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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (12 page)

BOOK: Ira Divina
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—¿Y dice usted que estas armas ya no se encuentran bajo control militar ruso…?

—Le estoy diciendo que más de cien armas de un total de doscientas cincuenta no están bajo el control de las fuerzas armadas de Rusia. No sé dónde se encuentran. No sé si han sido destruidas, si están guardadas o si han sido vendidas o robadas. No lo sé.

Bellamy apagó el reproductor y la imagen desapareció de la pantalla.

—Creo que estas declaraciones permiten hacerse una idea clara de la dimensión del problema que tenemos entre manos —dijo mientras ocupaba de nuevo su asiento—. Conviene aclarar que, después de la entrevista del general Lebed, un portavoz del Gobierno ruso declaró que esas armas nunca habían existido o habían sido destruidas.

Sonrió con sarcasmo.

—Una pequeña contradicción, ¿no les parece? Primero dicen que esas armas nunca han existido y, a renglón seguido, afirman que ya las han destruido, lo que significa que habían existido.

Se hizo de nuevo el silencio en la sala. A Tomás le costaba asimilar lo que acababa de escuchar.

—¿Cree que las armas que desaparecieron cayeron en manos de terroristas?

—Es posible —asintió Bellamy—. Pero lo importante de esta entrevista es que las palabras del consejero del presidente ilustran el colapso del sistema de seguridad de Rusia. Puede que las bombas nucleares en maletines de ejecutivos no cayeran en manos de los terroristas, pero es posible que haya ocurrido con otras bombas. Recuerden que el arsenal ruso es de entre cuarenta a ochenta mil cabezas nucleares. Con la corrupción que hay en el país, ¿cómo podemos estar seguros de que todas están protegidas? Después de todo, el problema no es sólo la corrupción, sino la laxitud. ¡Los inspectores norteamericanos que visitaron las instalaciones nucleares en 2001 revelaron que, cuando llegaron al almacén donde se guardaban las armas, se encontraron la puerta abierta!


Gott im Himmel
! —murmuró un hombre que hasta entonces había estado callado y que obviamente era alemán.

—Se trata, por tanto, de un problema de extrema gravedad —insistió Bellamy—. Parece que, últimamente, han mejorado las cosas en Rusia y se ha recuperado gran parte de la disciplina. Por otro lado, hay que recordar que las armas nucleares requieren mantenimiento, incluso para funcionar. Además, muchas de ellas están protegidas por sistemas electrónicos, lo que dificulta mucho las cosas. Eso no quiere decir que no haya riesgo de robos. Ese riesgo se mantiene, pero nuestro análisis arroja riesgos mayores.

—¿Mayores? —espetó la profesora Cosworth sorprendida—.
Good Lord
! ¿Puede haber mayor riesgo que el robo de una bomba atómica por terroristas?

Una voz femenina proveniente de la puerta resonó en toda la sala e interrumpió la conversación.

—¿Por qué no construyen los terroristas su propia bomba?

Todos miraron a la entrada e intentaron identificar a la recién llegada.

—¡Rebecca! —exclamó Bellamy, aliviado—. ¡Llega tarde!

La muchacha de cabello corto y rubio como la paja se dirigió hacia la mesa. En la mano, llevaba un maletín negro de ejecutivo. Tenía los ojos grandes y azules, luminosos y expresivos, y unos labios suculentos y apetitosos como fresas. Llevaba un jersey amarillo y unos vaqueros azul claro, un conjunto que combinaba a la perfección con su pelo y sus ojos.

Tomás la desnudó con la mirada. Reparó en que tenía un cuerpo curvilíneo como una viola y unos pechos pequeños, pero turgentes. Fue en ese instante cuando cayó en la cuenta de quién era la mujer que acababa de entrar.

—Discúlpenme —dijo Rebecca con el acento nasal propio de los norteamericanos—. Había mucho tráfico en el Gran Canal.

Era la mujer de bandera que Bellamy le había prometido.

10

A
hmed balanceaba el cuerpo al ritmo monocorde de las palabras que repetía sin cesar. Se esforzaba por familiarizarse con los sonidos de la cantinela.

—«¡Quiá! Los infieles desmienten la Hora» —entonó recitando los mismos versículos de la sura 25 por quinta vez consecutiva, en su intento de memorizar por completo aquel capítulo del Corán—. «Para quienes desmienten la Hora, preparamos un hogar. Cuando desde un lugar lejano los vea, oirán su enfurecimiento y su chisporroteo. Cuando se les eche entrelazados a un lugar angosto, dentro de él, allí mismo, pedirán la aniquilación. Se les responderá…».

Se calló.

Se oían voces agitadas dentro de casa. Se inclinó hacia la puerta cerrada del cuarto e intentó distinguir los sonidos que le llegaban algo amortiguados. Se dio cuenta de que venían de la sala. Eran las voces de su padre y su madre. ¿Estarían discutiendo otra vez?

