—¡Por Alá, no!
Los ataques al barrio cristiano copto fueron cada vez más atrevidos. Ahmed y su grupo se llenaban los bolsillos de la
jalabiyya
de piedras, cruzaban el puente y atacaban casas cada vez más lejos. Llegaron hasta apedrear un restaurante, pero huían siempre que aparecía un adulto y volvían corriendo a su barrio. Al final de cada una de estas razias, la adrenalina les hacía sentirse tan valientes como Saladino, aunque quizá menos clementes.
A pesar de que sabía que sus padres desaprobarían los ataques, Ahmed creía que cumplía con su deber como musulmán. Sin embargo, era consciente de que así respetaba sólo una parte de sus obligaciones como creyente. La otra, más espiritual, se desarrollaba en la mezquita o con la memorización del Corán. No obstante, el mayor desafío espiritual al que se enfrentaba se repetía anualmente en el mismo mes del año: el Ramadán.
Cuando el mes sagrado llegó por primera vez después de conocer al jeque Saad, Ahmed decidió en secreto cumplir con el cuarto pilar del islam, el
sawn
, o ayuno. Los niños estaban eximidos del
sawn
, como sus padres y el mulá le habían repetido en muchas ocasiones, pero Ahmed creía que su deber como buen musulmán era respetar el ayuno.
—El
sawn
nos ayuda a hacernos una idea de lo que sufren los menos afortunados que no tienen comida —le explicó el jeque en una ocasión en que hablaban del Ramadán—. Los buenos musulmanes deben ayunar en obediencia a Dios.
Durante el mes sagrado, Ahmed se levantaba antes de que amaneciera, como ya solía hacer, pero, esta vez, se unió a su familia en una comida ligera y muy insulsa a la luz de las lámparas amarillentas del salón. Evitaban tomar sal porque daba sed, ya que el ayuno se extendía a la bebida. El
sawn
comenzaba al amanecer, cuando la madre preparaba la merienda que los niños se llevaban a la escuela.
Los cinco hermanos salían de casa sobre las ocho de la mañana. Ahmed y los dos mayores iban a una madraza, y las hermanas a otra. Ya en la escuela, el muchacho tiraba la comida a la basura y pasaba el día en ayunas. Las primeras horas y los primeros días le costaron más, pero, pasado algún tiempo, se acostumbró. Aunque se sentía algo débil e irritable, siguió respetando el
sawn
a escondidas.
Así, descubrió que el mejor momento del Ramadán era el crepúsculo. Cuando el sol enrojecía en el horizonte y el muecín llamaba melancólicamente a la oración desde la mezquita, la madre distribuía sobre la mesa dátiles y jarras de agua, que todos, también los más pequeños, consumían de inmediato, aunque los adultos suponían que los niños no habían ayunado. Seguían luego la oración del principio de la noche y la gran cena, verdaderamente opípara: la mesa se llenaba con los mejores platos, como ricos
koshari
, deliciosos
taamiyya
o suculentos
molokhiyya
, acompañados de pan
baladi
y queso
domiati
, todo regado con mucho té y yogurt. La cena se cerraba con los inevitables dulces de
baklava
variados, que el muchacho devoraba con una gula que no podía disimular.
Ahmed abrazó el Ramadán como el mes de las buenas acciones. Además de preocuparse con la preparación de la cena, la madre aprovechaba el tiempo libre del día para cocinar comida para los pobres. El hijo, piadoso e imbuido por una espíritu de buena voluntad, aprovechaba los viernes, su día libre, para ayudarla. Después llevaba la olla de comida a la mezquita para que la distribuyeran entre los necesitados.
Cuando, casi al final del mes sagrado, la primera vez que respetó el
sawn
en secreto, llegó la
Lailat al-Qadr
, la noche del Destino, que señalaba la primera revelación recibida por Mahoma en la gruta de La Meca, Ahmed no pegó ojo. Pasó la noche entera rezando, confiando en la promesa divina de que aquella noche ninguna plegaria sería ignorada.
—Está escrito en el Libro Sagrado: «La noche del Destino es mejor que mil meses» —le había dicho el jeque Saad durante una lección en la mezquita recitando de memoria los versículos tres y cuatro de la sura noventa y siete—. «Los ángeles y el Espíritu descienden, en ella, con permiso de su Señor, para todo asunto».
¿La noche del Destino vale más que mil meses? ¿Los ángeles descienden a la tierra en esa noche para cumplir las órdenes de Alá? Él mismo consultó el Corán y leyó y releyó la sura 97. Era verdad, así lo decía. ¿Cómo no aprovechar para rezar toda la noche, si valía más que otras mil noches? Por eso, rezó durante muchas horas, aunque lo cierto era que no tenía mucho que pedirle a Dios. Claro, como buen musulmán, sería más piadoso si rezaba por los pobres y los desfavorecidos. Y así lo hizo. También debía rezar para ser siempre honesto e íntegro, como exigía el Corán, y para que Alá le diera fuerzas para respetar de manera escrupulosa sus leyes y no le dejara caer en la tentación. Y así lo hizo.
