Islas en la Red (10 page)

Read Islas en la Red Online

Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿David?

—¿Sí, luz de mi vida?

Ella sonrió.

—¿Crees que somos como debemos ser?

Él enlazó las manos detrás de su nuca sobre la almohada. La miró de lado.

—¿Cansada de la posición del misionero?

—Me encanta cómo ayudas. No, estoy hablando en serio.

Él vio que estaba hablando realmente en serio y se encogió de hombros.

—No lo sé, ángel. Somos gente, eso es todo. Tenemos una hija y un lugar en el mundo…, no sé lo que significa eso. —Sonrió cansadamente, luego se volvió de lado, colocando una pierna sobre la de ella. Laura apagó las luces con su relófono. No dijo nada más, y al cabo de unos momentos él estaba dormido.

La despertó el lloriqueo de la niña. Esta vez Laura consiguió obligarse a saltar de la cama. David se despatarró en su lado. Estupendo, pensó. Que duerma en la humedad de mi sudor.

Tomó a la niña, le cambió los pañales. Esto tenía que ser un signo de algo, pensó hoscamente. Seguro que los enemigos rebeldes de vanguardia del sistema nunca habían tenido que cambiar pañales.

Calentó el biberón de Loretta e intentó dárselo, pero ella no se tranquilizó con aquello. Pataleaba y arqueaba su espina dorsal y hacía muecas con su pequeño rostro… Era una niña muy tranquila, durante el día al menos, pero si se despertaba por la noche se convertía en un saco de nervios.

El sonido no era su llanto de hambre ni su llanto de soledad, sino un conjunto de trémulos y agudos sonidos que decían que no sabía qué hacer consigo misma. Laura decidió sacarla a la pasarela. Eso normalmente la calmaba. Además, parecía que hacía buena noche. Se puso su bata.

Había tres cuartos de luna. Laura caminó descalza por las húmedas planchas de madera. La luz de la luna se reflejaba en las olas. Brillaban de una forma casi inmaterial. Era tan hermoso que casi parecía curioso, como si la naturaleza hubiera decidido imitar no el arte, sino una pintura de terciopelo del tamaño de un sofá.

Caminó arriba y abajo, canturreándole a Loretta, cuyo lloriqueo había descendido finalmente a unos extravagantes gemidos. Laura pensó en su madre. Madres e hijas. Esta vez sería distinto.

Una repentina sensación hormigueante la invadió. Sin advertencia previa, se transformó en miedo. Alzó la vista con un sobresalto, y vio algo que no pudo creer.

Colgaba en medio del aire a la luz de la luna, y zumbaba. Un reloj de arena, cortado en su mitad por un brillante disco. Laura chilló. La aparición permaneció suspendida allí por unos instantes, como si la desafiara a creer en ella, luego se inclinó en medio del aire y se encaminó a mar abierto. Al cabo de unos momentos había desaparecido.

La niña estaba demasiado asustada para llorar. Laura la había aplastado contra su pecho, presa del pánico, y parecía como si hubiera despertado en la niña algún reflejo primigenio. Un reflejo de los tiempos de las cavernas, cuando horrores vudú acechaban más allá de las luces de los fuegos, cosas que olían la leche y sabían que la carne joven era más tierna. Un espasmo de temblores recorrió a Laura de pies a cabeza.

Una de las puertas de las habitaciones de los huéspedes se abrió. La luz de la luna se reflejó en el pelo gris de Winston Stubbs. Las trenzas de un chamán. Salió a la pasarela, vestido sólo con unos tejanos. Su pecho rizado de gris tenía el aspecto hundido de la edad, pero era fuerte. Y era alguien más.

—He oído un grito —dijo—. ¿Qué ocurre, hija?

—Vi algo —murmuró Laura. Su voz tembló—. Me asustó. Lo siento.

—Estaba despierto —dijo el hombre—. Oí a la niña fuera. Nosotros los viejos no dormimos mucho. ¿Un merodeador, quizás? —Escrutó la playa—. Necesito mis gafas.