Aquello acabaría mal, pensó desanimado. Pronto, el padre comenzaría a golpear a su madre. No tenía ganas de soportar otra escena. Sin embargo, cuando se disponía a taparse los oídos, oyó otras voces. Aguzó de nuevo el oído ¿Qué pasaba? Oía también…, oía también a sus hermanos. Todos hablaban exaltados. Por Alá, ¿qué ocurría?

Dudó. Estaba sentado en el suelo y tenía el Corán sobre un
kursi
, un soporte plegable de madera que facilitaba la lectura y, sobre todo, garantizaba que el Libro Sagrado quedaba por encima de sus rodillas, una posición adecuada y respetuosa. Pero el barullo le molestaba para recitar, por lo que acabó cerrando el Corán y colocándolo con cuidado en un estante. Después abrió la puerta y asomó la cabeza.

—¿Qué pasa?

La algarabía continuaba y nadie le respondió. Intrigado, salió al pasillo y fue a la sala. Allí, su familia discutía con gran agitación alrededor del televisor encendido, en el que hablaba un hombre con corbata.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar, con la atención ya puesta en la pantalla en busca de una respuesta.

—No lo sabemos bien —respondió el padre sin desviar la vista del televisor—. Ha habido problemas en un desfile militar y parece que han disparado al presidente.

—¿A qué presidente?

—¿A qué presidente va a ser? ¡A Sadat, por supuesto!

—¿Han disparado a Sadat? ¿Por qué?

—No lo sé. Eso es lo que estábamos discutiendo. Yo creo que son rivalidades entre ellos. El poder te granjea muchos enemigos. Pero tu hermano piensa que han sido los sionistas.

Ahmed señaló el televisor.

—¿Qué dice la televisión?

—Nada —respondió su hermano mayor encogiéndose de hombros—. Dicen que han llevado al presidente al hospital.

—¿Nada más?

—Y que han decretado el estado de emergencia.

Pronto quedó claro que la televisión no aportaría novedades. Toda la familia estaba sumida en un estado de excitación febril y ninguno soportaba estar encerrado en casa.

Pese al calor que hacía fuera, salieron todos a la calle y se toparon con los vecinos. Toda la gente sentía lo mismo: nadie era capaz de contener la agitación nerviosa. Todas las conversaciones giraban de manera obsesiva en torno al mismo asunto: qué había pasado y quién lo había hecho. Unos decían que era un golpe de Estado de los generales, y otros, que era todo un invento. Los primeros se indignaban con los segundos por su opinión. Había quien insistía en los israelitas y decía que los Acuerdos de Paz de Camp David habían sido una emboscada. En cualquier caso, la algarabía se había trasladado a la calle.

La madre de Ahmed, que había ido a mirar un perol que tenía al fuego, apareció de repente, jadeante, en la puerta de casa.

—¡Rápido, rápido! ¡Venid a ver esto!

Fueron todos corriendo a casa, la familia y los vecinos, y la pantalla acaparó de nuevo la atención. El hombre encorbatado había desaparecido. Lo habían sustituido unas imágenes del Corán y una voz que recitaba el Libro Sagrado. Se quedaron paralizados intentando digerir el significado de todo aquello. ¿Por qué motivo recitaban el Corán en la televisión?

—¡La radio! —exclamó el señor Barakah.

El padre de Ahmed fue a toda prisa al cuarto a buscar el pequeño receptor de onda corta. Volvió a la sala, dejó el aparato sobre la mesa, lo encendió y sintonizó la emisora que escuchaba habitualmente. La radio emitió una voz melódica y melancólica. Daban un programa de música y los sonidos fluctuaban como olas: iban y venían, por momentos eran más nítidos, y por momentos, más distantes. Entre medias, como era característico de las recepciones de onda corta, se oían pitidos.

—¿Qué hora es? —quiso saber el hermano mayor de Ahmed.

El padre consultó su reloj. Faltaban cuatro minutos para la hora en punto.

—El noticiario empezará dentro de cuatro minutos.

Esperaron alrededor del aparato. La impaciencia les reconcomía el estómago. En el televisor continuaban recitando el Corán. Ahmed identificó los versículos de la sura 2. El programa musical de la radio, que hasta entonces parecía interminable, llegó entre tanto al final y una voz pausada y distante tomó la sala.

—Aquí Londres. Esto es la BBC. Están escuchando la emisión en lengua árabe.

Tras una pausa llena de ruidos estáticos, los toques metálicos e imponentes del Big Ben rompieron el silencio lentamente.

Volvió a hablar la misma voz.

—Ha muerto el presidente Anwar al-Sadat. El jefe de Estado egipcio ha fallecido víctima de un atentado en El Cairo. Aún no se ha reivindicado el ataque, pero…

Sólo una semana después se reanudaron las clases. La ley marcial decretada por el vicepresidente Mubarak obligó a Ahmed y a toda la familia, y en general a todos los egipcios, a quedarse en casa durante algunos días. En aquel momento, reinaba una confusión total sobre los motivos reales del atentado, pero, sólo dos días después, la televisión dio a conocer la identidad de los asesinos.

