Ira Divina (8 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Ira Divina
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Alrededor de la mesa, los asistentes asintieron a coro.

Tras el beneplácito general, Bellamy retomó su intervención.

—Va a haber un ataque con armas nucleares contra Occidente.

Se desató un murmullo en la sala y los presentes intercambiaron miradas interrogativas.

—No les estoy contando nada nuevo, ¿no? Es un hecho que Occidente va a sufrir un ataque con armas nucleares. La única duda es saber cuándo. Por eso existimos nosotros. —El murmullo se apaciguó—. El NEST, como saben, se creó en los Estados Unidos en la década de los setenta, pero es bueno que no olvidemos que todo empezó en 1945, cuando los científicos del Proyecto Manhattan hicieron estallar la primera bomba atómica en Alamogordo, en Nuevo México, y luego en Hiroshima y Nagasaki.

Bellamy suspiró antes de seguir.

—En aquella época, yo trabajaba en Los Álamos, en el Proyecto Manhattan, y me acuerdo de la sorpresa que me produjo darme cuenta de que Estados Unidos pensaba que estaba en posesión de un gran secreto.

Se oyeron risas en la mesa.

—Hablo en serio —insistió ante las carcajadas—. Hoy puede parecer una anécdota, pero nuestros políticos creían que la bomba atómica era un gran secreto para Estados Unidos. No eran conscientes de que nosotros nos habíamos limitado a resolver un problema de ingeniería y que, en el momento en que hicimos explotar la bomba, probamos que era posible resolver ese problema. A partir de ahí, cualquier otro científico podía hacer lo mismo. El conocimiento quedó al alcance del mundo entero. Pensar que quien inventa la bomba atómica puede guardar el secreto de su construcción es igual que pensar que quien inventó la rueda puede mantener en secreto el concepto. Lo cierto es que se abrió la caja de Pandora. La era nuclear había comenzado y ya no había vuelta atrás. Un grupo de físicos, entre ellos Einstein, Oppenheimer y Bohr, saltó a la palestra para advertir de que no había ningún secreto que proteger y que pronto todo el mundo estaría armado con ingenios nucleares.

—Esa predicción no se cumplió —observó un hombre de uniforme sentado en el otro extremo de la mesa.

—No de forma inmediata —coincidió el orador—. Pero la realidad es que la producción de armas nucleares no es ningún secreto, ¿no es cierto? Al menos diez países las poseen y más de veinte tienen capacidad para fabricarlas. El Tratado de No Proliferación Nuclear consiguió retrasar el problema, pero, como saben, la situación amenaza con estar fuera de control muy pronto. No podemos olvidar que la bomba atómica es el arma más barata jamás inventada en la relación entre poder de destrucción y coste. Con un arma nuclear, la destrucción de una ciudad es mucho más barata que si se usa otro tipo de armamento.

—No olviden que Libia pagó sólo cien millones de dólares para que el señor Khan le construyera armas nucleares —interrumpió un hombre sentado al lado de Bellamy—. Estas bombas son así de baratas.

—Exacto —continuó Bellamy—. Recuerden también que, con la evolución tecnológica, la tecnología nuclear es cada vez más barata y eficiente, lo que la convierte en accesible para los países subdesarrollados. Además, la tecnología necesaria para construir una central nuclear destinada a producir electricidad es prácticamente la misma que la que se necesita para construir armas nucleares. Por tanto, no hay proyectos nucleares pacíficos en los países subdesarrollados. Es relativamente sencillo y barato producir bombas nucleares, por lo que resulta especialmente atractivo para los países pobres. Con poco dinero, estos países consiguen convertirse en una gran amenaza. Basta con producir armas nucleares. En el momento en que un país toma la decisión estratégica de convertirse en una potencia nuclear, no hay sanciones internacionales que lo puedan detener. No hace falta ser un país rico o desarrollado, basta con querer hacerlo.

Miró alrededor de la mesa mientras añadía:

—Amigos míos, las armas nucleares son ahora las armas de los pobres. Quien dispone de ellas puede amenazar o intimidar a su vecino. Y las probabilidades de que un país pobre utilice la bomba atómica son mucho mayores de que lo haga un país rico.

La mayoría de las personas de aquella sala ya eran conscientes de todo eso, pero aun así reaccionaron con un silencio apesadumbrado a estas palabras. Pese a que todos conocían la amenaza, recordarla no era una experiencia agradable. Era como la muerte: todos sabemos que nos llegará, pero a nadie le gusta pensar en ella.

—Sin embargo, ésta no es la mayor amenaza. Al fin y al cabo, si un país subdesarrollado nos ataca con una bomba nuclear siempre podemos responderle con diez bombas termonucleares. Como saben, la mayor amenaza son los terroristas y, entre ellos, los yihadistas islámicos. Si los terroristas hacen estallar una bomba en Venecia, por ejemplo, ¿contra quién responderíamos? Los fundamentalistas islámicos no tienen cuartel general, no tienen una ciudad, no tienen país. No hay un lugar donde podamos responder a la agresión. Con estos terroristas no funcionan las represalias. Desde el 11-S sabemos que así que puedan nos atacarán con armas nucleares. En primer lugar, no temen las represalias y, además, les gusta llevar a cabo acciones terribles que llamen la atención. Por eso mismo, las armas nucleares son perfectas para los fundamentalistas islámicos. Ellos son la mayor amenaza y, en el fondo, es por ellos por lo que nosotros existimos.

