creo que Heinrich le ha dado en la cabeza al asunto —dijo finalmente Cullen—. Pero no podemos convencer de nada de eso por control remoto. Necesitamos enviar a alguien que pueda plantear las cosas mano a mano con los granadinos. Mostrarles de qué estamos hechos, cómo operamos.
—Está bien —dijo secamente David. Laura se sorprendió. Había notado el aumento de la presión, pero había supuesto que él dejaría que ella eligiera el momento—. Es evidente que Laura y yo somos las personas que necesitan. Granada ya nos conoce, tienen dossiers sobre nosotros de un palmo de grueso. Y estábamos aquí cuando Stubbs fue asesinado. Si ustedes
no
nos envían a nosotros, los testigos oculares, lo más probable es que se pregunten por qué no.
Los miembros del Comité guardaron silencio durante unos momentos…, tal vez interrogándose acerca de su tono, o tal vez apreciando su sacrificio.
—David y yo nos sentimos responsables —añadió Laura—. Hasta ahora hemos tenido mala suerte, pero queremos que el proyecto siga adelante. Y no tenemos otra asignación de momento, puesto que Galveston cerró nuestro Albergue.
Cullen no pareció muy satisfecho. No por ellos…, por la situación.
—David, Laura, aprecio esa correcta actitud. Es muy valiente. Sé que son ustedes conscientes del peligro. Más que nosotros, puesto que lo han vivido personalmente.
David se encogió de hombros como queriendo echarlo a un lado. Nunca reaccionaba bien a las alabanzas.
—Francamente, les temo menos a los granadinos que a la gente que les disparó.
—Un excelente punto. Hay que señalar también que los terroristas les dispararon en los Estados Unidos —dijo Gauss—. No en Granada, donde la seguridad es mucho más estricta.
—Debería ir yo —objetó Saito—. No porque sea mejor en ello —una educada mentira—, sino porque soy viejo. Tengo poco que perder.
—Y yo iré con él —dijo Debra Emerson, hablando por primera vez—. Si hay que culpar a alguien de ese fallo de seguridad, evidentemente no es a los Webster. Es a mí. Yo también estaba en el Albergue. Puedo testificar tanto y tan bien como Laura.
—¡No podemos meternos en esto esperando que vayan a disparar contra nuestra gente! —dijo apasionadamente de Valera—. Debemos arreglar las cosas de modo que ellos nunca
piensen
que podemos convertirnos en una presa. O eso, o simplemente no ir. Porque, si esa confianza falla, va a ser la guerra, y tendremos que convertirnos en soldados del hampa. No en demócratas económicos.
—Nada de pistolas —admitió Cullen—. Pero al menos tenemos una armadura. Podemos proporcionar a nuestros diplomáticos la armadura de la Red. Ocurra lo que ocurra, estarán online las veinticuatro horas. Todo lo que vean y oigan será grabado y distribuido. Todo Rizome estará con ellos, un fantasma de los media perchado sobre su hombro. Granada respetará eso. Han aceptado ya los términos.
—Creo que Charlie tiene razón —dijo inesperadamente García-Meza—. No ocasionarán ningún daño a nuestros diplomáticos. ¿De qué les serviría? Si desean atacar Rizome, no empezarán con los Webster sólo porque ellos estén a mano. No son tan ingenuos como eso. Si quieren dispararnos, lo harán a la cabeza. Irán por nosotros…, el Comité.
—Jesús —dijo de Valera.
—Estamos tratando con tigres aquí —insistió García-Meza—. Ésta es una operación vital, y tenemos que vigilar cada paso. Así que me alegra que dispongamos de esas gafas de Viena. Las necesitaremos.
—Déjenme ir —suplicó la señora Emerson—. Ellos son jóvenes y tienen una niña pequeña.
—En realidad —dijo de Valera—, creo que ésa es la principal ventaja de los Webster como candidatos. Creo que deberían ir los Webster, y creo que deberían llevarse a su bebé con ellos. —Sonrió al círculo, disfrutando de la agitación creada—. Miren, piensen en ello. Un pacífico matrimonio joven con un bebé. Es una perfecta imagen diplomática para nuestra compañía, porque es
cierta.
Eso es lo que
son,
¿no? Puede sonar frío, pero es una perfecta defensa psicológica.
—Bien —dijo García-Meza—, no estoy de acuerdo a menudo con de Valera, pero esto es inteligente. Esos piratas son machistas. Se sentirían avergonzados peleando con bebés.
—No quería mencionar esto —dijo Kaufmann con voz fuerte—. Pero los antecedentes de Debra en la información estadounidense…, eso es algo que un país del Tercer Mundo como Granada simplemente no aceptará. Y
no
deseo enviar a un miembro del Comité, porque, francamente, un blanco así es demasiado tentador. —Se volvió hacia ellos—. Espero que comprendan, David y Laura, que no quiero hacer ninguna reflexión sobre el alto valor que tienen ustedes como asociados.