—¿Quiénes son esos hombres de Al-Jama’a? —preguntó Ahmed a su padre durante la comida, después de escuchar el noticiario.

—Al-Jama’a al-Islamiyya —corrigió el señor Barakah, dando el nombre completo del movimiento—. Son unos radicales.

—¿Qué es eso?

—¡Hijo mío, tienes unas preguntas! —replicó el padre con impaciencia—. Son musulmanes que propugnan la aplicación de la
sharia
.

—¡Son unos locos! —añadió la madre, inclinada sobre la tabla para cortar un trozo de carnero—. ¡Unos enfermos!

—Cállate, mujer. ¿Qué sabes tú de eso?

—Sé que así las cosas sólo pueden empeorar…

—¡No va a empeorar nada! —sentenció el marido, extendiendo el plato a su mujer para que le sirviera la carne—. Mubarak tendrá mano firme con esta gente. Ya lo verás.

—¿Y si no la tiene?

—Mira, si no la tiene…, ¡esto puede acabar realmente mal!

—¡Matar al presidente! —insistió la madre mirando de reojo hacia arriba como si consultara a Alá—. ¿Dónde se ha visto algo así, Dios mío? ¿Dónde se ha visto? ¡Quiera el Misericordioso que todo se arregle!
Inch’Allah
!

—¡Deben de pensar que estamos en Estados Unidos! —exclamó el padre, mientras se preparaba para meterse el primer trozo de carnero en la boca—. Allí es donde matan a los presidentes…

—Sadat no debería haber firmado la paz con los sionistas —opinó el hijo mayor, que hasta entonces había estado callado—. ¡Eso fue un error!

—Eso es verdad —asintió el señor Barakah masticando ya—. El presidente debería haber tenido más cuidado. Fue una falta de respeto para con la
umma
y para con los mártires de las guerras contra los sionistas. Eso es verdad.

—Sadat se lo estaba buscando… —insistió el mayor—. ¿Sabéis lo que dijo uno de los hombres que disparó contra él? «¡He matado al faraón!».

El padre se rio.

—¿Faraón? Ésa es buena.

La conversación seguía animada, pero Ahmed ya no prestaba atención. Tenía la mente inmersa en un torbellino. Estaba pensativo desde que su padre le había explicado qué eran los radicales.

«¿Son musulmanes que propugnan la aplicación de la
sharia
? ¿Y qué hay de malo en eso? La
sharia
es la ley de Dios, y Dios la dictó en el Libro Sagrado. Si Al-Jama’a quiere la aplicación de la ley de Dios, ¿no será eso quizá de justicia?», pensaba una y otra vez.

La cabeza de Ahmed bullía, llena de dudas y de perplejidad, pero, teniendo en cuenta el clima de miedo que reinaba desde la muerte del presidente y la purga que desde entonces había iniciado el vicepresidente, sabía que aquél no era el mejor momento para comenzar a hacer preguntas en voz alta.

Lo mejor era seguir callado.

La madraza abrió de nuevo sus puertas la semana siguiente y Ahmed fue a clase desde el primer día. Tenía la sensación de que no podría callarse de manera indefinida: necesitaba saber. Su mente hervía con dudas y necesitaba respuestas urgentes. Tal vez las encontraría en las clases de religión, y por eso esperaba con ansia la hora de la lección.

Cuando el profesor Ayman apareció, vio en su rostro una expresión extraña: era como si mezclara alegría y aprensión. Sonreía y al momento casi acechaba por encima del hombro. El clima de miedo afectaba a todo el mundo y, por lo visto, el maestro no era una excepción. La tensión era palpable, pero Ahmed creía que la clase de religión le daría soluciones.

Sin embargo, no fue así. Ese día la clase resultó ser una gran decepción. En vez de hablar de lo que le interesaba, el profesor Ayman se limitó a hacer que los alumnos recitaran el Corán en coro.

«La recitación del Libro Sagrado es algo bello», se reprochó Ahmed de inmediato, súbitamente mortificado por su decepción. ¿Cómo podía estar decepcionado por recitar el Corán? ¡Aquéllas eran las palabras de Alá
As-Samad
, el Eterno, y cualquier oportunidad de repetirlas constituía una gran honra, y así tenía que pensar siempre!

Momentos después de acabar la lección, después de que todos los alumnos dejaran el aula, se encontró siguiendo los pasos del profesor. No lo había planeado, pero lo estaba siguiendo.

Ayman recorría el pasillo. Su larga
jalabiyya
blanca rozaba el suelo. El muchacho lo seguía en silencio a un par de metros de distancia. Muy atento a todo lo que le rodeaba, el profesor pronto se dio cuenta de que lo seguían. Se paró de repente y encaró a Ahmed.

—¿Qué quieres? —preguntó con una aspereza inesperada—. ¿Por qué vienes detrás de mí?

El muchacho arqueó las cejas casi sobresaltado con el tono agresivo de la interpelación.

—Necesito…, necesito hablar con usted, señor profesor.

Ayman miró a su alrededor de inmediato, como si buscara una amenaza escondida.

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