La clase reaccionó desconcertada ante esta revelación.
—¿El califa mató al nieto del Profeta? —preguntaron los alumnos, admirados, con la sorpresa reflejada en los ojos.
—¿Podía hacer algo así? —quiso saber otro.
—Mahoma, que la paz sea con él, fue un gran hombre —dijo el profesor—. Pero, ojo, él era un gran hombre, no era Dios ni se hacía pasar por tal. Todos los hombres deben atenerse a la
sharia
, incluidos los descendientes del Profeta, porque las leyes de Alá son universales y eternas. La violación de la
sharia
puede implicar apostasía y el Enviado de Dios estableció pena de muerte para ese crimen.
Ayman inclinó la cabeza y, a modo de concesión, añadió:
—Sin embargo, también es cierto que la matanza de los descendientes del Profeta, que la paz sea con él, irritó a la
umma
, y por eso los abasidas, que eran leales a la familia de Mahoma, asesinaron al último califa de la dinastía y pusieron fin a los omeyas.
—¿Acabaron con los califas?
—No, se inició una segunda dinastía de califas, la de los abasidas.
—Ah, entonces llegó la unificación de la
umma
.
El profesor Ayman dudó.
—Bueno, no exactamente. La prioridad de los abasidas fue exterminar hasta al último de los omeyas. No es casualidad que se conociera al primer califa de esta segunda dinastía, Abu al Abbas, como «el Exterminador». Ordenó matar a todos los omeyas que habían sobrevivido, ya fueran mujeres, ancianos o niños. Y cuando los abasidas hubieran acabado con todos y ya no quedó nadie a quien matar, exhumaron los huesos de los muertos y los aplastaron.
—No escapó nadie.
—Sólo Abdul Rahman, que huyó a al-Ándalus y refundó el califato omeya en Córdoba. Los demás murieron todos.
—¿Y eso no permitió unificar la
umma
, señor profesor?
—Desgraciadamente, no. Los abasidas trasladaron la sede del califato a Bagdad, pero nuestro imperio comenzó a fragmentarse debido a las múltiples divisiones internas. Aparecieron estados independientes, surgieron los fatimíes, los mamelucos… No sé, se produjo una gran confusión. Lo único que nos mantuvo unidos (además del Santo Corán) fueron las agresiones externas que entre tanto se dieron. Fue en esa época cuando los
kafirun
llegaron desde Europa y atacaron Al-Quds y Tierra Santa, al sorprendernos debilitados.
Todos los alumnos sabían que los
kafirun
, o infieles, de Europa a los que se refería el profesor eran los cruzados que conquistaron Al-Quds, nombre árabe de Jerusalén.
—Poco después sufrimos la invasión de los mongoles, que ocuparon Bagdad y pusieron fin a quinientos años de dinastía abasida. —Hizo una breve pausa como si preparara lo que iba a decir a continuación—. ¿Y después? Cuando los mongoles se instalaron en la capital del califato, ¿quién de nosotros se levantó contra ellos?
Paseó la mirada por el aula, donde reinaba el silencio. Los alumnos se esforzaban en dar con un nombre, pero no se les ocurría nada.
—¿Quién? —preguntó Ayman de nuevo.
—¿Saladino? —se arriesgó a decir una voz.
El profesor soltó una carcajada.
—Saladino venció a los
kafirun
de Europa. Me refiero a quién se levantó contra los mongoles. ¿Alguien lo sabe?
Sólo obtuvo un silencio sepulcral por respuesta.
—¿No habéis oído hablar nunca de Ibn Taymiyyah?
Muchas cabezas asintieron afirmativamente. Algunos niños reconocían aquel nombre. Ahmed no se contaba entre ellos. Nunca había oído hablar de ese personaje.
—¿Quién fue Ibn Taymiyyah? —preguntó el profesor.
—Fue un gran musulmán —respondió uno de los alumnos que había reconocido el nombre.
—¡Un gigante! —interrumpió Ayman—. El jeque Ibn Taymiyyah fue un gigante. Nació diez años después de la invasión mongol y su padre era el imán de la mezquita de Damasco. Los mamelucos seguían combatiendo a los mongoles, pero el problema era que la elite mongola se había convertido al islam. Como saben, el Profeta, que Alá lo bendiga, prohibió que los musulmanes se mataran entre sí. La conversión al islam de los mongoles significaba que ya no se podía combatir contra ellos. ¿O se podía? El jeque Ibn Taymiyyah consultó los textos sagrados, estudió la cuestión y emitió una
fatwa
que legitimaba la yihad contra los mongoles diciendo: «Está probado por el Libro y por la sunna y por la unanimidad de la nación que quien se desvíe de una sola de las leyes del islam será combatido, aun habiendo pronunciado las dos declaraciones de aceptación del islam». Y el jeque añadió: «Fe y obediencia. Si una parte de ella estuviera en Alá y la otra no, tendrá que combatirse hasta que toda esté en Alá». De este modo, el jeque Ibn Taymiyyah proporcionó cobertura legal y divina a la guerra contra los mongoles convertidos al islam. El jeque dijo a nuestros soldados que la derrota que habían sufrido ante el enemigo era como la derrota de Mahoma, que la paz sea con él, en la batalla de Uhud, pero que su insurrección sería como el triunfo del Profeta, que la paz sea con él, en la batalla de las Trincheras. Lo que sucedió después le dio la razón. Con la ayuda espiritual del jeque Ibn Taymiyyah, los mongoles fueron derrotados definitivamente. ¡Dios es el más grande!