El shock empezó a abandonarla.

—Vi algo en el aire —explicó, con voz más firme—. Una especie de máquina, creo.

—Una máquina —dijo Stubbs—. No un fantasma.

—No.

—Tiene usted el aspecto como si el coco hubiera venido a llevarse a su niña, muchacha —dijo Stubbs—. Una máquina, sin embargo…, no me gusta eso. Hay máquinas y máquinas, ¿sabe? Podría ser un artilugio espía.

—Un espía —murmuró Laura. Era una explicación, y puso su cerebro en funcionamiento de nuevo—. No lo
sé.
He visto aparatos abejorro. La gente los utiliza para recoger el polvo. Pero tienen alas. No son como
platillos volantes.

—¿Vio usted un
platillo volante
? —preguntó Stubbs, impresionado—. ¡Crucial. ¿Adónde fue?

—Entremos —dijo Laura, con un estremecimiento—. No querrá usted verlo, señor Stubbs.

—Pero si lo estoy viendo —dijo de pronto Stubbs. Señaló. Laura se volvió para mirar.

La cosa avanzaba hacia ellos por encima del agua. Zumbaba. Barrió la playa a alta velocidad. Cuando se acercó a ellos, abrió fuego. Una tableteante ráfaga de balas golpeó contra el pecho y el vientre de Stubbs y lo arrojó violentamente contra la pared. Su cuerpo pareció abrirse bajo los impactos.

La cosa volante giró por encima del techo, y su zumbido murió mientras se deslizaba de vuelta a la oscuridad. Stubbs resbaló hasta las planchas del suelo. Sus trenzas cayeron hacia un lado. Eran una peluca. Bajo ellas, su cráneo era calvo.

Laura se llevó una mano a la mejilla. Algo la había picoteado allí. Pequeños granos de arena, pensó vagamente. Pequeños granos de arena que habían saltado hacia ella de los agujeros de los impactos en la pared. Aquellos pequeños cráteres en la pared de su casa, donde las balas habían golpeado tras atravesar al hombre. Los agujeros parecían oscuros a la luz de la luna. Estaban llenos con la sangre de Stubbs.

3

Laura miró mientras se llevaban el cuerpo. El muerto señor Stubbs. El sonriente, alegre Winston Stubbs, todo él rezumando cómplice perversidad pirata, ahora un pequeño cadáver calvo con el pecho reventado. Se reclinó en la húmeda barandilla de la pasarela, observando mientras la ambulancia cruzaba el cordón de luces. Hoscos policías de la ciudad con mojados impermeables amarillos ocupaban la carretera. Había empezado a llover con la mañana, un tétrico frente septembrino que avanzaba de tierra adentro.

Laura se volvió y cruzó la puerta del vestíbulo. Dentro, el Albergue parecía vacío, una zona devastada. Todos los huéspedes se habían ido. Los europeos habían abandonado su equipaje en su alocada huida. Los singapurianos también habían desaparecido rápidamente en la confusión.

Laura subió las escaleras hasta la oficina de la torre. Acababan de dar las nueve de la mañana. En la oficina, Debra Emerson pregrababa llamadas para el Comité Central, y su tranquilo murmullo desgranaba los detalles del asesinato por cuarta vez. El fax zumbaba emitiendo la copia.

Laura se sirvió café y derramó parte sobre la mesa. Se sentó y tomó el comunicado hecho público por los terroristas. La declaración de los asesinos había llegado online al Albergue Rizome sólo diez minutos después del asesinato. Lo había leído ya tres veces, con aturdida in credulidad. Ahora lo leyó una vez más. Tenía que comprender. Tenía que enfrentarse a ello.