—Simplemente no me gusta —dijo Cullen—. Quizá no haya otra elección, pero no me gusta arriesgar a la gente de la compañía.
—Todos estamos en peligro ahora —apuntó sombríamente García-Meza—. No importa la elección que hagamos.
—¡Creo en esta iniciativa! —declaró de Valera—. Voté por ella desde el principio. Sé las consecuencias. Creo realmente que los granadinos se atendrán a esto…, no son unos bárbaros, y saben cuáles son sus intereses. Si nuestros diplomáticos sufren algún daño en el cumplimiento de su deber, tomaré el portante y dimitiré de mi puesto.
Emily se mostró irritada ante aquella exhibición.
—¡No sea estúpido, de Valera! Eso no va a hacerles mucho bien a
ellos.
De Valera desechó la acusación con un encogimiento de hombros.
—David, Laura, espero que comprendan mis palabras en el sentido que he querido darles. Somos asociados, no jefes y peones. Si ustedes sufren algún daño, no seguiré con eso. Solidaridad.
—Ninguno de nosotros seguirá con eso —dijo Cullen—. No podemos permitirnos ese lujo. Laura, David, ustedes se dan cuenta de lo que hay en juego. Si fracasamos en arreglar las cosas con Granada, eso puede sumirnos en el desastre. Les pedimos que se arriesguen…, pero les damos el poder de ponernos en riesgo a todos nosotros. Y ese tipo de poder es muy raro en esta compañía.
Laura sintió todo el peso de aquello. Deseaban una respuesta. Les estaban mirando fijamente a ambos. No había nadie más a quien pudieran mirar.
Ella y David habían hablado ya en privado de todo aquello. Sabían que podían rechazar aquella oferta sin sentirse avergonzados por ello. Pero habían perdido su hogar, y eso dejaba todos sus planes en el aire. Parecía mejor aceptar el riesgo, dejarse arrastrar por el flujo de la crisis, y depender de sus propias habilidades para enfrentarse a ella. Mejor eso que quedarse sentados como víctimas y dejar que los terroristas pisotearan impunemente sus vidas. Habían tomado ya su decisión.
—Podemos hacerlo —dijo Laura—. Si ustedes nos respaldan.
—Entonces queda decidido. —Y eso fue todo. Todos se levantaron y doblaron la manta y guardaron las cosas del picnic. Y regresaron a las granjas.
Laura y David empezaron a entrenarse inmediatamente con las videogafas. Eran las primeras adquiridas por la compañía, y resultaban grotescamente caras. Nunca se habían dado cuenta antes de ello, pero cada juego costaba tanto como una casa pequeña.
También lo parecían…, examinadas atentamente, tenían la extraña aura de los instrumentos científicos. Productos no de consumo, muy especializados, muy precisos. Pesados también…, una envoltura de recio plástico negro, pero cubriendo un denso conjunto de circuitos superconductores de elevado precio. No había auténticos cristales en ellas…, sólo miles de detectores de luz distribuidos en un compacto mapa de bits. El output primario era una borrosidad prismática…, el software visual manejaba todas las imágenes, la profundidad de campo, el enfoque y todo lo demás. Pequeños haces invisibles medían la posición de los globos oculares del usuario. El operador, delante de su pantalla, no tenía que depender sin embargo de la mirada del usuario. Con el software podía examinar cualquier cosa que deseara en todo el campo visual.
Podían ver perfectamente a través de ellas, pese a que eran opacas desde fuera. Incluso podían ser ajustadas para corregir el astigmatismo o el defecto visual que sufriera el usuario.
Prepararon auriculares de gomaespuma a la medida para cada uno de ellos. No había el menor problema allí, era tecnología antigua.
El Refugio de Chattahoochee poseía una sala de tele-cora que hacía que la del Albergue de Galveston pareciera premilenio. Recibieron un curso de choque en técnicas de videogafas. Estrictamente práctico, el entrenamiento típico Rizome. Se turnaron en sus vagabundeos por el lugar, escrutando cosas al azar, puliendo sus habilidades. Había mucho que contemplar: invernaderos, estanques con acuacultivos, huertos de melocotoneros, molinos de viento. Una guardería donde el personal del Refugio se ocupaba de Loretta. Rizome había intentado modernizar el sistema de guardería hacía años, pero a nadie le había gustado: demasiado kibbutzesco, nunca llegó a cuajar.
El Refugio había sido en sus tiempos una granja, antes de que llegaran las proteínas unicelulares y dieran la patada definitiva a la agricultura tradicional. Ahora el lugar era un poco al estilo de María Antonieta, como la mayor parte de las granjas modernas. Cosechas especializadas, invernaderos. Aunque muchos de los invernaderos se hallaban ahora en las mismas ciudades, allá donde estaba el mercado.