—
Allah u akbar
! —repitieron los alumnos, entusiasmados de nuevo.
—El jeque Ibn Taymiyyah aún vivía cuando nació el gran Imperio otomano, que dio origen al tercer califato, cuya capital fue Estambul. Los otomanos destruyeron el Imperio romano de Oriente, tomaron Constantinopla, conquistaron los países vecinos y atacaron a los
kafirun
desde todos los frentes. El gran califato otomano llegó a las puertas de Viena y duró siete siglos. Pero los otomanos y la
umma
comenzaron a desviarse de la
sharia
y a caer en la tentación de obedecer las leyes humanas, en lugar de obedecer las leyes de Alá. Eso ocurrió en el momento en el que los
kafirun
se dedicaron a desarrollar máquinas y más máquinas, cada vez más poderosas. El resultado fue el debilitamiento de los otomanos y de toda la
umma
con ellos. Hasta que, en 1924, el califato otomano se extinguió.
—¡Qué Alá maldiga a los
kafirun
! —gritó Abdullah, un muchacho que se sentaba justo detrás de Ahmed—. ¡Muerte a los infieles!
—Sí, los
kafirun
estuvieron detrás del fin del gran califato —dijo el profesor Ayman—. Pero la decisión de acabar con el califato la tomó el nuevo emir turco, Mustafa Kemal, que arda para siempre en el fuego eterno. Este apóstata adoptó el título de Atatürk, el padre de los turcos, pero evidentemente estaba bajo la influencia diabólica de los
kafirun
y de su cultura en el momento en que decidió separar la religión del Estado. Fijaos que cometió hasta el desplante de convertir la gran mezquita de Santa Sofía en un museo.
—¡Muerte al apóstata!
—¡Qué Alá lo tenga para siempre en el Infierno!
El profesor levantó las manos buscando serenar a la clase. Quería discutir con los alumnos sobre el orgullo de ser musulmán, pero no entraba en sus planes que se formara un motín en el aula.
—Calma, calma —les pidió—. Calmémonos.
La clase se tranquilizó y la algarabía se fue apagando. Ahmed, que hasta ese momento había estado callado, digiriendo todo lo que oía, levantó la mano para hablar.
La mirada del profesor se posó en él.
—Sí, muchacho, dime.
Ahmed sentía que el corazón le retumbaba en el pecho, fuerte y descontrolado. No sabía si eran los nervios por hablar en público o la indignación por lo que los
kafirun
habían hecho a la
umma
.
—Señor profesor, ¿cómo podemos mantener la calma? —preguntó en un tono altivo—. En este momento no hay ningún califato. Usted ha dicho no hace mucho que Mahoma nombró a los califas sus sucesores. Si ahora no tenemos califa, ¿no estamos incumpliendo la voluntad del apóstol de Dios?
El profesor se acercó a Ahmed y le pasó la mano por el pelo en una muestra de que la pregunta le parecía muy adecuada.
—Tened paciencia y esperad. La
umma
se despertará.
El profesor respiró hondo y sonrió de manera enigmática antes de darse la vuelta.
—Pronto.
L
a franja de agua era una carretera que cortaba la ciudad y la lancha aceleraba por el Gran Canal como si fuera un bólido deportivo, zigzagueando entre los pesados
vaporetti
, las góndolas elegantes y los taxis ligeros. Tomás no podía desviar la vista de las deslumbrantes fachadas bizantinas que el espejo líquido reflejaba con una ondulación. Se veían palacetes a ambos lados, que desfilaban pálidos y orgullosos. A veces, las luces encendidas en el interior de los palacetes permitían vislumbrar, por las ventanas, cuadros, candelabros y estantes con libros, siempre bajo techos cuidadosamente trabajados.
—Falta poco —prometió Guido, el guía italiano que había recogido a Tomás en el aeropuerto.
Ya hacía algunos años que el historiador no iba a Venecia, y regresar a la gran y vieja ciudad de los canales se revelaba una experiencia que cortaba la respiración. Paseó la vista por el agua. El mar era de color verde botella y pequeñas olas golpeaban la base de la lancha. Respiró el aire fresco de la tarde. Olía a mar y las gaviotas graznaban sin cesar. Los graznidos parecían de alegría al principio, pero, al instante, transmitían melancolía.