BOLETÍN EIAT DE ACCIÓN DIRECTA COMUNICADO ESPECIAL A LAS AGENCIAS DE EJECUCIÓN DE LA LEY

A las 07:21 HMG del 12 de septiembre de 2023, comandos designados del Ejército Libre Antiterrorista llevaron a cabo la sentencia dictada contra Winston Gamaliel Stubbs, que se denominaba a sí mismo oficial corporativo de la unidad pirata y subversiva del crimen organizado conocida como el United Bank de Granada. El pueblo oprimido de Granada se alegrará ante ese largo tiempo retrasado acto de justicia contra la junta criptomarxista de la droga que ha usurpado las aspiraciones políticas legítimas de la población cumplidora de la ley en la isla.

La sentencia de ejecución tuvo lugar en el Albergue Rizome de Gatveston, Texas, EE.UU. (télex GAL-VEZRIG, tel. [713] 454-9898), donde el Grupo de Industrias Rizome, Inc., una multinacional con base en los Estados Unidos, estaba celebrando una conspiración criminal con los malhechores granadinos.

Acusamos a la antedicha corporación, el Grupo de Industrias Rizome, Inc., de intentar llegar a un cobarde acuerdo con esos grupos criminales, en un esquema inmoral e ilegal de protección que merece la más dura condena de las agencias de ejecución de la ley estatales, nacionales e internacionales. Con este acto de miope codicia, el Grupo de Industrias Rizome, Inc., ha traicionado cínicamente los esfuerzos de las instituciones legales, tanto privadas como públicas, por contener la amenaza de criminalidad apoyada por el terrorismo de estado.

La política largo tiempo sostenida del Ejército Libre Antiterrorista (ElAT) es la de golpear sin piedad la gusanera criptototalitaria que pervierte las doctrinas de la soberanía nacional. Tras su máscara de legalidad nacional, el United Bank de Granada ha proporcionado apoyo financiero, de datos y de inteligencia a un nexo de organizaciones parias. El felón ejecutado, Wínston Stubbs, ha mantenido en particular una implicación personal estrecha con grupos tan notorios como los Caballeros Tanzanos de Jah, la Revolución Cultural Inadin y las Células Capitalistas Cubanas.

Eliminando esta amenaza al orden internacional, el ElAT ha realizado un valioso servicio a la auténtica causa de la ejecución de la ley y de la justicia global. Tenemos intención de mantener nuestra política de acción militar directa contra los recursos económicos, políticos y humanos del denominado United Bank de Granada, hasta que esta antihumana y opresiva institución sea entera y permanentemente liquidada.

Un dossier de información más completo sobre los crímenes del fallecido, Winston Stubbs, puede hallarse dentro de los archivos del propio United Bank: Marque, directo, (033) 75664543, Informe ID: FR2774. Canal: 23555AK. Código de acceso: LIBERTAD.

Tan simple, pensó Laura, dejando a un lado la copia de impresora. Parecía prosa generada por ordenador, un largo y obsesivo flujo de cláusulas… Estalinista. No había gracia ni fuego en ello, sólo un golpeteo robot Cualquier profesional de relaciones públicas lo hubiera hecho mejor…, ella lo hubiera hecho mejor. Podría haberlo hecho mucho mejor para conseguir que su compañía, y su casa, y su gente, y ella misma, parecieran todos basura… Sintió una repentina oleada de impotente rabia, tan fuerte que sus ojos se llenaron de lágrimas. Luchó por contenerlas. Cortó la tira perforada de la copia de impresora y la enrolló entre sus dedos, sin mirar a nada en concreto.

—¿Laura? —David emergió de abajo, con la niña en brazos. El alcalde de Galveston le seguía. Laura se puso tensamente en pie.

—¡Señor alcalde! Buenos días.

El alcalde Alfred A. Magruder asintió con la cabeza.

—Laura. —Era un corpulento anglo de más de sesenta años, con la barriga en forma de barril envuelta en una llamativa dashiki tropical. Llevaba sandalias y tejanos y una larga barba a lo Santa Claus. El rostro de Magruder estaba enrojecido, y sus ojos azules hundidos en sus pequeñas bolsas de grasa tenían la rígida expresión de la furia contenida. Cruzó la habitación y dejó caer su maletín sobre la mesa.