Luego entraban y contemplaban sus cintas, y sentían vértigo. Y lo intentaban de nuevo, pero con libros en equilibrio sobre sus cabezas. Y luego se turnaban, uno monitorizando la pantalla y el otro fuera, caminando y recibiendo instrucciones y riendo alegremente acerca de lo difícil que era todo. Era bueno trabajar en algo. Se sentían más al mando.
Funcionará, decidió Laura. Iban a representar el número propagandístico ante los granadinos y permitir que los granadinos representaran su número propagandístico ante ellos, y eso sería todo. Había un cierto riesgo, sí…, pero también la más amplia publicidad que hubieran tenido nunca dentro de la compañía, y eso significaba mucho para ellos. El Comité no había sido tan torpe como para hablar directamente de recompensas, pero no necesitaba hacerlo; las cosas no se hacían así en Rizome. Todo quedaba entendido.
Peligroso, sí. Pero los bastardos habían ametrallado su casa. Laura había abandonado la ilusión de que podía existir algún lugar completamente seguro. Sabía que ya no lo había. No hasta que todo aquello hubiera terminado.
Hicieron una escala de dos horas en La Habana. Laura dio de comer a la niña. David se desperezó en su asiento de plástico azul, apoyando las sandalias que cubrían sus pies una encima de la otra. Toscos altavoces sobre sus cabezas desgranaban sincopada música pop rusa. No había maleteros robot allí, sino porteadores humanos con destartalados carritos. Viejos conserjes también, que pasaban la escoba como si hubieran nacido exclusivamente para ello. En la siguiente hilera de asientos de plástico, un aburrido chico cubano dejó caer al suelo un recipiente de cartón de refresco y lo pateó. Laura observó mientras el aplastado cartón empezaba a fundirse.
—Emborrachémonos un poco —dijo de pronto David.
—¿Qué?
David se metió las videogafas en el bolsillo del traje, cuidando de no ensuciar las lentes.
—Yo lo veo de esta forma. Vamos a estar online durante todo el tiempo en Granada. Nada de tiempo para relajarse, nada de tiempo para nosotros mismos. Pero tenemos ante nosotros ocho horas de vuelo. Ocho horas de maldito avión, ¿correcto? Nadie puede impedirnos vomitar sobre nosotros mismos si lo deseamos. La azafata se ocupará de nosotros. Así que no desperdiciemos la ocasión.
Laura examinó a su esposo. Su rostro parecía quebradizo. Ella se sentía igual. Esos últimos días habían sido un infierno.
—De acuerdo —dijo.
David sonrió. Cogió a la niña, y los dos se dirigieron hacia la más próxima tienda libre de impuestos, un pequeño cubículo lleno de sombreros de paja baratos y horribles caras esculpidas en cocos. David compró una botella pequeña y plana de amarronado ron cubano. Pagó con efectivo. El Comité les había advertido en contra de usar dinero de plástico. Demasiado fácil de rastrear. Los paraísos de datos estaban conectados a todos los conductos de dinero electrónico.
La dependienta cubana guardaba el dinero en efectivo en un cajón cerrado con llave. David le tendió un billete de 100 ecus. Ella le devolvió el cambio con una sonrisa y una mirada de sus ojos negros; iba vestida de rojo, masticaba chicle, y escuchaba música de samba por unos auriculares. Con ligeros movimientos de sus caderas. David dijo algo gracioso en español, y ella le sonrió.
El suelo no parecía querer asentarse bajo los pies de Laura. El suelo de los aeropuertos no formaba parte del mundo. Tenía su propia lógica…, Cultura de Aeropuerto. Islas globales en una red de rutas aéreas. Un nódulo inconcreto de sudor y desajustes horarios con el olor inconfundible del equipaje.
Abordaron su vuelo por la Puerta Dieciséis. Aero Cubana. Las líneas aéreas más baratas del Caribe, porque el gobierno cubano subvencionaba los vuelos. Los cubanos aún se mostraban susceptibles acerca de sus décadas de aislamiento forzado durante la Guerra Fría.
David pidió Coca-Colas apenas entraron, y las remató con una mortífera capa de oloroso ron. Era un largo vuelo hasta Granada. Las distancias eran enormes ahí fuera. El Caribe estaba salpicado de nubes, por encima de las arrugas fractales de la verdosa extensión del océano. Las azafatas pusieron un filme ruso doblado, algo sobre música pop en Leningrado, con montones de secuencias de baile, todo peinados extravagantes y luces estroboscópicas. David lo miró con los auriculares puestos, canturreando suavemente y moviendo a Loretta al compás sobre sus rodillas. Loretta estaba asombrada con el viaje…, sus ojos estaban muy abiertos, y su dulce carita era tan blanca como una muñeca de porcelana.