Terminó su exposición y consultó el reloj.


Damn
! —renegó.

—¿Pasa algo,
mister
Bellamy?

—No. Es una persona que debía estar aquí para dirigir una reunión y llega tarde. —Apoyó las manos en la mesa y se incorporó con un suspiro—. Bueno, voy a pedir ayuda a un colaborador nuestro que está reunido en la sala del Consiglio dei Dieci à Armeria. ¿No les importa esperar un momento?

—Claro que no.

Frank Bellamy se dirigió a la puerta para ir a buscar al colaborador, pero se detuvo a medio camino, como si hubiera recordado algo.

—¡Ah! —exclamó—. Me lo respetan, ¿eh? Es del Mossad.

6

E
l grupo de muchachos se juntó a lo largo del canal con la mirada fija en las casas blancas perfiladas en la otra orilla y los puños cerrados, sedientos de venganza. Ahmed, dominado por el mismo sentimiento, estaba entre ellos y miraba las casas.

—Tenemos que dar una lección a los
kafirun
—comentó entre dientes Abdullah, al que el viento le movía los cabellos lisos—. ¿No habéis oído al profesor? Los
kafirun
nos odian y hacen todo lo que está en su mano para humillar a la
umma
. ¡Tenemos que vengarnos por el fin del califato!

La declaración surtió el efecto de una llama que se cuela en un polvorín: los tornó airados.

—Por Alá, lo haremos hoy mismo —exclamó Ahmed, golpeándose con el puño la palma de la mano.

Giró la cabeza con expresión desafiante y preguntó:

—¿Quién me sigue?

—¡Yo! —respondieron los demás con gran algarabía.

Se miraron los unos a los otros. La decisión estaba tomada, pero no sabían qué era lo que debían hacer a continuación. Una cosa era decidir, y otra distinta, actuar. Se volvieron hacia Ahmed.

—¿Qué hacemos?

El muchacho reflexionó un instante.

—Vamos todos a casa y pongámonos una
jalabiyya
—dijo, y señaló el puente del canal—. Nos vemos aquí dentro de media hora. El que no aparezca es un apóstata.

Echaron todos a correr y el grupo se dispersó rápidamente. Ahmed entró furtivamente en casa mirando a todos lados. No quería que sus padres o sus hermanos lo vieran y le preguntaran qué hacía. Fue directo a su cuarto, abrió el armario y cogió la túnica blanca que solía vestir para la oración de los viernes en la mezquita del barrio. Se la puso deprisa y, cuando iba a salir, su hermana pequeña apareció de repente y casi chocó con él.

—¿Adónde vas vestido así?

Ahmed se quedó paralizado durante un instante, sin reaccionar.

—¿Quién yo? Voy…, voy a la mezquita.

—¿A estas horas?

El muchacho se apartó del camino y se apresuró a salir de casa por temor a que apareciera alguien más.

—Órdenes del jeque —cortó, dando un portazo antes de desaparecer.

Se reunieron de nuevo en el puente del canal. Ahmed fue el tercero en llegar, pero pronto comparecieron los demás. Venían todos ataviados con la
jalabiyya
, como habían acordado.

—¿Y ahora qué? —preguntó uno de ellos, casi avergonzado.

Ahmed señaló las casas blancas del otro lado.

—Ahora cruzaremos el puente y nos las veremos con los
kafirun
.

—Y cuando lleguemos allí, ¿qué haremos?

Era una buena pregunta. Ahmed se frotó la barbilla, pensativo. No lo había pensado. Cruzarían el puente, se adentrarían en el barrio cristiano y…, y…, ¿y después? El muchacho paseó la mirada por el canal y se detuvo al ver los cantos rodados a lo largo de las márgenes.

—Coged piedras —exclamó señalando los cantos—. Atacaremos a los
kafirun
con ellas.

—Buena idea.

Los muchachos fueron corriendo al canal y se llenaron los bolsillos de piedras. Después, acarreando el peso adicional en la
jalabiyya
, subieron hasta la entrada del puente y se pararon para reunir valor. Ya habían llegado hasta allí, ¿serían capaces de dar el siguiente paso?

—¡Por Alá, vamos! —gritó Ahmed, más para hacer acopio de valor que para encorajar a los demás.


Allah u akbar
! —respondieron los demás en un intento de reunir el valor necesario.

El grupo avanzó. Eran diez muchachos, todos vestidos con túnicas blancas y con los bolsillos repletos de piedras. Atravesaron el puente temblando de miedo, con el rostro tenso, mostrando una determinación que no sentían. ¡Ay, si sus padres los vieran! Pero ellos eran musulmanes y al otro lado estaba el enemigo, los
kafirun
…, los cruzados. ¿No era su deber como buenos musulmanes imponerles respeto por el islam?