—Señor alcalde —dijo rápidamente Laura—, ésta es nuestra coordinadora de seguridad, Debra Emerson. Señora Emerson, éste es Alfred Magruder, el alcalde de Galveston.

Emerson se levantó de la consola. Ella y Magruder se miraron de pies a cabeza. Se evaluaron mutuamente con una ligera mueca involuntaria de desagrado. Ninguno de los dos ofreció su mano. Malas vibraciones, pensó temblorosamente Laura, ecos de alguna guerra civil social largo tiempo enterrada. Las cosas estaban ya fuera de control.

—Las cosas van a estar pronto muy calientes por aquí —anunció Magruder, mirando a Laura—. Y ahora su marido me dice que sus amigos piratas están sueltos por mi isla.

—Fue imposible por nuestra parte detenerlos —dijo Emerson. Su voz tenía la furiosa calma de una maestra de escuela primaria.

—El Albergue fue acribillado por fuego de ametralladora, señor alcalde —intervino Laura—. Despertó a todo el personal…, nos sumió a todos en el pánico. Y los…, los huéspedes, estaban en pie y fuera de aquí antes que los demás hubiéramos podido pensar en nada. Llamamos a la policía…

—Y al cuartel general de su corporación —dijo Magruder. Hizo una pausa—. Quiero un registro de todas las llamadas que han entrado y salido de este lugar.

Laura y Emerson hablaron a la vez.

—Bueno, por supuesto, yo llamé a Atlanta…

—Eso necesitará una orden…

—La Convención de Viena se hará cargo de sus registros de todos modos cuando prosigan las investigaciones —cortó secamente Magruder—. Así que no me líen con sus tecnicismos, ¿de acuerdo? Todos caminamos rápido y libres aquí, y ése es el punto más importante de la Ciudad Alegre. Pero las cosas han ido demasiado lejos esta vez. Y le van a freír el culo a alguien, ¿no?

Miró a David. David asintió una sola vez, con el rostro congelado en una falsa expresión de voluntariosa intensidad.

Magruder siguió:

__¿Y quién va a ser ése? ¿Voy a ser yo? —Se clavó el dedo en la camisa, ensartando la salpicadura amarilla de una azalea estampada en ella—. ¿Van a ser ustedes? ¿O van a ser esos piratas tontos del culo de fuera de la isla? —Inspiró profundamente—. Esto es una acción terrorista,
¿comprenden?
—Dijo esta última palabra en español—. Se supone que este tipo de cosas no tienen que suceder.

Debra Emerson era toda tensa educación.

—Pero siguen sucediendo, señor alcalde.

—Quizás en África —gruñó Magruder—. ¡No aquí!

—Lo importante es cortar la relación de realimentación entre terrorismo y los media globales —dijo Emerson—. No necesita preocuparse usted por la mala publicidad. La Convención de Viena especifica…

—Mire —dijo Magruder, volviendo toda la fuerza de su mirada hacia Emerson—. No está tratando usted con un estúpido hippie, ¿sabe? Cuando esto sople sobre usted puede escurrirse dentro de su madriguera en Atlanta, pero yo seguiré aquí intentando que una maldita ciudad siga funcionando sobre la cuerda floja. No es la prensa lo que me asusta…, ¡son los polis! Los polis globales además…, no los locales, puedo encargarme de ésos. No quiero figurar en su lista de chicos malos junto con los mafiosos de los paraísos de datos. Así que, ¿qué necesidad tengo de usar mi isla para sus malditas actividades? No, señora, no tengo la menor necesidad.

La furia hirvió en Laura.

—¿Qué demonios es esto? ¿Acaso le disparamos nosotros? Nos dispararon
a nosotros,
¿sabe, su señoría? Salga fuera y échele una mirada a mi casa.

Other books

Cabin Fever by Sanders, Janet
Teahouse of the Almighty by Patricia Smith
Captive Heart by Anna Windsor
Past by Hadley, Tessa