La lancha giró a la izquierda. El Gran Canal se abrió ante Tomás, que pudo ver las torres de San Giorgio Maggiore al fondo a la derecha. La embarcación atravesó el Bacino de San Marco pasando cerca de la gran plaza y del imponente Campanile, situado a la izquierda, y atracó cerca del agitado Ponte della Paglia.
—Hemos llegado —anunció Guido.
Tomás saltó al pequeño muelle, en el que filas de góndolas negras aguardaban clientes. El guía lo siguió.
—¿Dónde es la reunión?
Guido señaló una gran estructura gótica cubierta de mármol rosa que quedaba justo al lado de allí.
—Es aquí,
signore
. En el Palazzo Ducale.
—¿Aquí? —dijo Tomás, admirado—. Organizan las reuniones en el palacio ducal.
—Claro. Es el mejor lugar de Venecia.
—Creía que era un sitio para visitas turísticas…
El italiano se encogió de hombros y se rio.
—Nos hemos inventado unos trabajos de restauración para cerrar el
palazzo
al público. Puede estar tranquilo, nadie nos molestará.
Se dirigieron directamente a las arcadas de la fachada orientada al mar y, al franquear la puerta, se toparon con dos
carabinieri
con armas automáticas. Se identificaron y entraron en el palacio. Estaba oscuro. El guía condujo al historiador por la escalera hasta el segundo piso, donde había más
carabinieri
armados. Tras identificarse de nuevo, pasaron frente a las estatuas de la sala del Guariento y Guido. El guía se detuvo ante la siguiente puerta e hizo una señal a Tomás de que siguiera solo.
—Por favor —dijo—, la reunión es aquí, en la sala del Maggior Consiglio.
La puerta se abrió y apareció ante Tomás un enorme salón con las paredes y el techo lujosamente decorados. Sabía que, en la época de los duques, era precisamente en este salón donde se celebraban las reuniones del gran consejo, que, evidentemente, exigían un espacio amplio para poder albergar a los casi dos mil consejeros de la ciudad. Como en esa época, una mesa enorme ocupaba ahora todo el centro de la sala del Maggior Consiglio. El lugar hervía con decenas de personas apiñadas alrededor de la mesa. Algunas estaban sentadas, mientras que otras deambulaban nerviosamente de un lado para otro con papeles que pasaban de mano en mano.
En la cabecera, delante del descomunal
Paraíso
, de Tintoretto, como si fuera el duque que gobernaba Venecia, distinguió la figura austera e imponente de Frank Bellamy.
Un martillo golpeó tres veces la mesa.
Toc. Toc. Toc.
—Señoras y señores —dijo Bellamy con voz ronca y baja—, les ruego su atención, por favor.
Se arrastraron las sillas por última vez, se pararon las conversaciones cruzadas y el eco de las últimas voces resonó en la habitación hasta que el silencio acabó por imponerse en el salón. Fuera se oía el rumor suave del mar, sólo interrumpido por las gaviotas.
—Bienvenidos a la reunión anual del NEST en Europa —prosiguió el hombre de la CIA—. La mayor parte de los presentes han estado con nosotros en los últimos años, pero, como ya es costumbre, se nos han unido nuevos colaboradores. En esta ocasión, en lugar de militares, ingenieros y físicos hemos reclutado a personas con perfiles y competencias diferentes. Creemos que podrán sernos útiles para identificar amenazas concretas. Hasta ahora hemos dejado esa parte del trabajo en manos de los servicios secretos como la CIA, el MI-5, el Mossad y otros similares, y hemos concentrado nuestra labor en tratar con cualquier amenaza concreta que esos servicios nos indicaban. Pero, tras el 11-S, optamos por hacer un upgrade de nuestras capacidades, y de ahí las nuevas incorporaciones. —Señaló la mesa—. Pido a los recién llegados al NEST que se levanten.
La petición desconcertó a Tomás. Cierto que era nuevo, pero no menos cierto que no había aceptado incorporarse al NEST, sólo había accedido a asistir a esa reunión. En respuesta a la petición del orador, diez personas se levantaron. Tomás sintió que la mirada fría de Bellamy se posaba sobre él. Pese a su renuencia, acabó por levantarse.
—Por favor, demos una bienvenida calurosa a los nuevos miembros de nuestro equipo.
Una ola de aplausos siguió a estas palabras en la sala del Maggior Consiglio. Tomás tuvo ganas de contestar y aclarar que no era miembro del equipo, pero guardó silencio ante la aclamación. Al darse cuenta de que la atención se centraba en él, sonrió. Apurado y deseoso de volverse invisible, se sentó lo más aprisa que pudo.
—Vamos a mantener una breve reunión introductoria en la que daremos información relevante, sobre todo para los nuevos miembros del equipo, pero que también servirá para recordarnos a todos los presentes la razón por la que estamos aquí y el motivo por el que nuestra misión es tan importante —añadió Bellamy—. Después tendremos reuniones independientes más especializadas para discutir la evolución en cada teatro de operaciones y para analizar los nuevos desafíos a los que nos enfrentamos. ¿Les parece bien?