Entraron en el barrio cristiano copto y se callaron, no fuera que el griterío atrajera atenciones indeseadas. El ímpetu casi se evaporó. ¿Qué les pasaría ahora? ¿Saldría algún cruzado a su encuentro blandiendo una espada? ¿Qué harían si eso pasaba realmente? Su imaginación se volvió súbitamente febril y ya veían cruzados acechando en todas las esquinas.

«Tal vez sea mejor dejarlo», pensó Ahmed al llegar a la primera casa del otro lado del puente. Le temblaban las piernas y las manos por el nerviosismo. Sacó una piedra del bolsillo y apuntó en dirección a la casa.

—Ésta ya nos vale —dijo—. Ataquémosla.

Los otros niños del grupo, ansiosos también por salir de allí lo antes posible, sacaron las piedras que llevaban en el bolsillo.


Allah u akbar
! —gritaron en coro para ganar coraje.

Una lluvia de piedras cruzó el aire y cayó sobre la casa sin consecuencias aparentes. Sacaron más piedras de los bolsillos y volvieron a lanzarlas contra la casa, esta vez con más convicción. La segunda ola culminó con el sonido de cristales rotos.

Se pararon un momento, en una espera temerosa.

—¿Qué pasa aquí? —oyeron que gritaba una voz adulta al otro lado.

Presos del pánico, dieron media vuelta y corrieron como desesperados: corrieron por la calle de tierra rojiza; corrieron levantando una polvareda con las sandalias; corrieron hasta el puente y se pararon después de cruzarlo; corrieron hasta que llegaron a su barrio y se pararon para recuperar el aliento. Luego, se rieron por el nerviosismo y la excitación.

¡Por Alá, qué orgullosos se sentían! Habían dado una lección a los
kafirun
.

Durante las clases de religión en la madraza, el profesor Ayman hablaba mucho de la historia del islam, sobre todo de los grandes enfrentamientos con los
kafirun
. Describía la masacre perpetrada por los doscientos mil soldados del Imperio romano de Oriente entre los tres mil hombres del ejército de Mahoma —casi como si hubiera ocurrido la semana anterior— y abordaba con el mismo tono las guerras con los cruzados por Jerusalén, o Al-Quds.

—Cuando Omar conquistó Al-Quds se negó a rezar en una iglesia para que nadie se atreviera a transformarla en mezquita —les contó—. Dio orden de que no se molestara a los
kafirun
cristianos y autorizó a los
kafirun
judíos, a quienes los cristianos habían prohibido la entrada en Al-Quds, a volver a la ciudad. ¿Sabéis que hicieron los
kafirun
cristianos cuando tomaron Al-Quds durante las cruzadas?

Los alumnos permanecieron callados a la espera de que el profesor respondiera su propia pregunta.

—¡Mataron a todos los creyentes! Hombres, mujeres, ancianos, niños… Nadie se libró. ¡Ninguno! Pasaron a espada a todos los fieles. —Su voz se volvió arrebatada y el tono colérico y vibrante—. Y no se detuvieron ahí, esos perros. Se atrevieron a transformar la sagrada Cúpula de la Roca en una iglesia. Fijaos bien. ¿Y sabéis qué hicieron con la santa mezquita de Al-Aqsa? ¿Lo sabéis? Le cambiaron el nombre y la rebautizaron como templo de Salomón. Fijaos bien: templo de Salomón. Instalaron en la santa mezquita de Al-Quds la residencia del emir
kafir
. Eso fue lo que hicieron.

Un murmullo de indignación recorrió el aula.

—¡Los
kafirun
nos odian! —concluyó, repitiendo la frase con que cerraba todas estas historias—. Quieren acabar con el islam.

Contaba una historia detrás de otra. A Ayman le gustaba contarlas y a los alumnos les encantaba escucharlas. Comparaba el comportamiento de los cristianos con el de los musulmanes y repetía, siempre aportando nuevos detalles, la historia de Saladino, el gran emir musulmán que, al conquistar Jerusalén, dejó salir libremente a todos los cristianos y hasta indemnizó a las viudas y a los huérfanos de los soldados cristianos que habían muerto en los combates.

—¿Creéis que los
kafirun
se merecían tanta consideración? —preguntaba siempre el profesor después de cada nueva descripción de los actos de Saladino.

—¡Por Alá, no! —respondían los alumnos.

—Los
kafirun
exterminaron a los tres mil mártires del ejército de Mahoma, que su nombre sea para siempre sagrado. Los
kafirun
mataron a todos los creyentes en Al-Quds. Los
kafirun
de Napoleón invadieron Egipto y Siria. Los
kafirun
vinieron a nuestras tierras para controlar nuestro petróleo. Los
kafirun
nos impusieron gobiernos títeres para gobernarnos a su antojo. Los
kafirun
nos imponen leyes que van contra la
sharia
. Aun así, ¿merecen tanta consideración?

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