Desde entonces, cumplió el
sawn
de forma estricta durante el Ramadán, aunque en secreto, y rezó en la noche del Destino hasta la madrugada. Tras conocer al profesor Ayman, a sus plegarias habituales desde los siete años, unió otras preces en esa noche sagrada. A partir de los doce años rezó por los desfavorecidos y por la incorruptibilidad de su alma. Pero, a partir de ese momento, creyó que debía rezar también por el islam, ahora que éste atravesaba una época de dificultades, y para que el Profeta tuviese al fin un sucesor y el califato fuera restaurado.
Y rezó por eso.
Toc. Toc. Toc.
Alguien llamó a la puerta con suavidad a la hora del almuerzo. El Ramadán ya había pasado hacía casi un mes y toda la familia estaba a la mesa comiendo cabrito asado.
—Ahmed, ve a ver quién es —ordenó el padre, sujetando un pedazo de carne.
El hijo se levantó y fue a abrir la puerta. Ante él apareció un hombre encorvado de mirada sumisa.
—¿Está el señor Barakah?
Ahmed miró hacia el salón.
—Padre, preguntan por usted.
—¿Quién es?
—Es un señor. Quiere hablar con usted.
El señor Barakah se limpió las manos y se levantó. Ahmed fue a sentarse a la mesa y no prestó atención a la conversación que se desarrollaba en la puerta.
No obstante, instantes más tarde, oyó la voz del padre tronar en el aire.
—¡Ahmed, ven aquí ahora mismo!
El tono era inesperadamente imperativo y el muchacho dio un respingo de miedo en la silla.
—¡Ven aquí te he dicho!
Ahmed se levantó. Se preguntaba qué pasaría o qué podría haber pasado para que su padre estuviera tan enfadado. Se acercó con miedo a la puerta. El visitante aún estaba del lado de la calle, con la cabeza baja como un penitente.
—Sí, padre.
Paf.
Ni la vio venir. La bofetada fue repentina y brutal, tan fuerte que el muchacho se tambaleó y fue a dar desamparado contra la pared.
—¿No tienes vergüenza? —gritó el padre, empujándolo de nuevo hacia la puerta—. ¿No tienes decencia?
—¿Por qué, padre? —alcanzó a preguntar con un hilo de voz—. ¿Qué he hecho?
Paf
.
Recibió otra bofetada, esta vez en la otra mejilla.
—¿Qué has hecho? ¿Aún tienes el descaro de preguntar qué has hecho? —Lo cogió del cuello y lo obligó a encarar al visitante—. ¿Conoces a este señor?
Con los ojos bañados en lágrimas, Ahmed se quedó mirando al desconocido.
—No —balbució, bajando la cabeza.
—Este señor vive en el barrio cristiano al otro lado del canal. Dice que tú y tus amigos habéis apedreado su casa. ¿Es verdad eso?
Ahmed sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y miró al visitante encorvado de mirada sumisa. ¿Así eran los
kafirun
? ¿Así eran los temibles cruzados? ¿Así eran los que humillaban al islam?
—Contesta —insistió el padre, agitándolo como un saco de patatas—. ¿Es verdad o no?
Esta vez le tocó a Ahmed agachar la cabeza.
—Sí.
Sin soltar al hijo, el señor Barakah miró al visitante, le pidió disculpas y se despidió. Cuando el desconocido se alejó, cerró la puerta y arrastró al muchacho a su habitación. Ya con la puerta cerrada, Ahmed vio que su padre se quitaba el cinturón y de inmediato supo lo que le esperaba.
Maldito
kafir
.
L
a puerta de la sala del Maggior Consiglio se abrió y Frank Bellamy entró acompañado de un hombre bajo y rechoncho. Llevaba barba grisácea y unas gafas pequeñas sobre la punta de la nariz. Tenía un aire tan inofensivo y ridículo que el vecino de Tomás se inclinó hacia él y le susurró en tono de broma:
—Si todos los del Mossad son así, Israel está perdido.
El historiador sonrió por cortesía, pero mantuvo la atención fija en los dos hombres que se aproximaban a la mesa. Bellamy indicó al invitado su asiento.
—Amigos míos, les presento a David Manheimer.
El recién llegado saludó a los presentes con una inclinación de cabeza.
—
Shalom
.
El grupo devolvió el saludo y el hombre de la CIA continuó la presentación.
—Como algunos de ustedes saben, David es nuestro enlace con el Mossad y tiene mucha experiencia en el estudio de grupos terroristas islámicos. Ha interrogado a muchos terroristas y ha trazado un perfil y un cuadro motivacional que se ha convertido en una referencia para los servicios de inteligencia del mundo occidental. Es un privilegio tenerlo aquí con nosotros, aunque sea sólo brevemente, porque debe volver a su reunión. —Sonrió al israelí—.
Go on
, David.
El hombre del Mossad afinó la voz.
—¿Qué puedo decirles que no sepan ya? —preguntó en un inglés gutural—. El terrorista religioso es una suerte de zelote. Tiene tendencia a concentrarse en un único valor y a excluir todos los demás. En el caso de los terroristas musulmanes, el valor central es obedecer a Alá y al Profeta e imponer la ley islámica, cueste lo que cueste. La religión les explica el mundo y su lugar como individuos, pero al mismo tiempo los impulsa a la acción. Para estos zelotes no existen zonas grises, sólo blancas o negras. Destruyen todas las ambigüedades morales. Las cosas son o no son, no hay término medio. Los terroristas se ven a sí mismos como el pueblo de Dios y a los demás como enemigos de Dios. Así, deshumanizan al adversario hasta el punto de querer matarlos como quien mata… hormigas, por ejemplo. Pretenden purificar el mundo y no entienden que lo único que hacen es ensuciarlo con más inmundicia.
—Son unos locos, claro está —observó una voz.
Manheimer lanzó inmediatamente una mirada al hombre que había hablado, un individuo delgado, con los pómulos muy pronunciados.
—Ni se le ocurra pensar eso —dijo de manera terminante—. Todas las pruebas psicológicas demuestran que tratamos con personas perfectamente normales. No son psicópatas, ni siquiera desequilibrados. Son personas como las demás. Es más, si se fija, cuando la policía va a hablar con vecinos y conocidos de un terrorista después de que haya cometido un atentado, la reacción típica es de sorpresa, ya que todos lo consideraban una persona absolutamente normal. ¡Y es que lo son! Muchos terroristas se muestran incluso simpáticos y afables, nadie diría que pueden cometer actos terribles.
—¿Seguro que no se trata de locos?
—Tengo la absoluta certeza. Quizá la única debilidad psicológica que hemos detectado es que casi todos sufren un fuerte complejo de inferioridad. Soportan mal el dominio intelectual, cultural y tecnológico de Occidente. Como no lo consiguen igualar, se sienten acomplejados y rechazan a Occidente aferrándose a la religión y considerándola superior a todo lo demás. Ya se sabe, sólo se proclama la superioridad cuando se siente inferioridad. Lo que hacen es racionalizar ese complejo de inferioridad y se convencen de que ellos son los superiores, los buenos y los que tienen razón. De hecho, los terroristas islámicos se ven a sí mismos como santos y mártires, como personas que abrazan una causa noble, que dan la vida por el bien de la humanidad. La realidad es que tan sólo exorcizan su complejo de inferioridad.
—Pero hacen locuras…
—Desde nuestro punto de vista, sí. Pero no desde el suyo. Si entendemos la forma en la que ellos razonan, es sorprendente la manera tan absolutamente lógica en la que todo encaja. Basta con dar por buenas algunas premisas: por ejemplo, que las órdenes del Corán y de Mahoma deben seguirse al pie de la letra. El resto es sólo la consecuencia…
—Tiene que haber una explicación para esos comportamientos —insistió el hombre de los pómulos pronunciados, que no se daba por vencido—. Si no están locos, son necesariamente personas incultas y pobres, porque…
—Una vez más se equivoca —cortó Manheimer—. Todos los estudios demuestran que los terroristas son personas con una formación por encima de la media, la mayor parte de las veces con estudios universitarios. El perfil del terrorista islámico no es una excepción. Es verdad que algunos son pobres e incultos, pero la mayoría ha concluido estudios superiores. Hay incluso personas ricas entre ellos: Bin Laden, por ejemplo, era millonario.
Movió la cabeza y esbozó una sonrisa condescendiente antes de continuar.
—Ya sé que a los políticos y académicos occidentales les gusta recurrir a causas socioeconómicas para explicarlo todo. Eso les reconforta hasta cierto punto, les hace pensar que si resuelven los problemas socioeconómicos de esos pueblos, resolverán el problema del terrorismo. Entiendo su manera de pensar. Pero ¿se han dado cuenta de que hay un porcentaje anormalmente alto de saudíes entre los terroristas? Que yo sepa Arabia Saudí nada en petrodólares y no hay prácticamente pobres en el país. Eso echa por tierra la teoría, políticamente correcta, de las causas socioeconómicas.
El israelí levantó el dedo, en un gesto profesoral con el que pretendía enfatizar su punto de vista.
—Es necesario que entiendan algo: aunque hay algunos casos en los que las cuestiones socioeconómicas pueden desempeñar un papel importante, los terroristas islámicos están motivados sobre todo por cuestiones religiosas. Sé que eso es difícil de entender para un occidental, pero es la pura verdad. Los terroristas islámicos se limitan a acatar las órdenes del Corán y de Mahoma. Creen que si obedecen ciegamente las palabras divinas, conseguirán liberarse de su complejo de inferioridad respecto a Occidente.
—No puedo aceptar esa explicación —insistió el hombre de los pómulos salientes.